miércoles, 14 de mayo de 2014

Juzgar

Entramos en fechas de audiciones y de exámenes. ¡Todo el mundo entretenido! De repente, los meses han pasado volando y lo que nos parecía muy lejano y..., bueno, ya lo haré, se nos ha echado encima. El problema es que nunca viene sola la prueba pianística, sino que lo hace rodeada de ese número ilimitado de asignaturas que en este crítico momento parece que sólo nos estorban (ya sabemos que los que crearon los planes de estudio sólo buscaban fastidiar a los pianistas).
Por otro lado, se pone en marcha una especie de severidad que nada tiene que ver con el buen rollito que veníamos desarrollando durante el curso. Lo que antes eran sonrisas ahora son bocas torcidas y crispadas. Llega el momento de la verdad y son todo nervios. Es la hora del juicio.
Pero ¡ojo!, que todos somos jueces, no lo olvidemos. Es muy fácil ver a los profesores que nos van a examinar como autómatas sin alma que acaban de quitarse la piel de cordero (me dan escalofríos sólo de pensarlo). No exageremos. Son las mismas personas que se han pasado estos meses del curso alentándonos, enseñándonos, previniéndonos y muchos verbos más, y que es probable que, por venir con una importante experiencia a sus espaldas, sepan de antemano si hemos recorrido el camino adecuadamente siguiendo sus consejos o hemos gozado de una vida envidiable de la que podremos alardear en el bar pero que mejor que no llegue a oídos familiares.
Pienso que el premio de ser profesor se recoge en especies viendo cómo el alumno ha progresado y se ha convertido en un estupendo músico y no creo que exista ninguno que disfrute haciendo lo contrario, sería antinatural.
Ahora vamos a hacer un pequeño ejercicio de reflexión: cada vez que hemos asistido a un concierto, a una audición o a un examen en calidad de oyentes, de público, ¿hemos sido benévolos y magnánimos o la vena verdugo e inquisidora? ¿Somos de los que no pasamos ni una y echamos pestes de cualquiera que se nos ponga delante o nos ponemos en su piel y entendemos que no deja de ser una etapa dentro de un largo camino? Y eso cuando se toca bien, porque como ocurra un desastre del tipo parón, pérdida de memoria o fallos de notas a puñados, pedimos que vayan encendiendo la hoguera.
¿Somos buenos juzgadores? En mi opinión creo que no. En una ocasión me dijeron que si alguien quería juzgar mi interpretación lo primero que tenía que hacer era sentarse al piano y demostrar que sabía de lo que hablaba, es decir, que había trabajado a conciencia lo que estaba juzgando y, aun así, sería su opinión y no las Tablas de la Ley.
Y resulta que nosotros, sin el más mínimo pudor, le damos a la lengua aunque no hayamos escuchado la obra en nuestra vida. Si la conocemos por las manos de Zimerman o algún primo suyo, pobre del que se atreva a intentar abordar alguna Balada de Chopin o algún Preludio de Debussy, por ejemplo, que para eso tenemos una gran cultura discográfica.
Cada vez que he tenido que examinar desde un tribunal o dar mi opinión como jurado de un concurso he intentado recordar cómo fue mi paso por esas situaciones y qué me hubiese gustado encontrar. Así que procuraba relativizar y buscaba todo lo positivo que alcanzaba a ver y oír, dejando en segundo plano los efectos de los nervios.
La juventud no siempre es buena compañera para emitir un juicio, pues suele más vehemente, más directa, y admite pocos condicionantes. Un buen bagaje de una vida musical plena permite comprender prácticamente todo lo que ocurre sobre un escenario y admitir que, realmente, nada es trascendente y es mucho mejor disfrutar y lograr que todos disfruten. Ya sabemos también que de un juicio estricto y severo no siempre sale la mejor justicia. 
Si todos tomamos este camino, es posible que algún día tocar se convierta en un auténtico placer.

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