miércoles, 5 de febrero de 2014

Oyentes

De vez en cuando mi hija me manda una foto o un dibujo que pueden ir bien para una entrada, con un breve mensaje: pal bló. En esta ocasión ha sido el que estáis viendo y que, al principio, me hizo gracia pero nada más. Luego, como buena semilla en terreno fértil, visualicé la escena tantas veces repetidas.
Cuando metemos la cabeza en el piano, casi literalmente, nos olvidamos de todo lo que nos rodea, que no son sólo cuatro paredes, sino seres que habitan y pululan sigilosamente en nuestro entorno. Desde pequeños, normalmente de nuestros padres, recibimos comentarios del tipo estudia un poco más, que mañana tienes clase. Al consabido resoplido le sigue una especie de teatro musical en el que es muy difícil engañar al personal ya que, queramos o no, nuestra presencia sonora es inevitable y totalmente perceptible. Así que, nos ponemos a tocar lo que nos da la gana hasta que se abre la puerta y nos llaman al orden en forma de escalas, estudios o pequeña obrita, que no hacen más que atrancarse.
Son muchos los padres que, sin saber nada de música, son capaces de corregir tal o cual pieza tras haberla escuchado, como poco, varios meses seguidos.
A la familia le siguen los sufridos y, casi siempre, cariñosos vecinos. Realmente somos un poco ególatras al pensar que escucharnos supone un placer para los oídos, cuando no tenemos más que pasearnos por un pasillo de conservatorio para poner enseguida cara de espanto. No digo yo que un ratito se sobrelleve, pero cuando empezamos a coger el toro por los cuernos y la media hora se multiplica exponencialmente, los tapones para los oídos deberíamos regalarlos de serie. Y no digo ya un Chopin, un Mozart o un Albéniz, sino este siglo XX que ha entendido mejor la faceta percusiva de nuestro querido instrumento.
Me hace gracia cuando me cruzo con alguno de estos vecinos y me comenta lo que le gusta oírme, sabiendo que al revés yo no podría. A veces, incluso, me recuerdan que he estudiado poco, porque no me oyen, helándome la conciencia por esos pocos días que había decidido tomarlos como un pequeño respiro.
Y luego está la persona con la que convivimos, quien no sólo nos conoce sin trampas, sino a la que no podemos vender ninguna moto. Sabe si el estudio es eficaz, si estamos concentrados o en Babia, si machacamos como autómatas o avanzamos inteligentemente, si estamos tranquilos o preocupados... Todo esto y mucho más, incluyendo sabios consejos sobre el repertorio a elegir y poniendo límite a una actividad que, para no volvernos locos, tiene que tener principio y fin, es decir, un horario civilizado, o sea, según convenio.
A todos nuestros oyentes involuntarios, gracias por su infinita comprensión ya que, por mucho que los avances electrónicos mejoren la convivencia, nada superará a unos buenos trallazos en un cola.

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