miércoles, 28 de mayo de 2014

Tesón

Desde muy pequeño entendí que, hiciera lo que hiciera, lo haría de manera constante, a base de empeño y, sobre todo, tesón. Parece que puede resultar fácil pero os puedo asegurar que no siempre se está a gusto teniendo que anteponer la obligación a todo lo demás.
Es muy probable que el carácter marque definitivamente la forma que tenemos de enfrentarnos a la vida, empeñada en ponernos a prueba constantemente. La suma cotidiana de nuestras reacciones son las que van a marcar el resultado o, si no, las que van a explicar el que nos encontremos en un punto o en otro.
Cuando comencé a escribir este blog no sabía a dónde me iba a llevar. Simplemente dejé que las ideas fuesen fluyendo sin ser especialmente cauto ni poner demasiadas trabas, es decir, sin autocensurarme salvo en un mínimo de sentido común. Es muy fácil que se nos caliente la lengua (o el teclado) y despellejar a todo ser vivo con el que no estemos de acuerdo. Yo he preferido moderarme en este aspecto para que las ideas que muestro estén claras y no contaminadas por el estado de ánimo enardecido que a veces no podemos remediar.
Así, tacita a tacita, me encuentro con que esta entrada supone la número 250 (doscientas cincuenta, una a una). Ni yo me lo creo, no porque dudara de mi cabezonería, sino por poder dar contenido a cada una de ellas.
En el fondo, el primer beneficiario he sido yo. Quizás, de manera inconsciente, he ido recordando y analizando distintas etapas de mi vida para que me reforzaran sólidamente de cara al futuro. Y digo inconsciente porque el compartirlo para que pudiera servir de estímulo, de salvaguarda o de prevención, sí lo he hecho totalmente consciente. Al final, las experiencias por las que tenemos que pasar son muy similares y, si puedo dejar alguna nota para el que venga detrás que le pueda ayudar, creo que no está mal en esta vorágine de sálvese quien pueda.
He de decir que me han ayudado mucho los comentarios y correos recibidos, tanto que en muchas ocasiones me he emocionado de verdad (y sobre todo, el modelo que a diario me demuestra lo que es tener una voluntad de hierro). No dudo que, si pudiésemos sentar unas bases claras en torno a la enseñanza y desarrollo de la carrera pianística, todo sería mucho más placentero y eliminaríamos tanto sufrimiento estéril. Igual algún día, quién sabe. Sobre todo, educar en la ausencia de miedo inculcando una absoluta seguridad.
En fin, a ver si en las próximas 250 entradas sacamos algunas cosillas más en claro y conseguimos que los pianistas seamos una plaga indestructible.
Gracias.

domingo, 25 de mayo de 2014

Errores

Las musas me han vuelto a soplar una frase que puede aplicarse a buena parte de nuestra vida. Pertenece al modisto y diseñador Charles James y la tenía colgada en lugar bien visible en su taller de costura: No me importa que cometáis errores pero, por favor, que sean errores nuevos.
Me parece una frase espectacular viniendo de un creador considerado por muchos el más sobresaliente del siglo XX y que hizo de la perfección su bandera. Es toda una declaración de principios porque está dispuesto a admitir que somos falibles. Lo que quizás ya no sea de recibo es una actitud más bien pasota, que considere el 'qué más da' como algo positivo en detrimento del esfuerzo y la consecución del objetivo.
Lo primero que se me vino a la cabeza fue la queja sempiterna de muchos profesores, por no decir todos, con respecto a los alumnos a los que hay que repetir las mismas correcciones una y mil veces. Todos sabemos de lo que hablo: que si el pedal se usa así, que si las manos no deben caer hacia los lados, que no hundas los nudillos, que no aporrees las teclas, que estudies..., y muchos latiguillos más que retumbarán de por vida en los conservatorios del mundo.
Evidentemente, buena parte del cansancio de los docentes viene de esta práctica repetitiva que hace imposible el más mínimo avance. Si no se encuentra en el alumno un interés, demostrado en la corrección más o menos inmediata de dichos errores advertidos, a base de trabajo y estudio, que no hay otro sistema, es lógico que la vez número veintisiete que haya que repetirlo te entren ganas de mandarlo a hacer puñetas (incluso en la veintiséis). De ahí lo estimulantes que son aquellos que vienen a cada clase con el programa mejorado y corregido.
En el sentido inverso, también podríamos decir que hay profesores que, demostrada su incapacidad de sacar alumnos medianamente preparados, y que se dedican a suspender a diestro y siniestro como única táctica pedagógica, igual deberían pararse en seco y admitir su error. Si el sistema usado en clase no llega (dando por hecho que exista ese sistema), habría que reconducir los consejos y los hábitos para que los alumnos se sintiesen estimulados y tuviesen ganas de trabajar. Creo que me explico y que no necesito extenderme más.
En los dos casos tenemos que añadir que hablamos de una enseñanza y una profesión elegidas voluntariamente y, casi siempre, vocacionales, por lo que no parece tener cabida la indolencia sin afán de superación.
Así que, para no ser reiterativo, os recomiendo releer la frase y analizarla brevemente. Seguro que sacamos algo positivo.

P.S.:  De paso, echad un vistazo a los diseños creados por Charles James. Puro arte.


miércoles, 21 de mayo de 2014

En ruta (II)

Es magnífico esto de desviarse del camino al concierto para descubrir nuevas experiencias y adquirir conocimientos in situ. Así, la obligación se refuerza con la devoción. Si tengo que recorrer casi trescientos kilómetros a la ida, tocar y volver con el coche la misma distancia, qué menos que poder tener un intervalo de descanso y de entretenimiento que dé mayor sentido si cabe a esta profesión.
Ayer volvió a ocurrir: mi nunca bien ponderada acompañante me propuso adelantar la salida para que todo fuese más relajado y lúdico. Además, el día amenazaba lluvia, con tormentas incluidas, y era mejor no tener que poner a prueba los nervios en la carretera. Como aperitivo, nunca mejor dicho, hicimos un picnic ante la Laguna de Medina, que nos gusta mucho aparcar en medio de la nada y dar cuenta de los manjares. Afortunadamente, la lluvia anunciada por los cada vez menos precisos meteorólogos, no se vislumbraba por ninguno de los puntos cardinales. Mucho mejor.
Puesto de nuevo el morro del coche en dirección sur, llevábamos un objetivo preciso aunque abierto a la improvisación (no me refiero al concierto; eso a su debido tiempo). Resulta que Beatriz tuvo conocimiento de que una espía inglesa había residido durante casi cincuenta años muy cerca de Gibraltar. Esta señora no era otra que la que aparece en la novela de María Dueñas El tiempo entre costuras y que vivió de primera numerosos acontecimientos de gran importancia en la historia. Su nombre, Rosalinda Powell Fox.
¿Sabéis lo que significa la expresión dicho y hecho? Pues así se vive con Beatriz. Guadarranque casi ni viene en los mapas. No sé si es un pueblo en sí, una pedanía de San Roque o simplemente un grupo de casas que dan a la playa y a la desembocadura del río del mismo nombre. Desde luego, en los años en los que Rosalinda se instaló, un verdadero paraíso. Ahora ya no tanto porque, según dicen, Franco quiso colocarle delante el inmenso monstruo (aunque bello, según se mire) que es la refinería Cepsa. A la vista perdida, había que añadir la contaminación y el ruido constante las veinticuatro horas del día.
La casa está bastante deteriorada y eso que murió en 2006, con noventa y seis años. Si de mí hubiese dependido, unas fotos y listo. Pero Beatriz, antes de que te des cuenta, ya está llamando a cualquier puerta en la que se aprecien signos de vida y charlando amigablemente, como de toda la vida, con cualquiera que pueda suministrarle la más mínima información, por muy reservada que ésta sea.
Salimos de Guadarranque con media biografía y el dibujo detallado de la personalidad de Rosalinda, gracias a las confidencias de personas que trabajaron para ella o fueron sus amigas. Nos enteramos del desmantelamiento de todos los enseres de la casa (muebles fabulosos y una inmensa biblioteca). Supimos que sus cenizas reposan en el jardín. Nos enteramos de los planes que tenía de habilitar un hotel a pie de río. Y constatamos que su casa debió ser un refugio y lugar de paso de lo mejorcito del mundillo durante la guerra fría y caída del muro, entre otras cosas por la distribución, llena de recovecos, escaleras secundarias y habitaciones ocultas.
Ahora sí, salimos de allí y a tocar, que se supone que ése era el motivo de la escapada.

domingo, 18 de mayo de 2014

Fuerza

Me dirigía en coche a comprar comida para Camila al pueblo de al lado, que ella no come cualquier cosa a sus seis meses y veintisiete kilitos, y, como suelo acostumbrar, sintonicé Radio Clásica a ver qué se cocía por ahí.
Cuando suena un piano, me gusta jugar a intentar adivinar los mayores datos posibles del intérprete, incluso su nombre, lo que ya es para matrícula de honor. Hace mucho que sea una grabación en directo o en estudio, ya que en la primera no hay tanto artificio. No voy a alardear de mis cualidades adivinatorias, pero hasta yo mismo me sorprendo a menudo. Intento poner edad, cara, nacionalidad, escuela pianística, época de la grabación (el año no), tipo de sala, dedicación exclusiva..., y cosas por el estilo.
No me avergüenzo al reconocer que también tengo que intentar descubrir a menudo la obra que están interpretando, logrando estrechar el círculo casi hasta hacer diana. En fin, cosas que tiene uno mientras oye la música.
Pero bueno, a lo que voy no es tanto a los jueguecitos de viejo sino a lo que estaba oyendo ese día concreto. Sonaba la Tercera Sonata de Prokofiev, con la que en su día batallé hasta que nos hicimos amigos. Ya por los detalles intuí a alguien muy dotado y muy joven, con un futuro garantizado y, de momento, muy obediente hacia sus profesores (esto es como echar las cartas). No puedo explicar cómo lo sé, pero las aclaraciones de la locutora y la lectura de su intensa biografía me dieron la razón.
Conforme iba escuchando, notaba leves fluctuaciones de sonido, quizás imperceptibles si no se ha tocado la obra. Este Prokofiev nos ha dejado una buena caja de regalos envenenados: cuando abres una partitura suya la ves tan clarita, que no piensas que vas a derramar sangre para llegar a buen término. Cada vez que el joven pianista tenía que 'pegarle' al teclado, ya sabéis, esas demostraciones de fuerza y vigor tan característicos y que tanto contrastan con los momentos dulces y melódicos, se oía una masa sonora fuerte, sí, pero poco definida. O sea, el trallazo lo pegaba, pero no se distinguían los distintos planos, con lo que, desde mi modesta opinión, la interpretación se veía perjudicada en beneficio de la demostración externa cara a un público encantado.
He contemplado muchos pianistas que, con una apabullante agilidad en sus dedos, se venían abajo ante un piano gran cola cuyo teclado pesaba un poco más de lo normal. Y quiero pensar que es más un problema del instrumento que del músico. Lo que ocurre es que ya sabemos de antemano que vamos tener que lidiar con lo que nos echen, que todos tenemos un piano ideal en la cabeza y siempre nos estrellamos con la realidad.
Igual estaría bien que durante la carrera nos dieran algunos consejos (no voy a decir trucos) con los que abordar estos problemas. Seguro que cada uno ha ido elaborando a su manera la forma de salir del aprieto, pero quizás sea todo más sencillo. Quizás un comienzo sea (independientemente de haber estudiado in situ) no intentar tocar como siempre, de una sola manera, sino adaptando mínimamente esos pequeños momentos en los que vamos a sudar un poco más, para que no desentonen con el resto. No podemos coger un tempo y frenarlo porque llegan unas escalas en terceras, por ejemplo, o unos acordes llenos de notas que nos cansan. Así que, como conocemos los escollos, sólo tenemos que preparar el terreno con la suficiente antelación para que sea tan gradual que nadie lo note.
La juventud no es la mejor consejera para medir las fuerzas, de ahí los habituales excesos de velocidad y salidas en las curvas, pero el tiempo y la experiencia nos van aconsejando sabiamente y nos hacen crecer como pianistas y como músicos, eso sí, siempre que estemos en activo. Pero no vayamos a pensar que por cumplir años las interpretaciones van a perder ímpetu y vigor, en absoluto, es sólo un pequeño matiz que va a lograr que el todo resulte redondo aunque tengamos un piano en contra.

miércoles, 14 de mayo de 2014

Juzgar

Entramos en fechas de audiciones y de exámenes. ¡Todo el mundo entretenido! De repente, los meses han pasado volando y lo que nos parecía muy lejano y..., bueno, ya lo haré, se nos ha echado encima. El problema es que nunca viene sola la prueba pianística, sino que lo hace rodeada de ese número ilimitado de asignaturas que en este crítico momento parece que sólo nos estorban (ya sabemos que los que crearon los planes de estudio sólo buscaban fastidiar a los pianistas).
Por otro lado, se pone en marcha una especie de severidad que nada tiene que ver con el buen rollito que veníamos desarrollando durante el curso. Lo que antes eran sonrisas ahora son bocas torcidas y crispadas. Llega el momento de la verdad y son todo nervios. Es la hora del juicio.
Pero ¡ojo!, que todos somos jueces, no lo olvidemos. Es muy fácil ver a los profesores que nos van a examinar como autómatas sin alma que acaban de quitarse la piel de cordero (me dan escalofríos sólo de pensarlo). No exageremos. Son las mismas personas que se han pasado estos meses del curso alentándonos, enseñándonos, previniéndonos y muchos verbos más, y que es probable que, por venir con una importante experiencia a sus espaldas, sepan de antemano si hemos recorrido el camino adecuadamente siguiendo sus consejos o hemos gozado de una vida envidiable de la que podremos alardear en el bar pero que mejor que no llegue a oídos familiares.
Pienso que el premio de ser profesor se recoge en especies viendo cómo el alumno ha progresado y se ha convertido en un estupendo músico y no creo que exista ninguno que disfrute haciendo lo contrario, sería antinatural.
Ahora vamos a hacer un pequeño ejercicio de reflexión: cada vez que hemos asistido a un concierto, a una audición o a un examen en calidad de oyentes, de público, ¿hemos sido benévolos y magnánimos o la vena verdugo e inquisidora? ¿Somos de los que no pasamos ni una y echamos pestes de cualquiera que se nos ponga delante o nos ponemos en su piel y entendemos que no deja de ser una etapa dentro de un largo camino? Y eso cuando se toca bien, porque como ocurra un desastre del tipo parón, pérdida de memoria o fallos de notas a puñados, pedimos que vayan encendiendo la hoguera.
¿Somos buenos juzgadores? En mi opinión creo que no. En una ocasión me dijeron que si alguien quería juzgar mi interpretación lo primero que tenía que hacer era sentarse al piano y demostrar que sabía de lo que hablaba, es decir, que había trabajado a conciencia lo que estaba juzgando y, aun así, sería su opinión y no las Tablas de la Ley.
Y resulta que nosotros, sin el más mínimo pudor, le damos a la lengua aunque no hayamos escuchado la obra en nuestra vida. Si la conocemos por las manos de Zimerman o algún primo suyo, pobre del que se atreva a intentar abordar alguna Balada de Chopin o algún Preludio de Debussy, por ejemplo, que para eso tenemos una gran cultura discográfica.
Cada vez que he tenido que examinar desde un tribunal o dar mi opinión como jurado de un concurso he intentado recordar cómo fue mi paso por esas situaciones y qué me hubiese gustado encontrar. Así que procuraba relativizar y buscaba todo lo positivo que alcanzaba a ver y oír, dejando en segundo plano los efectos de los nervios.
La juventud no siempre es buena compañera para emitir un juicio, pues suele más vehemente, más directa, y admite pocos condicionantes. Un buen bagaje de una vida musical plena permite comprender prácticamente todo lo que ocurre sobre un escenario y admitir que, realmente, nada es trascendente y es mucho mejor disfrutar y lograr que todos disfruten. Ya sabemos también que de un juicio estricto y severo no siempre sale la mejor justicia. 
Si todos tomamos este camino, es posible que algún día tocar se convierta en un auténtico placer.

domingo, 11 de mayo de 2014

Dinero y Amor

"Luz María Lascuráin, como niña proveniente de una familia acomodada, estaba acostumbrada a recibir todo tipo de regalos y atenciones. Nunca hubo un juguete que 'Lucha' no pudiera tener, un vestido que no pudiera lucir y un alimento que no pudiera comer. Fue la más pequeña de una familia de catorce hermanos y, por supuesto, la más consentida de todos ellos. Tuvo a su alcance cuanto necesitó y se podría decir que hasta de más.

(...)El padre de Lucha, don Carlos, estaba convencido de que el dinero era imprescindible para poder integrarse al mundo moderno, para gozar de los beneficios que la tecnología ofrece. Y nunca escatimó un centavo en la compra de todo tipo de artefactos que hicieran más cómoda y llevadera la vida hogareña, cosa que su esposa siempre le agradeció. Al dinero le debía, entre otras cosas, el haber podido trasladar a su familia del norte al centro del país con objeto de protegerla de los peligros que ofrecía la Revolución Mexicana. (...)El dinero, pues, para los Lascuráin, representaba la seguridad, la tranquilidad y la oportunidad de progreso que podían ofrecer a sus hijos. Con estos antecedentes, resultaba comprensible que a Lucha le fuera forzoso el tener dinero para vivir tranquilamente y para demostrar su amor. Ella creció viendo cómo la posesión de capital aseguraba la felicidad de la familia. 

Júbilo, en su niñez, vivió exactamente lo contrario. En su casa, la falta de dinero nunca fue un impedimento para que sus padres se manifestaran el amor que sentían el uno por el otro, y mucho menos para que pudieran expresar el que le profesaban a sus hijos. A pesar de no tener más que para lo indispensable, siempre vivieron rodeados de amor. Don Librado, después del descalabro económico que sufrió cuando quebró la fábrica exportadora de henequén que dirigía, también tuvo que dejar su suelo natal para venir a radicar a la capital, sólo que en condiciones muy distintas a las de los Lascuráin. Los ahorros que tenían les duraron muy poco. Sus hijos tuvieron que asistir a escuelas de Gobierno y olvidarse de cualquier tipo de lujos.
(...)Júbilo nunca lo resintió, todo lo contrario. Estaba convencido de que la posesión de ropa y muebles, lejos de proporcionar felicidad, convertían al hombre en esclavo de sus pertenencias. Él creía que uno debía pensar muy bien antes de comprar algo, pues todas las cosas reclamaban cierta atención y con el tiempo se convertían en unas tiranas que exigían cuidados: protegerlas de los amigos de lo ajeno, mantenerlas en buen estado, en fin, poseer significaba depender y él era muy libre como para querer comprar ataduras. Por eso, se frenaba para hacer un regalo costoso. En primera, porque no creía que fuera un requisito indispensable para demostrar el cariño que sentía hacia otra persona y en segunda, porque estaba convencido de que al hacerlo, también estaba regalando una esclavitud, bueno, a menos que se tratara de un bien perecedero como podían ser unas flores o unos chocolates.

Desde su perspectiva, el valor de los objetos radicaba en lo que su compra había significado para la persona que lo obsequiaba y no en el valor económico del mismo. Él no le atribuía ningún valor al dinero y de ninguna manera se atrevía a equipararlo con una demostración amorosa. Por ejemplo, para Júbilo tenía mucho más valor llevar una serenata a las tres de la mañana que comprar una pulsera de diamantes. La primera representaba que había estado dispuesto a no dormir, a pasar frío, a correr riesgo de ser asaltado por un delincuente o a ser bañado por las «aguas» de los vecinos. Y eso era más valioso que un desembolso. El valor de las cosas era muy relativo. Y el dinero era como una gran lupa que sólo distorsionaba la realidad y que le daba a las cosas una dimensión que realmente no tenían.
¿Cuánto valía una carta de amor? A los ojos de Júbilo, mucho. Y en ese sentido él sí estaba dispuesto a derrochar todo lo que guardaba en su interior con tal de manifestar su amor. Y lo decía de corazón, no como parte de un sacrificio. El amor, para él, era una fuerza vital, la más importante que había sentido y experimentado. Sólo cuando una persona sentía su impulso, se olvidaba de sí misma para pensar en otra y desear alcanzarla, tocarla, unirse a ella. Y para eso, no era necesario tener dinero, bastaba con un deseo".

Laura Esquivel. Tan veloz como el deseo. Editorial Debolsillo.

Pues eso, a regalar serenatas, nosotros que podemos.


miércoles, 7 de mayo de 2014

Soledad

Es posible que vaya con el carácter de cada uno e igual se viene así de fábrica, pero siempre me ha parecido que la condición del ser humano tiene intrínseca la compañía, el grupo o la manada.
En mi caso lo tuve claro desde muy pronto. Parece que nuestra profesión, con tantos años de estudio en solitario, por no decir toda la vida, ya lleva una buena dosis de soledad, aunque también es verdad que la pasamos en compañía de grandes nombres y sus obras. Pero esa compañía no es física, no es directa, es como estar acompañado por un buen libro, que está muy bien, pero no es lo mismo.
Además, en el caso de los concertistas, un comentario, o más bien una queja muy extendida, es el bajón emocional que causa pasar las noches en los hoteles sin más compañía que la televisión. Ocasionalmente lo he sentido pero de una manera muy leve pues solía ser un trance pasajero por las circunstancias.
He conocido pianistas que realizaban sus giras en solitario. Llegaban a las ciudades, se instalaban en su hotel, iban a estudiar para hacerse con el piano y de paso dar un repaso al repertorio, vuelta al hotel tras la comida, pequeña siesta o reposo, de nuevo a la sala un poco antes de la hora prevista, interpretación de las obras elegidas, algunos saludos posteriores de los organizadores, que no siempre te atienden largamente, algo de cena, a la cama y al día siguiente..., más de lo mismo.
Encontrar sentido a esta vida es algo muy personal y admite todas las variantes, desde luego, pero yo sólo puedo hablar y opinar por mí mismo. Y me tengo que definir como el hombre más afortunado del mundo. Desde el principio, puedo afirmar que jamás he sentido soledad y que he tenido la mejor compañía. Esto, obviamente, no es algo superficial y que se quede en anécdota, es algo muy profundo y que llega a todos y cada uno de los rincones de la existencia.
Como creo que me he desnudado demasiado en tantas entradas anteriores, no voy a desgranar los detalles pues pertenecen a mi sagrada privacidad. Sí contaré que no hay nada mejor que sentir que en cada concierto alguien ha estado durante su larga preparación, que ese mismo alguien te ha escuchado atentamente y ha estado pendiente a la más mínima fluctuación, y no hablo de las notas, y que nada más abandonar el escenario encontraré su rostro y su sonrisa, y recibiré su cálido abrazo.
Por eso me cuesta tanto decir que soy solista, porque nunca me he sentido solo.

P.S.: Como siempre, un recuerdo en este día 7 de mayo a Brahms y, por qué no, a Tchaikovsky.

domingo, 4 de mayo de 2014

Prolongar el placer

Es probable que con este título reciba visitas expectantes que nada tengan que ver con la música. Bienvenidas sean.
Bueno, bromas aparte, mi intención realmente es esa, escribir sobre lo importante que es que dure todo lo posible una sensación que debería ser norma y que en demasiadas ocasiones nos parece inalcanzable. Más concretamente, me estoy refiriendo a lo que viene después de un concierto, que sin duda ha sido triunfal pues para eso lo hemos trabajado.
No siempre ha estado claro que al abandonar el escenario un pianista sale sonriendo y eufórico. Son muchos los casos en los que un pasaje, tres notas falladas o cualquier insignificancia nos tiran por tierra toda la labor previa y, peor aún, el propio concierto. ¿Por qué? Porque nos han educado así, en la perfección casi inalcanzable que sólo sirve para amargarnos la existencia más que para hacernos crecer cada día. Algo que en principio debería estimularnos se ha convertido en un veneno que mata lentamente.
Así que, lo primero que quiero dejar claro es que tenemos la obligación de salir contentos tras un recital porque casi nunca pasa nada. Hemos dado lo mejor de nosotros y el público ha salido encantado con nuestra música y nuestra entrega. Ya habrá tiempo para repasar los compases de siempre (dónde habré puesto las tijeras), esos que sólo a veces se nos atascan porque nos empeñamos en tocarlos más rápido de lo que debemos o podemos. La próxima vez los controlaremos, seguro, pero no podemos pasar de ahí, de un propósito de enmienda. Pero eso de salir con ganas de derramar sangre, propia o ajena, de un acto lleno de belleza y sensibilidad, no parece incompatible con una mente sana.
Sentada la base de que todo ha ido bien y estamos contentos, tenemos el deber de alargar este estado hasta el infinito, casi tanto como nos lo permitan nuestras ganas de vivir bien. La costumbre insana de analizar minuciosamente lo que ha ocurrido minutos antes con el pretexto de mejorar siempre un poco más, sólo sirve para aguarnos la fiesta. Y sabéis que llevo razón. Sobre todo cuando queremos ser más papistas que Francisco y nos convertimos en nuestros más severos y despiadados críticos. Repito, sólo es un mal hábito que debemos desterrar.
Cuando acaba el concierto y hemos recibido largos aplausos, y somos conscientes de que son merecidos, sin engaños, el buen hábito debe ser estar contentos con nosotros mismos, disfrutar el éxito, que parece que cualquiera puede hacer lo que nosotros. Y nos tiene que durar mucho más que unas pocas horas, hasta que nos levantemos al día siguiente. Nos tiene que durar hasta el próximo, nos tiene que durar durante el estudio, nos tiene que durar cuando analicemos nuestra actuación, nos tiene que durar en la convivencia con la familia y los amigos...
¿Por qué no probamos a que el piano nos dé alegrías duraderas? Todo sería tan distinto. No debemos rechazar lo bueno porque hay que empezar a pensar en el siguiente reto. Una cosa no quita la otra. Sería como un olor, como un aroma, de esos de infancia, que nos hacen rememorar la felicidad de golpe, y que podríamos transmitir cuando nos sentásemos la siguiente vez delante del teclado.
Y no sólo por el público, sino por nosotros, para nosotros.