miércoles, 19 de febrero de 2014

Jóvenes II (madurez)

Al decir en la entrada anterior 'cuando nuestra mente nos pertenece', visualizaba el momento exacto en el que cada pensamiento que pasaba por mi cabeza comenzó a ser propio. Llevarlo a los tres años sería un poco osado, pero no exagero si lo sitúo a la edad de cuatro tiernos e inocentes añitos.
Ya entonces actuaba con voluntad propia y reaccionaba a los estímulos externos, ya fueran verbales o visuales. Al poco comencé también a relacionarme con la música, aunque cualquier parecido con la visión que se tiene de niño prodigio sería ciencia ficción. Nada de nada. Fui obligado, igual que se obliga a ir al colegio, que no hay que sufrirlo, y aquello iba entrando en mí de manera natural y permanente. Tanto es así que recuerdo momentos de rabia contenida en determinadas situaciones en las que por mis neuronas circulaban a la velocidad de la luz las escalas, ascendentes y descendentes, con sus nombres correspondientes, a la vez que los dedos las ejecutaban sobre los laterales de mis muslos.
También recuerdo una escena mágica y muy propia para ser contada. Acababa de comprarme los Conciertos para piano y orquesta de Chopin y nada me gustaba más que oír mis discos en soledad. Tenía catorce años. Coloqué una de las butacas, de color verde agua, del salón frente al equipo de música. Detrás quedaba mi piano sobre el que una luz amarilla y tenue daba vida a las sombras. A mi derecha se consumían los últimos restos de un tronco de encina en la chimenea. Cerré la puerta doble de cristales tintados para evitar interrupciones incómodas y procedí a colocarme los auriculares que me iban a incomunicar con la vida terrenal y a abrirme paso a las puertas de otro universo.
Rememoro este momento así porque creo que no me ha vuelto a suceder con estas obras. Las notas del Primero comenzaron a invadirme. No lo conocía pero fluía como si siempre hubiese estado ahí. El tiempo se detuvo y, con los ojos cerrados, noté cómo las lágrimas corrían por mis mejillas. La emoción no tenía límite. Estaba descubriendo la belleza en estado puro.
Si con esa edad, catorce años, somos capaces de sentir de esta manera tan auténtica, reconocemos lo bello allí donde se encuentre, creo que podemos hablar de una cierta madurez. Si ahora miramos a los críos que nos rodean y los vemos como auténticos pipiolos, por qué no van ellos a sentir y padecer igual que lo hicimos nosotros. Cada cual tendrá sus visiones y trances propios, pero el hecho de que la cabeza alcance el funcionamiento de los adultos nos iguala a ellos.
Madurar no sólo es aprender a base de los golpes que nos da la vida, no sólo es crecer en número de años. Puede ser también aprender a ver, a oír, a sentir adecuadamente. Es cierto que, con el tiempo, suavizamos las percepciones, somos menos tajantes en los juicios. Pero la pureza de los comienzos tiene una magia que, afortunadamente, perdura en la memoria. Nos pertenece para siempre y nada puede borrarla.
Y sólo gracias a la música, que está ahí y no necesita entenderse.

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