domingo, 30 de marzo de 2014

Camila

Uno de los muchos regalos que me ha ofrecido la vida en el campo ha sido, el más reciente, un nuevo miembro en la familia. En los primeros días de enero, de manera casi impulsiva y en una decisión instantánea, las mujeres de mi casa me convencieron para dar el paso. De esta forma, una criatura de mirada cautivadora (aunque ahora mismo, mientras escribo, tenga los ojos cerrados y la cabeza apoyada en la alfombra) ha venido a iluminar aún más los días con su sola presencia.
Camila es el nombre repetido cientos de veces y a diario por los tres, ya sea jugando o persiguiéndola para quitarle lo que sea de la boca. Sus orejas dan a su rostro una expresividad cambiante que sólo provoca risas. No hay mayor placer que posar la mano tras ellas, acariciarlas y notar cómo relaja todo su cuerpo hasta la tranquilidad más absoluta, reflejando la confianza que, sin duda, tiene depositada en nosotros.
Tiene cuatro meses y medio y roza los veinte kilos de peso, cuando la idea que se tiene de un cachorro es de una bolita tierna y peluda que cabe en las manos. Ella no, ella no hace más que crecer y fortalecerse. No ha dejado de mudar sus dientes, pequeñitos y afilados, y ahora luce una dentadura que se afirma con cada día que pasa. Nos gusta poner nombre a las posturas que adopta mientras duerme, siendo las preferidas el modo 'croissant' y el modo 'Cordero de Dios', fieles reflejos de su significado más literal.
Su entrada en casa estuvo acompañada de cierta tristeza en sus andares y en su expresión. Se acababa de separar de su madre y de una hermana mayor, que también nos contaron que estuvieron cabizbajas unos días. Pero todo cambió en el momento que se paseó por delante del piano vertical, lacado en negro. Su oscuro reflejo hizo que se activaran todos sus sentidos y su breve pesar se transformó en ladridos menudos de los que no podíamos dejar de reírnos.
Casi lleva tres meses con nosotros y es como si hubiese existido siempre. Su porte es precioso y da muestras de su nobleza. Aún no he dicho que su raza es Mastín y que, aunque es de Beatriz, mi hija, en la práctica es de todos. El espectáculo de verla galopar sobre el trigo verde, que potencia su color hasta volverlo casi blanco, es un deleite para sibaritas y un gozo para el espíritu.
Lo que no tengo claro es si la estamos educando o es ella la que nos está acomodando a su rutina. Sus recibimientos son tan espectaculares y tan cariñosos que te hace olvidar lo que llevas en la cabeza. Si está dormida, pasa de inmediato a la carrera al oír la puerta y su rabo comienza un balanceo que, debidamente canalizado, podría generar energía para la casa entera.
Y en cuanto a nuestra música, la lleva bastante bien pues nos acompaña con sus aullidos, lo que garantiza la diversión.
Ésta es Camila, nuestra Camila, de quien ya no podemos prescindir. Y he querido escribir sobre ella para devolver la 'pelota' a mi querido amigo Jacobo Núñez Patiño, que hoy me ha hablado de 'Blacky'.

miércoles, 26 de marzo de 2014

Ligero de equipaje

Me estaba recordando Beatriz estos días la vida de Antonio Machado y no he podido resistir la tentación. ¡Hay tanto que aprender no sólo de sus textos sino de sus hechos! Mantuvo durante toda su existencia una coherencia que ya quisiéramos para nosotros.
Está claro que no creció en una familia normal y corriente, pues todos sus miembros eran especiales, comenzando por sus abuelos y siguiendo por sus padres. Lo curioso es cómo cada uno, a su manera, se dedicó en cuerpo y alma a lo que quiso sin importarle el rédito ni social ni económico.
Ninguno fue materialista, algo casi inconcebible no ya hoy sino casi nunca a lo largo de los siglos. Es más, tuvieron a mano una vida mucho más fácil y cómoda pero eligieron vivirla. Son incontables las anécdotas, contadas por ellos mismos y por los amigos que los frecuentaban, que aluden a la escasez de medios y a la abundancia de alegría. Como ejemplo y caso extremo, contaré que hubo una época en la que los hermanos Machado tuvieron que salir a la calle de uno en uno porque sólo disponían de un pantalón medio decente. O aquella otra en la que Antonio, estando en Madrid, iba a faltar a sus clases en un instituto de Segovia, y envió un telegrama anunciando que había perdido el tren 'hoy y mañana'.
De no haber sido por esta manera de ver la existencia, igual el abuelo no hubiese creado el primer catálogo de mamíferos en Andalucía o la clasificación de la avifauna de Doñana, que todavía son referente en la Universidad. O el padre, conocido por el seudónimo Demófilo, no habría contribuido de manera fundamental a la recuperación del folclore y a la catalogación de los palos del flamenco.
Sigo pensando que nuestra vida depende mucho de la educación que recibimos, por activa y por pasiva. No es nada fácil romper ataduras ni renunciar a las ideas que nos han inculcado. Pero, además, todo esto hay que llevarlo con la dignidad que concede creer firmemente en unos principios:
    Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito.
    A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
    el traje que me cubre y la mansión que habito,
    el pan que me alimenta y el lecho en donde yago. 


No hay nada más triste que contemplar su tumba en Colliure, que comparte con su madre, fallecida dos días después que su hijo. No puedo imaginar el dolor que supuso la guerra civil para una inteligencia tan privilegiada, para uno de los que mejor ha descrito España y a los españoles. Qué duro debió ser contemplar la barbarie y mantener la coherencia.

Pero él ya lo había escrito:
    Y cuando llegue el día del último viaje,
    y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
    me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
    casi desnudo, como los hijos de la mar.



Tal y como está el tablero de juego, igual podríamos replantearnos qué es lo esencial, qué hacemos aquí, y no seguir empecinados en roer el hueso que nos tiran a diario para tenernos entretenidos.
La última nota que le encontraron escrita fue:
Estos días azules, este sol de la infancia...

domingo, 23 de marzo de 2014

La Primavera

¡Ay, qué relumbres y olores!
¡Ay, cómo ríen los prados!
¡Ay, qué alboradas se oyen!

ROMANCE POPULAR.

En mi duermevela matinal, me malhumora una endiablada chillería de chiquillos. Por fin, sin poder dormir más, me echo, desesperado, de la cama. Entonces, al mirar el campo por la ventana abierta, me doy cuenta de que los que alborotan son los pájaros.
Salgo al huerto y canto gracias al Dios del día azul. ¡Libre concierto de picos, fresco y sin fin! La golondrina riza, caprichosa, su gorjeo en el pozo; silba el mirlo sobre la naranja caída; de fuego, la oropéndola charla, de chaparro en chaparro; el chamariz ríe larga y menudamente en la cima del eucalipto; y, en el pino grande, los gorriones discuten desaforadamente.
¡Cómo está la mañana! El sol pone en la tierra su alegría de plata y oro; mariposas de cien colores juegan por todas partes, entre las flores, por la casa -ya dentro, ya fuera-, en el manantial. Por doquiera, el campo se abre en estallidos, en crujidos, en un hervidero de vida sana y nueva.
Parece que estuviéramos dentro de un gran panal de luz, que fuese el interior de una inmensa y cálida rosa encendida.

(Juan Ramón Jiménez. Platero y Yo. Capítulo XXV, La Primavera).

miércoles, 19 de marzo de 2014

Gente corriente

La escena la tengo grabada como si hubiese sido ayer mismo. Juventudes Musicales había organizado un concierto en el Auditorio Nacional de Madrid para los ganadores de los concursos en sus distintas modalidades. Yo estaba presente, pero acompañando a una buena amiga, soprano, que se lució de lo lindo (es lo bueno que tienen las dificultades, que te creces). A la vez que nuestro recital se iba a desarrollar en la sala de cámara, en la sala sinfónica iba a actuar el pianista Bruno Leonardo Gelber, a quien reconozco haber oído poco.
En la zona común a las dos salas, oculta al público, había un par de pianos y, como no conozco a ningún pianista que se resista, allí fui a posar mis dedos para ver qué tal pulsación tenían, lo que me acarreó una reprimenda por parte de alguien del teatro porque se podía oír en las salas, ya abarrotadas. En esto, oigo un revuelo, levanto la vista, y veo venir hacia mí una comitiva encabezada por el susodicho concertista. La cabeza alta, muy seguro de sí mismo y un abrigo de pieles que para sí quisieran los osos polares. Le rodeaban asistentes, gestores, secretarias y no sé quién más, todos en actitud servicial y atentos a la menor señal. Era la imagen de un divo.
Durante muchos años he revivido esa imagen sin llegar a entenderla del todo. Además, no es la única porque se suele dar con bastante frecuencia. ¡Ha llegado el maestro! ¡Dejen paso, que viene! ¡Todos atentos!...
Nunca he sentido la necesidad de ligar a nuestra profesión ese plus de vanagloria, de superioridad, de tontería al fin y al cabo. Soy capaz de rendir pleitesía ante el arte pianístico y de derramar lágrimas sin vergüenza ninguna. Puedo reconocer la altura de quien sea en cuestión de segundos. Pero no soporto el servilismo que algunos necesitan a su alrededor, que van como levitando.
Cada vez que me han hecho una entrevista para un medio de comunicación o he tenido que mantener una conversación de cualquier tipo con las personas que gestionan un concierto, al final siempre me han comentado que daba gusto tratar con normalidad con un músico, hacerlo de manera natural. Y digo yo, ¿acaso hay otra manera de hacerlo? ¿No somos personas como todas las demás? Lo único que nos diferencia es nuestra profesión y, aun así, nos queda siempre camino por delante que recorrer.
Sé que cuanto más grande es un pianista más sencillo es su trato, y no entiendo que pueda ser de otra manera. Lo que ocurre es que, a menudo, los organizadores y sus invitados selectos quieren que la velada se revista de un halo de exclusividad y a mayor tontería mayor envidia para los que no han podido estar presentes.
O, peor aún, que el músico camufla entre tanta teatralidad sus deficiencias, que serán perdonadas más fácilmente o incluso negadas por venir de quien vienen, del 'maestro'.
Hasta que no se demuestre lo contrario, si todos somos iguales vamos a tratarnos como tales. La magia, en el escenario.

domingo, 16 de marzo de 2014

Juego limpio

Creo que nunca he sabido hacer trampas porque, en definitiva, me las habría hecho a mí mismo, y ya sabemos lo difícil que es engañarse. Podremos mantener el tipo y disimular, pero nuestra cabecita siempre nos dirá la verdad en cada momento.
Por eso me gusta que haya unas regla de juego, para que, al compartir con otros cualquier actividad, no existan los equívocos. Quiero que las cartas estén sobre la mesa, que se compita en buena lid y que se disfrute independientemente al ganador.
Esto viene como introducción a los comportamientos que en ocasiones tenemos de manera inconsciente o, mucho peor, consciente. No es de recibo hacer trampas, nunca, sobre todo si aireamos medias verdades o medias mentiras, según se mire.
Las relaciones humanas son complicadas y es posible que no podamos vivir del todo relajados, que siempre nos puede venir el dardo por donde menos lo esperamos. En concreto, la relación que se establece en la enseñanza del piano, tan individual, tan personalizada, suele venir acompañada de distintas etapas que, como en el amor, sólo una delgada línea las separa del odio.
Es importante valorar aspectos como la edad, la sensibilidad, la fortaleza, la inteligencia, entre otros, para definir con exactitud el entramado emocional inherente a nuestro aprendizaje. Suele darse una entrega ciega del alumno hacia el profesor, acompañada de una idealización tan grande, que más que a un maestro veremos delante a un dios. Así, cada comentario que de su boca salga será interpretado al pie de la letra, lo que nos llenará de felicidad cuando es positivo y nos frustrará sobremanera cuando contenga alguna sombra.
Creo que, con el tiempo, vamos normalizando porque las ideas y apreciaciones de quien nos guía se van convirtiendo en repetitivas, lo que redunda en afianzar nuestra entendimiento del piano. De ahí que mantengamos las maneras por muchos años, incluso por siempre. Y cuando, llegado el día, como cualquier ser vivo, nos entren las ganas de alzar el vuelo, el buen profesor debe saber soltar y estar orgulloso de lo que ha ayudado a crecer y convertirse en pianista casi de la nada.
Quizás sea esto un muy breve resumen de lo que ojalá fuera norma. Pero no me gusta cuando de una parte o de otra se enturbia la relación porque malinterpretamos el lenguaje, verbal o corporal, y salimos corriendo a dar cuartos al pregonero para hacer pandilla. Si hay malentendidos hay que solucionarlos entre los implicados, cara a cara, inmediatamente. Si nos da un arrebato, tenemos que controlar la ira y la maledicencia, que después es muy difícil reparar el daño. Si queremos camuflar la impotencia de no dar la talla, por el motivo que sea pero es un problema nuestro, no está bien ir contando por ahí el infierno que nos están haciendo pasar sin antes haber meditado un poco las razones verdaderas.
Soy inflexible en cuanto a la responsabilidad que adquiere un profesor por el material que tiene en sus manos, sensible y de calidad, pero lo soy mucho más cuando un alumno pone en marcha el 'ventilador' para manchar una labor larga, dura y muchas veces ingrata, por una pataleta infantiloide incompatible con la madurez y el crecimiento.
Las reglas del juego son claras y sólo queda practicarlo con limpieza. Todo lo demás son fullerías que no sirven para nada.

miércoles, 12 de marzo de 2014

Siempre me quedará París

Nada más llegar a París, a la cita que tenía concertada con Marian Ribycki, las vibraciones no pudieron ser más positivas. Nada de miedo, nada de nervios, nada de tensión. La entrevista estaba siendo de lo más agradable y fructífera, y sólo quedaba un pequeño requisito para que me admitiese en su clase de la École Normale de Musique: tenía que tocar para él, ya que la recomendación que llevaba era muy cariñosa pero podía no tener fundamento.
Dicho y hecho. En su casa, situada justo al lado de la Torre Eiffel, me senté ante uno de sus dos Steinway y comencé con la Segunda Sonata de Chopin. Estaba sintiendo algo desconocido para mí y era la tranquilidad más absoluta a la hora de interpretar lo que fuera para un profesor. Llegué a pensar que podía ser incluso un poco de aturdimiento por el viaje, la emoción, las ganas y todo eso, pero liquidado el primer movimiento, seguí en la misma tónica. Estaba, además, disfrutando.
Le toqué un par de piezas más, de otros estilos y, como no podía ser de otra manera, me acogió con los brazos abiertos. Acto seguido hicimos nuestros planes para cuadrar las agendas (yo iría cada mes a París en vez de residir allí; para eso era ya un poco tarde). Luego me invitó a comer al Bistró de la esquina donde supe pedir pero comprobé que aún tenía lagunas, y grandes, con el francés. El filete de ternera, de aspecto suculento, estaba 'al punto', es decir, rojo sanguinolento tras la vuelta y vuelta. Eso sí, uno está muy bien educado y, lejos de rechazarlo, y gracias a eso mismo, probé una de las carnes más tiernas y sabrosas de toda mi vida.
A lo largo de los meses, en los sucesivos encuentros, además de preparar repertorio nuevo, quise tener una segunda opinión de obras ya trabajadas. Conforme iba conociendo su manera de enseñar y su opinión musical, noté que conjugaba a la perfección el rigor más severo con la libertad más absoluta. Parece contradictorio pero tiene todo el sentido.
La base técnica que permite el discurso musical no podía tener ninguna fisura. Si eso estaba bien, mi opinión la valoraba tanto como si fuese la suya. O sea, que podía tocar tal y como lo sentía, siempre que no cometiese ninguna burrada. Hasta ese momento, el repertorio tenía prácticamente una sola manera de interpretarse, con márgenes muy cerrados, la mayoría de las veces por la diferencia innata a cada pianista, pero bien, lo que se dice bien, sólo estaba el modelo.
Marian me regañaba cariñosamente cada vez que me veía hacer algo que traía impuesto o aprendido de antiguo. Me exigía hacer valer mi manera de sentir. ¿Sabéis lo que es eso? ¡Un profesor de nivel valorando mi manera de tocar el piano y pidiéndome que fuese fiel a ella, es decir, a mí mismo!
Cada vez que salía de las clases necesitaba andar largamente por las calles parisinas (esto sólo lo pongo para dar un poco de envidia). La inseguridad que traía grabada a fuego no tenía sentido. Este hombre sólo me veía cosas buenas y positivas, y todo era posible. Sus comentarios, además, eran precisos y muy valiosos.
Tardé poco tiempo en comprender muchas cosas pero mucho en cambiar el chip cerebral. La educación recibida largamente había dejado una huella imperecedera y la lucha iba a ser larga y constante. No obstante, sentí que la correa que me ataba al pasado se soltaba y quedaba libre. No es lógico que tengamos una preparación tan exhaustiva y no nos consideremos capaces de volar solos.
Así lo entendí, y gracias a mucho esfuerzo y también a estos sabios consejos comprendí que tocar el piano era posible, ya que no hay sólo una única manera, y todos y cada uno de nosotros somos tan valiosos como el que más.

domingo, 9 de marzo de 2014

Tiempo al tiempo

La Gruta de las Maravillas, situada en Aracena (Huelva), contiene imágenes imborrables de estalactitas, estalagmitas, cortinas y otras formaciones geológicas que se han moldeado pacientemente desde el periodo Cámbrico, unos quinientos millones de años atrás. 
Actualmente vivimos de una manera tan apresurada, tan frenética y tan práctica, que imagino que si fuésemos testigos directos del comienzo de la creación de una maravilla similar, inmediatamente llamaríamos a unos expertos cualificados para que nos eliminaran definitivamente esas manchas de humedad y las goteras correspondientes.
Cada vez me resulta más difícil conciliar el ritmo diario con lo que yo entiendo que debe ser el pausado discurrir de la vida artística. Tanto el estudio como la creatividad necesitan de paz interior y de, sobre todo, tiempo, eso que los americanos y sólo ellos saben valorar con una frase tan suya: 'gracias por su tiempo'. Por eso, por ejemplo, son capaces de apreciar la artesanía, el trabajo manual y, en nuestro caso, la música. Por aquí pensamos que ese trabajo añadido, el que no se ve, el que realizamos en casita, viene como por arte de magia y, como mucho, entra en ese saco de 'como a ti te gusta...'.
Por otro lado, el tiempo también nos es imprescindible a los pianistas (y músicos en general) para que la suma de las cualidades individuales con el estudio constante den su fruto. En alguna ocasión he comentado la ansiedad que puede llegar a crearnos el contemplar a determinados monstruitos engullir y digerir (aquí tengo yo mis dudas) a la velocidad de la luz esos obrones que nos cuestan sudor y lágrimas (la sangre la dejamos para el exceso de glissandi). Siempre he pensado y constatado que la velocidad no sirve para nada, en ninguna de sus acepciones. Ni es buena para interpretar como un caballo desbocado, que siempre acaba tropezando, ni tampoco para aprender y comprender en profundidad cualquier pieza de nuestro repertorio.
Si se aceptan estos pensamientos como premisas, cualquiera de nosotros puede llegar a ser pianista independientemente del ritmo de aprendizaje, así de sencillo. ¿Qué más da si tardo seis o siete meses en tocar, por ejemplo, la Sonata en si menor de Liszt? ¿Lo hará mejor el monstruito que se la engulla en quince días? ¿Su versión estará más cualificada que la mía?
Cuantos más años voy cumpliendo más observo lo absurdo de un sistema de enseñanza que premia el exhibicionismo y lo prodigioso, aunque por otro lado vaya pregonando que lo importante es hacer buena música. Sé de lo que estoy hablando. Si se tarda un poco más en entender un universo, que no está al alcance de cualquiera, qué importa. Lo fundamental es poder llegar a hacerlo y, más aún, poder desarrollar la práctica musical.
El problema viene cuando, por no aceptar esta posibilidad, multitud de jóvenes ilusionados ven frustrada su carrera, en muchas ocasiones autosugestionados, al cuantificar de manera física los resultados: si tengo equis semicorcheas por compás y el metrónomo a punto de reventar, la obra debe durar dos minutos y medio o me suicido. Y eso es lo que hacemos: semi-suicidarnos porque la vida que queríamos vivir la tiramos a la basura absurdamente.
Por favor, usemos la cabeza. El Arte no tiene edad. Ni siquiera comparación entre artistas. Cada uno debe valorar y medir sus capacidades, dedicar un sano esfuerzo para avanzar y permitirse a sí mismo, con el quizás mayor ejercicio de libertad y generosidad, la posibilidad de vivir como quiera.
Ya sabemos que, si no lo hacemos, los que llevan las riendas de todo el cotarro van a procurarnos la infelicidad más absoluta.

miércoles, 5 de marzo de 2014

ALMACLARA (III)

No puedo reprimir la tentación de volver a comentar el proyecto que mi hija se trae entre manos, y no penséis que es por el vínculo indisoluble, que un poco también, sino mucho más por una actitud que con escasísima frecuencia se da entre los pianistas.
Nosotros siempre estamos dale que te pego a las teclas, que todo es dificilísimo y necesita estar un poco mejor todavía, así que, nunca tenemos tiempo para nada que no sea el estudio. Es verdad que después eso se nota a la hora de tocar: el pundonor, la seriedad, la rigurosidad..., eso es un pianista. En resumen, y ya lo he comentado muchas veces: un pringado.
Esta tarde, a las 20,30 y con entrada libre, en la Sala Joaquín Turina de la Fundación Cajasol, que está en la calle Laraña de Sevilla, la Orquesta de Cámara de Mujeres ALMACLARA cierra el ciclo de conciertos que desde el pasado verano 'gira' en torno a la figura de María Callas. Han sido tres encuentros, que por ahora es el sistema de trabajo de la plantilla orquestal, con sus correspondientes ensayos y conciertos.
Desde mi perspectiva de pianista, cuando observo el descomunal trabajo que implica este proyecto, no es que me resulte imposible, me resulta inimaginable. Nada más que el tiempo que debe pasarse contactando y coordinando al grupo de cuerda no me pasa ni por la cabeza.
Pero aquí no acaba la cosa: Almaclara también engloba otras ideas y realidades. Emanando de la propia orquesta, ha creado el Cuarteto Almaclara, que acaba de estrenarse este mismo lunes con una obra emocionante e insuperable: el Réquiem de Mozart, en transcripción para cuarteto de cuerda de Peter Lichtenthal (leéis bien, el cuarteto el lunes y el miércoles la orquesta).
Creo que está claro que es una cuestión mental. Ya lo he escrito muchas veces y no me cansaré. Si los pianistas tuviésemos el crecimiento con la seguridad que tienen otros instrumentistas, nadie podría pararnos y estaríamos en constante ejercicio de la profesión sin mayor problema. Pero no, nosotros nos pasamos la vida puliendo cada obra hasta el infinito y viendo sólo las pegas que nos impiden subir al escenario. Así, nunca estaremos preparados y no sabemos salir del círculo vicioso.
Hace unos días comenté que Almaclara también tiene su Coral Infantil, que crece poco a poco con cada concierto. Cada vez que actúa hay algún niño (o padre) interesado en apuntarse dado el resultado y el ambiente de disfrute que se respira.
Para completar un poco más, ha decidido poner en pie una línea pedagógica y otra de solista llamada Almaclara a Escena, pues los conciertos llevan un añadido teatral para crear un espectáculo más completo y, evidentemente, distinto a lo habitual. De esta manera consigue que un público a priori reacio a tragarse un concierto de violonchelo solo, ni se mueva de su butaca como hipnotizado por lo que contempla y oye.
Voy a parar, que aunque lo haya negado al principio, creo que se me está notando demasiado que es mi hija (y a mucha honra).
Los que tengáis tiempo y ganas, aún podéis escuchar el precioso programa de esta tarde en Sevilla. Si no es así, seguro que el nombre de Almaclara os lo iréis encontrado cada vez más a menudo.

Cuidado con lo que sueñas, que puede hacerse realidad.

domingo, 2 de marzo de 2014

Grand Piano

Anoche estuve viendo la película Grand Piano, y voy a aprovechar para comentar algunas cositas. Bueno, si podéis, echadle un vistazo para juzgar por vosotros mismos y así poder opinar.
Me gustó la elección del instrumento, un Bösendorfer Imperial, con 97 teclas y casi dos metros y medio de longitud. He tocado varios aunque el que más y mejor recuerdo es el de la Caja Rural de Granada, donde Juventudes Musicales celebraba casi todos sus conciertos. Siempre tenía que acostumbrarme al mirar hacia el extremo izquierdo, con esas nueve teclas de más de color negro. Era como conducir un camión de esos enormes, aparentemente muy pesados pero muy cómodos.
La escenificación del concierto me resultó cercana a una función didáctica en la que se va comentando con el público cualquier cosa, como si estuviésemos en el salón de casa. ¿Y por qué no? ¿Por qué tenemos que sufrir esa tensión añadida? ¿Qué hay de malo en presentar las obras o resaltar algún aspecto determinado? En cuanto empiece la música ya los sentidos se irán solitos a otro estado de concentración. En cierta manera, es similar al 'sacrilegio' del aplauso entre movimientos: ¿por qué no si al público le gusta?
Mi hija y yo nos mirábamos (y sonreíamos) cada vez que el pianista hablaba, vía pinganillo, con quien lo tenía enfocado a través de la mira telescópica de su rifle. Ya podía ser un pasaje lento, rápido o endiablado, que la conversación fluía como si delante, en vez de un piano, tuviera una taza de té. Si cuesta cantar cuando la melodía es distinta al acompañamiento, hablar sin llevar el ritmo es casi imposible. Igual son habilidades que podemos desarrollar, estoy seguro.
El punto que más jugo tiene es el del miedo escénico. Al parecer, el pianista llevaba cinco años sin tocar en público tras haberse quedado en blanco al final de una obra que sólo el compositor y él eran capaces de abordar, dada su dificultad: La Cinquette. Con toda la sorna, el interlocutor del pinganillo, o sea, el malo de la película, le dijo que ahora sí lo iba a sentir de verdad porque, si fallaba una sola nota..., moriría. Tras esas palabras amenazadoras, cualquier motivo para estar nerviosos queda relegado a la nada. Igual es una manera de relativizar esa lista interminable de miedos absurdos que nos bloquean y en demasiadas ocasiones nos impiden subir a un escenario. Se entendería que, ante un tiro entre los ojos, tuviésemos miedo, pero por nada más. Como está claro que nadie se iba a entretener en dispararnos, se acabó el miedo escénico. Terapia de choque que se llama.
Dentro de este juego, el director de la orquesta, para tranquilizar al pianista, le dijo literalmente: el público no se da cuenta si fallas una nota. Y lleva toda la razón, pero ni una, ni dos, ni muchas más. Ese asunto de la limpieza es algo personal, como un reto permanente que tenemos cada vez que tocamos. Pero si convertimos un leve roce o una buena 'gamba' en condiciones en elementos negativos, sólo iremos acumulando inseguridad para las próximas ocasiones. Todo el mundo falla alguna vez y, sabéis qué: no pasa nada. Lo importante es hacer buena música.
Y si tenéis ganas de verla, también podréis opinar sobre la colocación del piano detrás de la orquesta, bien en alto, a lo Lang-Lang. Y, lo mejor de todo, con partitura.
¡Ale!, a tocar y a disfrutar.