miércoles, 29 de enero de 2014

A corto plazo

Estaba releyendo antiguas entradas (tras dos años y doscientas quince entradas a mis espaldas, ya puedo decir antiguas) y paré mi vista sobre Un respiro. (Creo que yo mismo voy a tener que leerme con más detenimiento y hacerme caso, que parece a veces que el que escribe es uno y el que toca es otro).
El caso es que estaba recordando cómo organicé mi último curso de carrera, el famoso 10º, para el que tan sólo conté con poco más de seis meses. Decidí que la mejor manera sería dividir las semanas en función de las obras que tenía que preparar, ya fueran sueltas o por movimientos. De esta manera establecí unos plazos muy ajustados en los que tenía, sin más remedio, que obtener el resultado previsto. De no ser así, el examen tendría que esperar para septiembre o, en el peor de los casos, para el curso siguiente, algo para lo que ya no me quedaban fuerzas ni ilusión (cuando todo te suena familiar y repetitivo es difícil conservar el estímulo).
Años después he necesitado en muchas ocasiones recurrir a este sistema cuando el encargo de concierto tenía una fecha próxima. Y he comprobado sistemáticamente que se puede hacer cualquier cosa, o casi. No sólo tocar de un día para otro recogiendo alguna obra olvidada, sino preparar un recital completo para sustituir algún imprevisto. Y digo completo porque quien llamaba ya contaba conmigo en la programación y no era cuestión de ofrecer dos programas idénticos.
Para estas alteraciones en el estudio (y en la vida) no sé si estamos preparados porque hasta que no sucede y nos ponemos a ello no podemos comprobarlo. De lo que sí estoy seguro es que, si hemos sido capaces de organizarnos en un corto periodo de tiempo y alcanzar la meta, tenemos capacidad de eso y mucho más.
El problema viene cuando los miedos o, sencillamente, la pereza, nos invaden el ánimo y reculamos con el pretexto del escaso margen temporal. No digo que haya que pasarse la vida entera a este ritmo, no fuéramos a agotar el repertorio pianístico, pero sí que durante esa larga (pero limitada) temporada llamada juventud, en la que las ilusiones y las ganas son infinitas, todo el rendimiento que se pueda sacar nos vendrá de lujo para cuando la grasa comience a establecerse alrededor de nuestro ombligo. 
Vuelvo a insistir en lo necesario de tener claros los objetivos desde muy pronto para no dar palos de ciego. Imaginad esos deportes de competición en los que con dieciocho años ya eres demasiado mayor, del tipo gimnasia rítmica. Una previsión deficiente sólo logrará que se nos quede la cara de pasmados.
Aunque un buen profesor estará al tanto de todo, entre otras cosas porque ya pasó por ahí, es conveniente que nosotros tomemos las riendas lo antes posible, y se puede porque ya, desde muy pronto, hemos tomado conciencia del contenido de esta larga carrera.
No hace falta abarcarlo todo, para qué, pero igual podríamos empezar a medir nuestras capacidades con pequeños retos. Comenzar un largo curso con un largo programa puede llevarnos a sorpresas negativas cuando nos queda un mes escaso para el final. 
Total, ya que hay que estudiar, al menos que nos cunda.

domingo, 26 de enero de 2014

Regalos

Cuando los compromisos de concierto obligan, no hay más remedio que dedicar la mañana del domingo al estudio. Pero eso no implica que todo el día haya que pasarlo obsesivamente en torno al piano. Veinticuatro horas dan para mucho y es mejor dosificar y ordenar para no caer en el aburrimiento.
Nada mejor que una tarde de primavera en pleno invierno para que el sol alimente los huesos y el espíritu. Acabo de llegar de dar un largo paseo por los caminos que rodean el pueblo, y ya empiezan a verdear los campos. Es milagroso cómo unos cuantos chaparrones logran dar vida a cientos de hectáreas desnudas. En el aire cálido flotaba la densidad de la futura exuberancia.
Al finalizar el camino de la Cruz del Puerto, donde desde lo alto comienza la bajada hacia la Ermita del Valle, me han sorprendido las primeras flores de los almendros. Cuando se habla de los pequeños placeres que todos tenemos al alcance, no siempre hacemos caso y los disfrutamos. Con el cielo salpicado de leves nubes, el blanco destacaba sobre el celeste intenso, mientras un suave pero constante zumbido anunciaba a las abejas incesantes.
La cabeza se despeja y la perspectiva del cercano concierto se vuelve más liviana. Todo se relativiza, mucho más si la conversación tiene como interlocutora a Beatriz, mi bálsamo.
De repente alza el vuelo trabajosamente una perdiz de buen tamaño, a unos escasos cuatro metros de distancia. Diez pasos más adelante, un grupo emprende la carrera por los surcos del arado. Y no perdemos de vista otra que nos precede, unos veinte metros por delante, que prefiere correr a volar.
Mientras, el esfuerzo de nuestras piernas logra revitalizar todo el cuerpo. No hay nada que supere a esta dosis de oxígeno, a buen seguro de una calidad excepcional.

Y aquí os dejo un regalo:

FLOR - del almendro



Flor del almendro temprano:

preliminar inocencia.
Aún no ha hecho el frío cano
discursiva su abstinencia.
Aún la verde diligencia
es ociosidad sutil;
y ya, a pesar del hostil,
en su detrimento, enero,
por su testigo primero
se propone blanco abril.
(Miguel Hernández)


miércoles, 22 de enero de 2014

Heridas

Nos dicen lo importante que es leer, la lectura, ya sea como entretenimiento, como placer o como formación, y creo que cada libro tiene de todo un poco. Vivo cerca de la buena literatura con lo que Beatriz se encarga de poner en mis manos, y no dejo de encontrar párrafos cargados de sabiduría de escritores que no han hecho otra cosa que vivir y observar para después contar. Por eso estoy convencido de que tenemos que ampliar nuestro espectro y salir de lo estrictamente musical, ya sea en forma de biografía o de estudio más técnico.
Como muestra, traigo aquí otra idea de F. Scott Fitzgerald que me ha dado otra perspectiva sobre las cargas del pasado:

"Se habla de que las heridas cicatrizan, estableciéndose un paralelismo impreciso con la patología de la piel, pero no ocurre tal cosa en la vida de un ser humano. Lo que hay son heridas abiertas; a veces se encogen hasta no parecer más grandes que un pinchazo causado por un alfiler, pero siguen siendo heridas. Las marcas que deja el sufrimiento se deben comparar más bien a la pérdida de un dedo o la pérdida de visión en un ojo. Puede que en algún momento no notemos que nos faltan, pero el resto del tiempo, aunque los echemos de menos, nada podemos hacer".
(Suave es la noche, de Francis Scott Fitzgerald).

Nos pasamos años con el convencimiento, muy extendido, de que el tiempo todo lo cura y no nos paramos a pensar que basta el más mínimo detonante para que los fantasmas y los recuerdos nos asalten cuando menos lo esperamos. Y tras leer este párrafo he entendido que no es tan sencillo dejar atrás prácticamente nada. Tal vez una férrea disciplina emocional nos ayudará a seguir con nuestra vida, incluso la memoria selectiva, pero las huellas de lo vivido nos acompañarán como las arrugas en el rostro.
Quizás el problema radique en que cuando somos jóvenes poseemos tanta fortaleza natural que es difícil tumbarnos. Pero si supiéramos que ese desgaste, ese daño, no nos va nunca a abandonar completamente, igual aprenderíamos a protegernos convenientemente. Y ahí creo que está la clave, en no dejar que nadie, desde su clara posición de ventaja, pueda siquiera arañar nuestra lustrosa superficie.
No debemos consentir que nadie nos hiera emocionalmente. Habrá que estar en guardia permanente pero siempre será mejor que entregarse confiadamente y sufrir por el resto de nuestros días. Ya que es tan difícil controlar la cabeza al cien por cien, será preferible tener claras unas cuantas cosas para verlas venir y alejarnos lo más posible del peligro.
Después, está claro, "nada podemos hacer".

domingo, 19 de enero de 2014

Comienzos

Dicen de la gente mayor (dicen...) que sus recuerdos retroceden conforme avanza la edad. Su vida mental camina hacia la juventud y la niñez, no sé si en busca del paraíso perdido o de las fotografías que el tiempo se encarga de retocar.
No sé por qué, me han venido hoy a la memoria unas caras y unos nombres que fueron los que me dieron la mano para comenzar a andar en este mundillo de la música. Del primero de todos sólo tengo la visión de un piano de pared antiguo, una bombilla de no más de cuarenta vatios al final de un largo cable que colgaba del techo, y la partitura de la Sociedad Didáctico Musical con los ejercicios básicos para soltar los dedos. Monotonía y aburrimiento. Al poco, don José Martínez Carmén se hizo cargo de mis estudios de Solfeo. Fue un gran violinista que contaba haber pertenecido a la orquesta de cámara del rey Alfonso XIII. Tenía genio y un carácter fuerte, pero conmigo era muy cariñoso (quizás porque me lo merecía). Imborrable la imagen de su hija Carmen llegando puntual a las seis de la tarde con el termo lleno de café con leche y un paquetito de galletas María. Era su merienda, acompañada del inevitable ofrecimiento ¿ustedes gustan?, al que siempre respondíamos con el educado ¡que aproveche! A pesar de su avanzada edad, allí estaba siempre al pie del cañón.
El piano, tras ese nebuloso recuerdo, pasó por varios profesores. Emilio de Mera Margotón, magnífico oboísta, que también tocaba el piano, claro está, fue quien me ejercitaba los ejercicios más típicos, escalas incluidas, y las primeras obritas impresas en la segunda parte de los volúmenes siguientes del mencionado método. Don Joaquín Villatoro, a la cabeza del conservatorio de Jerez, comenzó a abrirme el horizonte con Béla Bartók, Debussy, Schumann, Albéniz, Mozart, Beethoven, Granados... (voy a resistir mi tara de nacimiento y no los voy a colocar en orden cronológico). Compositor, director de orquesta y pianista (parte de su formación la realizó con Alfred Cortot en París), supo ver en mí lo que ni yo sabía que tenía. Fue él quien decidió presentarme en público con el Re menor KV 466 de Mozart para piano y orquesta con sólo trece años. La perspectiva hace valorar cada hecho concreto y sus consecuencias (de ahí, uno de los violinistas invitados que venía de Sevilla convenció a mis padres de la necesidad de ampliar horizontes). También me inició en la Armonía y soy consciente de que con otra edad hubiera sacado mucho mayor partido a sus enseñanzas. De su inmenso cariño también fue partícipe su mujer Beatriz, compañera infatigable de su vida a veces azarosa.
El hijo de ambos, Alejandro, pianista formado en el Real Conservatorio de Madrid y avanzado compositor, también tuvo culpa de mis progresos. Cómo no recordar sus cigarrillos encendidos sobre las últimas teclas del Yamaha, que acababan dejando en el descuido musical una huella parduzca.
Estas personas lograron mantenerme en el estudio de la música, al igual que los cientos de profesores que hoy ejercen en los conservatorios elementales haciendo el trabajo lento, pesado, aburrido e ingrato. Qué poco solemos valorar esta labor y qué pronto nos olvidamos de ellos en favor de algún nombre con un poquito de más lustre. Yo mismo, con la excusa de abreviar el texto del curriculum, opté en su día por suprimirlos y siempre me quedó la sensación de ingratitud.
Sirvan estas líneas de recuerdo entrañable y cariñoso de unos hombres y una época que, sin ser el conservatorio de Moscú, ni falta que hacía, llenaron mis primeros años musicales y estoy orgulloso de que aparezcan nítidos en mi pasado.

miércoles, 15 de enero de 2014

Sacrificio

Joaquín Petit, presentador de televisión y productor, con quien ya había grabado un programa monográfico dedicado a Manuel de Falla y presentado por Rafael Alberti, me llamó a casa porque tenía en la cabeza realizar otra tanda de conciertos televisados. Me pidió música de cámara, más concretamente, un trío. En ese momento sólo tenía dúos (violín, violonchelo, voz, oboe y flauta), así que, tuve que idear una nueva formación con la que pudiese ensayar sin problemas y que tuviese cierta originalidad y atractivo. Además, el repertorio debía ser anterior al siglo XX para no generar derechos de autor, por aquello de economizar.
Al final pude concretar un grupo de flauta, violonchelo y piano, con el que interpretaríamos varios Tríos de Joseph Haydn. Dos buenos amigos se mostraron encantados y nos pusimos manos a la obra (o debería decir a 'las obras'). Parecían más fáciles en el papel, ya sabéis, esa eterna trampa del periodo clásico, todo claridad.
Cada uno tenía su trabajo y otras ocupaciones, por eso teníamos que recurrir a matinales y a fines de semana. Sacar tiempo al tiempo.
Uno de los días coincidió que el violonchelista venía con la cabeza saturada por la responsabilidad de su profesión y, tras varias horas tocando, encontró bastante alivio aunque no el suficiente. Me miró con una sonrisa socarrona y me invitó a comer por ahí (el flautista tenía otros compromisos). Imposible rechazar la propuesta.
Dicho y hecho. Nos subimos a su coche, que parecía saberse el camino de memoria, y en unos cuarenta minutos llegamos a una venta en la carretera que une Medina Sidonia con Paterna de Rivera. Estábamos prácticamente solos y más que me dejó porque desapareció en la cocina. Previamente me había preguntado si me gustaba la carne, asintiéndole con un buen crujido de estómago. Volvió en unos minutos, también salivando, y aprovechamos para dar cuenta de una ensalada tamaño familia numerosa. Al poco veo acercarse a la camarera, resoplando y mirándonos con cara de espanto. Traía una fuente en cada mano, que colocó con dificultad ante nosotros, y ahí la cara de espanto fue la mía. Rebosando el plato yacía (nunca mejor dicho) un chuletón tamaño brontosaurio.
Mi amigo había elegido con el cocinero la pieza de carne a cortar, marcándole el grosor. Un kilo y cuarto cada chuleta. Lo miré, sonrió y me aconsejó comer despacio pero sin miedo. Hasta hoy conservo este récord pues no me he atrevido a superar la hazaña, ni siquiera a repetirla. La fuente de patatas fritas hubiera dado de comer a un colegio. La faena fue abundante y adecuadamente regada, y rematada con un postre la mar de ligerito: tocino de cielo.
Cuando pedimos el café de rigor para despejar la modorra, él se sacó un purito y por fin pareció tener otra cara. A Dios gracias que conducía él, así mi digestión podría seguir un ratito más sin otra distracción mental.
Ya veis qué buena manera de desconectar. Cada vez que he podido he visitado la venta que, por si os interesa, se llama 'El Sacrificio', que no el nuestro, sino el que le costó al propietario ponerla en pie.

domingo, 12 de enero de 2014

Sanlúcar de Barrameda (II)

Sanlúcar tiene para mí mucho más que la sonata que Turina le dedicó. No es éste el sitio para mencionar su manzanilla, los langostinos, las bandejas de pescaíto frito, su playa, los pasteles, los helados y tantas otras delicias. Me refiero a que, ya que voy, aprovecho para satisfacer mis sentidos. Pero son otros los recuerdos que desde hace muchos años van conmigo.
Recién comenzada mi carrera como pianista se fundó la asociación de Juventudes Musicales. Un buen grupo de amantes de la música y de músicos, muy jóvenes y llenos de entusiasmo, querían que en su ciudad estuviera presente la música clásica de una manera estable y continua. Así, poco a poco, comencé a dar mis conciertos dentro de su programación.
No sé si sabré expresar la magia de todo aquello. Para empezar, la sala elegida era el vestíbulo principal del Palacio de los Infantes de Orleans y Borbón, que, antes de ser restaurado para dar cabida al ayuntamiento, conservaba un sabor muy especial. La sonoridad, la luz, el silencio, hasta el aire que se respiraba, eran evocadores.
A esto había que añadir la felicidad reinante propia de la ilusión juvenil, la de todos, la mía como pianista y la de ellos como organizadores. Yo no escatimaba en programas, casi siempre en solitario, aunque cada vez que podía y compartía escenario con algún otro instrumento, allá que íbamos. Reconozco haber disfrutado muchísimo con cada recital ya que nos unía una visión romántica de la práctica de la música. Todo era posible, sólo había que soñarlo y desearlo.
Allí fueron también los primeros conciertos que escuchó mi hija con apenas un año de edad. Beatriz aprovechaba la hora de su cena para entretenerla ya que aguantaba la primera parte sin rechistar, hasta que le crujía el estómago y tenía que sacarla. Pero así se acostumbró a permanecer callada e incluso a gritar un ¡bravo! en medio del silencio que arrancó las carcajadas de todos los asistentes y de su orgulloso padre.
Para añadir otro elemento anímico, fue también en Sanlúcar donde estrené un buen número de las obras que mi amigo Salvador Daza había compuesto. Tampoco te hablan de esto durante la carrera. Cuando tus compañeros entran a formar parte de tu vida musical en forma de compositor o director de orquesta, ves cómo un círculo mágico comienza a vislumbrarse y a cerrarse. No hay palabras para esta experiencia. Quizás uno de los momentos más representativos fue el estreno de su Fantasía para piano y orquesta 'Santa María de Humeros', junto con la Orquesta Filarmónica Nacional de Bielorrusia, dirigida por Víctor Dubrovsky. Cuántos nervios y cuánta emoción. Eso sí, tras todas las actuaciones llegaba la esperada celebración gastronómica. Si los sevillanos siguen invadiendo Sanlúcar año tras año será por algo. 
Así fuimos forjando una amistad que todavía perdura. No sé si puedo decir lo mismo de ninguna otra ciudad porque no es fácil ni frecuente que coincidan tantas circunstancias. Ahí estarán siempre Salvador, Regli, Alfonso, Conchi, José Antonio, Menchu, Hilario, Inmaculada, Beatriz, Pepín, Agustín y muchos más que se fueron incorporando con los años.
A todos ellos, mi gratitud, mi cariño y amistad.    

jueves, 9 de enero de 2014

Sanlúcar de Barrameda

El nombre de esta evocadora y luminosa ciudad, de larga y jugosa historia, lo usó el compositor sevillano Joaquín Turina para una de sus obras pianísticas más difíciles y emblemáticas. La Sonata Pintoresca Sanlúcar de Barrameda vino a mí, como en tantas ocasiones ya, por casualidad.
La partitura la encontré en uno de mis viajes a la capital del reino (como se decía antes), en los que me gustaba aislarme en el Real Musical o en la Unión Musical de la calle Arenal. Primero iba flechado hacia los autores indiscutibles y así seguir completando la biblioteca para, después, con las yemas de los dedos negras de tanto tocar el material (más bien el polvo que lo recubría), investigar por los compositores menos frecuentados. Gracias a este sistema he podido acceder a obras y músicos que hoy me son imprescindibles. Cada vez que podía y tenía un pequeño capital, lo invertía en estas obras que, aunque aún desconocidas por mí, tras recorrer con la vista y el cerebro sus páginas, sabía positivamente que, tarde o temprano, caerían en la 'saca' del repertorio (para esto sirve oír leyendo).
El tamaño de la edición era enorme, con papel del de verdad, incluso algo amarillento. Un poco incómodo pues no cabe en una carpeta normal, pero muy útil para cuando los años comienzan a dejarse notar en la vista.
De repente, un buen día, recibo una petición para un concierto a realizar en un congreso que se celebraba en Cádiz con el lema 'Cádiz y el Mar'. Como buen profesional, me estrujo la cabeza buscando un programa que pueda tener relación con los urbanistas que me iban a escuchar y no se me ocurrió nada mejor que juntar obras cuyo título sirviera de excusa. Imagino que ya estaréis pensando en Albéniz, con las piezas de la Suite Iberia y la Suite Española, pero no me servían para la idea que iba tomando forma. Sólo pude salvar Cuba y la propia Cádiz, pero con esto no tenía ni para empezar. 
Como también quise aprovechar para aumentar mi repertorio, escudriñé otra tanda de partituras sueltas que también había encontrado en Madrid. Eran los Recuerdos de Viaje, de Albéniz, que contenía entre otras Rumores de la Caleta, En la playa  y Puerta de Tierra. Manuel de Falla me prestó su Cubana y su Andaluza. Un muy buen y querido amigo, Salvador Daza, magnífico músico y mejor compositor, me había dedicado su Sonatina del Guadalquivir, que he tocado durante años por toda España, y también aproveché su relación con el tema para incluirla.
Sólo quedaba un poco más para cerrar el programa. Y ahí estaba, en la estantería, sobresaliendo del resto (igual por eso la editaron tan grande). Eran palabras mayores. Aún ni siquiera le había hincado el diente y suponía todo un reto. Dicho y hecho. Sin pensármelo demasiado, presenté mi propuesta que fue aceptada de inmediato. No había más que empezar a estudiar, nada nuevo bajo el sol.
Y ahí comenzó a abrirse ante mis ojos y oídos una música de un nivel superior. Casi nadie la tocaba, por aquello de considerar la música española como de segunda, pero, afortunadamente, la gran Alicia de Larrocha había definido como nadie el camino a seguir.
Me gustaría definir como éxito arrollador mi estreno de esta obra, pero no fue posible. No penséis mal tan pronto. No salió ni bien ni mal, simplemente no salió porque, a la hora del concierto, los organizadores me comunicaron que, como suele ocurrir en todos los congresos, llevaban retraso y me pidieron acortar el programa a la mitad. En una rápida decisión, opté por dejarla para mejor ocasión, ya que no quería que la presentación de este monumento pianístico se hiciese con prisas.
A partir de entonces, creo que es de esas pocas obras que uno puede decir que ha logrado dominar y estrujar sacando la esencia del mejor Turina.

P.S.: no he dejado de pensar en todo el tiempo en el añorado José Manuel de Diego, sanluqueño hasta la médula.

domingo, 5 de enero de 2014

Invictus

El mes pasado, la muerte de Nelson Mandela me llevó a ver la película que Clint Eastwood le dedicó y me emocionó el texto que le entregó al capitán del equipo de rugby sudafricano. Navegando un poco por aquí y allá, encontré un esclarecedor artículo al respecto de Javier Brandoli en el blog Viajes al pasado.
Al parecer todos dan por hecho que le dio el poema escrito por William Ernest Henley, titulado Invictus, cuando en realidad era un fragmento del discurso que Theodore Roosevelt pronunció en 1910 en la Sorbona de París, que encabezó con la frase The man in the Arena. De cualquier manera, creo que los dos textos merecen una lectura y un par de vueltas en el coco.
Abusando de la facilidad encontrada, echaré mano de las traducciones ya existentes ya que no es suficiente con una transcripción literal.
En primer lugar, vamos con el original, con el que en verdad recibió François Pienaar de manos de Mandela:

"No importan las críticas; ni aquellos que muestran las carencias de los hombres, o en qué ocasiones aquellos que hicieron algo podrían haberlo hecho mejor. El reconocimiento pertenece a los hombres que se encuentran en la arena, con los rostros manchados de polvo, sudor y sangre; aquellos que perseveran con valentía; aquellos que yerran, que dan un traspié tras otro, ya que no hay ninguna victoria sin tropiezo, esfuerzo sin error ni defecto.
Aquellos que realmente se empeñan en lograr su cometido; quienes conocen el entusiasmo, la devoción; aquellos que se entregan a una noble causa; quienes en el mejor de los casos encuentran al final el triunfo inherente al logro grandioso; y que en el peor de los casos, si fracasan, al menos caerán con la frente bien en alto, de manera que su lugar jamás estará entre aquellas almas que, frías y tímidas, no conocen ni victoria ni fracaso".

Y en segundo, para no dejar duda alguna en cuanto a la épica, el poema Invictus, cuyos dos versos finales hacen temblar a cualquier humano:

"En medio de la noche que me cubre,
negra como el abismo de polo a polo,
agradezco a cualquier dios que pudiera existir
por mi alma inconquistable.
En las feroces garras de las circunstancias
no me he lamentado ni he llorado.
Bajo los golpes del azar
mi cabeza sangra, pero no se doblega.
Más allá de este lugar de ira y lágrimas
se acerca inminente el Horror de la sombra,
y aun así la amenaza de los años
me encuentra y me encontrará sin miedo.
No importa cuán estrecha sea la puerta,
cuán cargada de castigos la sentencia.
Soy el amo de mi destino:
Soy el capitán de mi alma".

Creo que no hace falta añadir nada. Ojalá los pianistas tuviésemos las cosas tan claras para perder el miedo a intentarlo y tomar las riendas de nuestra propia vida para que nadie nos la gobierne. Igual es un buen propósito para el 2014.

miércoles, 1 de enero de 2014

Gorriones

LA mañana de Santiago está nublada de blanco y gris,
como guardada en algodón. Todos se han ido a misa.
Nos hemos quedado en el jardín los gorriones, Platero
y yo.
  
    ¡Los gorriones! Bajo las redondas nubes, que, a veces,
llueven unas gotas finas, ¡cómo entran y salen en la
enredadera, cómo chillan, cómo se cogen de los picos!
Éste cae sobre una rama, se va y la deja temblando; el
otro se bebe un poquito de cielo en un charquillo del
brocal del pozo; aquél ha saltado al tejadillo del alpende,
lleno de flores casi secas, que al día pardo aviva.
  
¡Benditos pájaros, sin fiesta fija! Con la libre
monotonía de lo nativo, de lo verdadero, nada, a no ser
una dicha vaga, les dicen a ellos las campanas. Contentos,
sin fatales obligaciones, sin esos olimpos ni esos avernos
que extasían o que amedrentan a los pobres hombres esclavos,
sin más moral que la suya, ni más Dios que lo azul, son mis
hermanos, mis dulces hermanos.
  
Viajan sin dinero y sin maletas; mudan de casa cuando se
les antoja; presumen un arroyo, presienten una fronda, y sólo
tienen que abrir sus alas para conseguir la felicidad; no
saben de lunes ni de sábados; se bañan en todas partes, a
cada momento; aman el amor sin nombre, la amada universal.
  
Y cuando las gentes, ¡las pobres gentes!, se van a misa
los domingos, cerrando las puertas, ellos, en un alegre
ejemplo de amor sin rito, se vienen de pronto, con su algarabía
fresca y jovial, al jardín de las casas cerradas, en las que
algún poeta, que ya conocen bien, y algún burrillo tierno -¿te
juntas conmigo?- los contemplan fraternales.
 
(Juan Ramón Jiménez. Platero y Yo. Capítulo LXIII, Gorriones).