miércoles, 26 de febrero de 2014

Coral Infantil Almaclara

Dentro de un ratito estrenamos programa nuevo, y uso el plural porque mi hija, que es la directora de esta recién creada escolanía, echa mano de mí en cuanto tiene ocasión, y bien que hace.
A final de 2013 se le ocurrió poner en pie este proyecto, tan ilusionante y gratificante, de la nada. Hizo una convocatoria, se fue al colegio a captar voces blancas y, sin poner ninguna traba, en Navidad ya estaban dejando con la boca abierta a todos los vecinos y familiares que abarrotaron la iglesia del pueblo. El programa navideño salió de maravilla, más cuando las voces un poquitín toscas de los ensayos se vieron disminuidas en cuanto vieron delante a cientos de personas, obteniendo el matiz justo y logrando la candidez adecuada al programa. Parecían ángeles repartiendo lágrimas entre los oyentes.
Pues bien, hoy, con motivo de la celebración del Día de Andalucía, que será el próximo 28, van a cantar las Canciones Españolas Antiguas, de Federico García Lorca, casi todas. Yo tengo en repertorio este conjunto de piezas desde ya ni me acuerdo y además, mi hija y yo las tenemos transcritas para violonchelo y piano, por lo que no me ha supuesto el más mínimo esfuerzo.
Es impresionante ver y oír a un grupo de niños y niñas, de entre seis y doce años, cantar unas canciones que resuenan en la memoria colectiva. Se lo han pasado en grande aprendiéndolas y sintiendo los ritmos y melodías que ellos, sin saber por qué, daban por conocidas.
Y ahí estoy yo, recibiendo sólo sonrisas y comentarios graciosos de unos niños llenos de vitalidad que, a la voz de ya (casi siempre) se transforman en cantores de lo más formales.
No llevan ni cuatro meses cantando y se les nota, con cada ensayo que pasa, el avance en la calidad sonora. Son esponjas y ya tienen como rutina los ejercicios de calentamiento. Hace una semana quisimos probar el límite de su tesitura y nos quedamos atónitos. El primer día no había forma de que superaran una octava y hoy han más que duplicado el registro. Da gusto, la verdad.
Así que, pianistas del mundo que leéis este blog: si tenéis la mínima ocasión de integraros en un conjunto vocal, ya sea infantil o adulto, no lo dudéis. Es muy fácil tocar el repertorio comparado con cualquier obra de solista y sólo obtendréis satisfacciones. El ambiente festivo de los ensayos nos servirá para conseguir que la práctica musical tenga un sentido menos pesante y claustrofóbico que el que solemos tener con tanta soledad y aislamiento. El contacto con personas o personitas que no tienen conocimientos musicales pero que, con facilidad, resuelven las peticiones de la dirección, nos hace pensar que, después de todo, por mucha dificultad que conlleve nuestro instrumento, llegar a la música es más sencillo de lo que pensamos.
Y eso es lo único que al final importa: disfrutar con la música, algo que con demasiada frecuencia olvidamos.

domingo, 23 de febrero de 2014

Padrinos

Estaba leyendo la biografía de Jacqueline du Pré y no daba crédito: en un momento dado, tras un exitoso concierto, se le acerca una señora (según leo en una página, sería su madrina, Ismena Holland) y le ofrece como regalo un violonchelo, así, por las buenas, pero no un chelo cualquiera, sino el Davidov, que no es otro que el Stradivarius que ahora toca Yo-Yo Ma. Ciencia ficción.
Es lo que me da coraje de las vidas contadas con una buena dosis de edulcorante en sus líneas. Todo parece ocurrir de manera espontánea, por las buenas, y a los demás sólo se nos queda la cara de tontos y la boca abierta. No puedo transcribir el párrafo porque presté el libro a una violonchelista, hará como quince años, y hasta hoy.
Cada vez que me he acercado a cualquier músico de primera fila de esta manera, he intentado aprender de sus pasos. Evidentemente, siempre hay un trabajo descomunal y un tesón sin límites, pero que no me cuenten que por la noche baja de donde sea el hada madrina, le toca con su varita mágica y al día siguiente todo es de color rosa (o dorado). Por supuesto que es gente dotada, músicos excepcionales, pero que desde muy pronto han tenido una senda marcada y han sido llevados de la mano hasta el sitio adecuado.
Tampoco significa que todos lo logren, que seguro que no, pero te cuentan que un buen día estaban fregando el desayuno (por ejemplo) cuando sonó el teléfono y tuvieron que acudir de inmediato al Carnegie Hall porque fulanito se había roto una uña y tenía que cancelar su actuación. Y, factor común a todos, la crítica no sólo los encumbró en una noche sino que descubrieron que le daban mil vueltas al sustituido. Aquí entran pianistas, violinistas, cantantes y todo lo que se os ocurra.
La verdad es que esto pasa en primera división y también en regional en su justa proporción. Yo siempre he pretendido ir por libre porque sé que cualquier prestación reclama, antes o después, su contraprestación. Además, quería saber que si me contrataban era porque gustaba mi manera de tocar y por nada más. Es cierto que circulan muchas leyendas urbanas acerca de la vida detrás del escenario, unas verdaderas y otras no tanto. Si añadimos la costumbre tan arraigada de pensar mal para acertar, ya tenemos el cóctel listo.
De cualquier manera, veo muy bien que, sobre todo al arrancar, alguien pueda venir a echarnos una mano. Es un mundo muy desconocido para cualquier recién licenciado que casi nunca sabe por dónde empezar. A veces, el padrinazgo se limita a orientar, a aconsejar desinteresadamente. Otras, a frenar alguna energía negativa, como puede ser esas ocasiones que en un concurso algún miembro del jurado pretende acaparar para sus alumnos toda la gloria y hay que ponerle freno.
Lo normal es que nosotros estemos estudiando sin parar, preparándonos para darlo todo. Entonces, paso a paso, peldaño a peldaño, iremos ampliando el círculo de actuaciones, sin mirar qué hacen los demás, a nuestro ritmo, según nuestras facultades. Si cumplimos con nuestro trabajo adecuadamente, nuestro nombre irá sonando, nos iremos haciendo un hueco y, un buen día, al volver la vista atrás, 'veremos' la senda que nunca se ha de volver a pisar. Caminante no hay camino, sino estelas en la mar. (Machado siempre tan preclaro. Ayer se cumplieron 75 años de su triste y dolorosa muerte).
(Y, por qué no, un abrazo enorme a mi ahijado, que siempre me lee en los pocos segundos que tiene libres). 

miércoles, 19 de febrero de 2014

Jóvenes II (madurez)

Al decir en la entrada anterior 'cuando nuestra mente nos pertenece', visualizaba el momento exacto en el que cada pensamiento que pasaba por mi cabeza comenzó a ser propio. Llevarlo a los tres años sería un poco osado, pero no exagero si lo sitúo a la edad de cuatro tiernos e inocentes añitos.
Ya entonces actuaba con voluntad propia y reaccionaba a los estímulos externos, ya fueran verbales o visuales. Al poco comencé también a relacionarme con la música, aunque cualquier parecido con la visión que se tiene de niño prodigio sería ciencia ficción. Nada de nada. Fui obligado, igual que se obliga a ir al colegio, que no hay que sufrirlo, y aquello iba entrando en mí de manera natural y permanente. Tanto es así que recuerdo momentos de rabia contenida en determinadas situaciones en las que por mis neuronas circulaban a la velocidad de la luz las escalas, ascendentes y descendentes, con sus nombres correspondientes, a la vez que los dedos las ejecutaban sobre los laterales de mis muslos.
También recuerdo una escena mágica y muy propia para ser contada. Acababa de comprarme los Conciertos para piano y orquesta de Chopin y nada me gustaba más que oír mis discos en soledad. Tenía catorce años. Coloqué una de las butacas, de color verde agua, del salón frente al equipo de música. Detrás quedaba mi piano sobre el que una luz amarilla y tenue daba vida a las sombras. A mi derecha se consumían los últimos restos de un tronco de encina en la chimenea. Cerré la puerta doble de cristales tintados para evitar interrupciones incómodas y procedí a colocarme los auriculares que me iban a incomunicar con la vida terrenal y a abrirme paso a las puertas de otro universo.
Rememoro este momento así porque creo que no me ha vuelto a suceder con estas obras. Las notas del Primero comenzaron a invadirme. No lo conocía pero fluía como si siempre hubiese estado ahí. El tiempo se detuvo y, con los ojos cerrados, noté cómo las lágrimas corrían por mis mejillas. La emoción no tenía límite. Estaba descubriendo la belleza en estado puro.
Si con esa edad, catorce años, somos capaces de sentir de esta manera tan auténtica, reconocemos lo bello allí donde se encuentre, creo que podemos hablar de una cierta madurez. Si ahora miramos a los críos que nos rodean y los vemos como auténticos pipiolos, por qué no van ellos a sentir y padecer igual que lo hicimos nosotros. Cada cual tendrá sus visiones y trances propios, pero el hecho de que la cabeza alcance el funcionamiento de los adultos nos iguala a ellos.
Madurar no sólo es aprender a base de los golpes que nos da la vida, no sólo es crecer en número de años. Puede ser también aprender a ver, a oír, a sentir adecuadamente. Es cierto que, con el tiempo, suavizamos las percepciones, somos menos tajantes en los juicios. Pero la pureza de los comienzos tiene una magia que, afortunadamente, perdura en la memoria. Nos pertenece para siempre y nada puede borrarla.
Y sólo gracias a la música, que está ahí y no necesita entenderse.

domingo, 16 de febrero de 2014

Jóvenes

Es curioso cómo me gusta echar la mirada hacia atrás cada vez que tengo que escribir una entrada para el blog. La finalidad que me propuse al iniciarlo, que no es otra que intentar evitar algunos tropiezos a cualquiera que se relacione con el piano a través de mi experiencia, entiendo que puede tener más fácil aplicación durante la carrera, antes de cruzar por última vez la puerta del conservatorio con el resguardo del título en el bolsillo (para el que habrá que esperar un año al menos).
Creo que todos tenemos mucho en común, independientemente del carácter y de las cualidades. Durante una buena etapa, cuando ya hemos dejado atrás el periodo dedicado al aprendizaje del instrumento en su aspecto más mecánico, cuando ya podemos empezar a tocar esas obras ansiadas, independientemente de su autor o dificultad, estamos llenos de ilusión y de energía, no hay muros infranqueables ni distancias insalvables.
Por otro lado, siempre me he planteado un aspecto que suele pasarse por alto. Que un infante o un púber se siente ante el piano y nos asombre con su facilidad para atacar cualquier obra que a nosotros nos cuesta algo más que sudor, habitualmente es observado como una exhibición, como un pasen y vean, como algo cercano al circo. Mucho más hoy en día en el que podemos ver multitud de vídeos circulando por ahí con imágenes grotescas que deberían ser analizadas por la Fiscalía de Menores.
Pero no siempre resulta así, sino que encontramos pianistas muy capaces, que serán los grandes del futuro. Por supuesto que están dirigidos y son entrenados hasta la extenuación, pero porque tienen ese algo inexplicable que es muy difícil de enseñar. Por poner un ejemplo, ahí están los Conciertos para piano y orquesta, de Chopin, interpretados por Evgeny Kissin a la temprana edad de doce años.
Pues bien, estoy convencido de que todos nosotros también somos igualmente capaces de lograr lo que nos propongamos desde que sentimos que nuestra mente ya nos pertenece y tiene individualidad y vida propia. Hagamos memoria y recordemos esas obras tan difíciles que tocábamos con pasmosa facilidad, y no quiero pensar sólo en los dedos, sino en la música propiamente dicha, es decir, en la profundidad del mensaje, en la calidad sonora, en los detalles que diferencian al compositor y al estilo. Con dieciséis, con diecisiete años, hemos podido hacer una versión de muy buen nivel de Sonatas clásicas, de obras de mediana duración del romanticismo, o simplemente de esas endiabladas muestras del pianismo ruso. Y no sólo sonaban como debían, sino que nosotros sentíamos que eso era tocar el piano, ser pianista.
Si ahora tenemos a nuestro cuidado un grupo de estos jóvenes, volcados e ilusionados con el piano, tenemos que hacer todo lo que esté en nuestras manos para convencerlos de que pueden tocar. Hacer que la llama que ahora les enciende no se apague sino que se alimente de manera inteligente y consciente para que dure eternamente.
Es triste recordar una larguísima lista de pianistas que, por no haber sido adecuadamente orientados y aleccionados, más bien lo contrario, cerraron su piano con llave y la escondieron sin recordar ya dónde. No permitamos que eso ocurra ni una sola vez más.
Estos jóvenes tienen toda su vida por delante y confían en nosotros.

miércoles, 12 de febrero de 2014

¿Y tú de quién eres?

En esto del piano pasa un poco como en las familias, como en los pueblos. Cuando tenemos enfrente a un desconocido, la mejor manera que tenemos de saber algo sobre su persona no es preguntarle quién es sino de quién es. De esta forma, al conocer los antecedentes y los ascendentes, como los abuelos, los padres, los hermanos y demás consanguíneos, nos haremos una idea demasiado exacta del ser que tenemos delante.
Creo que todos, en más de una ocasión, hemos sido identificados por referencias, cuando también todos sabemos que un lazo genético no tiene por qué igualar. Lo único para lo que sirve esta actuación es para simplificar, meternos a un grupo de igual apellido en el mismo saco y hacernos cargar con los sambenitos correspondientes a una saga.
Pues como he dicho al comenzar, en el piano ocurre lo mismo. Podemos estar en un concurso, en un concierto, en un intercambio, en unas oposiciones o en medio del desierto. Cuando alguien se acerca a conocer algo más sobre nosotros que nuestra propia música, la primera pregunta, inevitablemente, hará referencia al profesor y al conservatorio.
Esto, en principio, no tiene por qué ser ni malo ni bueno, pero tenemos la costumbre de ser superficiales e ir a lo cómodo, a lo rápido, poniendo automáticamente una etiqueta que igual no queremos tener o que no nos corresponde. Es obvio que, en los casos normales, tras varios años con un mismo profesor, nuestras maneras apunten por imitación al modelo. En esos años, la mera comparación supone un halago.
Con el paso del tiempo, e incluso desde antes, ocurre que comenzamos a sentir que somos únicos, individuos. Nos gusta que desde fuera se empiecen a percibir nuestras características artísticas personales sin que haya una comparación de por medio. Al fin y al cabo, quien está tocando y se ha hartado de estudiar para que la obra suene así somos nosotros y para comparaciones ya sufrimos los discos.
Cuando leemos las notas biográficas en los programas de mano, nos interesa mucho conocer la historia académica del pianista, además de sus movimientos, claro está. Ahora se complica un poco la cosa pues normalmente los nombres que aparecen se cuentan por decenas y no sabe uno si la paella es de carne, pescado o verdura, o de todo a la vez.
Creo que cualquiera que sale a un escenario tiene voz propia ya que los conocimientos han pasado por la digestión de cada estómago (espíritu o cerebro sería más correcto) por lo que el resultado último, evidentemente, tiene sus correspondientes diferencias. Si queréis verlo más claro, sólo hay que mirar a los hermanos dentro de una familia. El parecido físico no nos debe engañar con la personalidad, definida no sólo por las proporciones genéticas, sino por el tamiz diario a que se someten los estímulos externos (extracto de la enciclopedia de la vida diaria).
En fin, que la preguntita dichosa, tan de pueblo y de otros tiempos, parece que sigue anclada en nuestra memoria. Hagamos un mínimo esfuerzo y valoremos a cada persona por sí misma. Yo no tengo por qué escuchar como valor de un alumno que su padre es panadero, por ejemplo. Ni soportar que un alumno cargue con los estigmas de sus profesores. Ni siquiera que la geografía decida si tal o cual conservatorio es superior a otro por el acento o por el idioma.
Pensemos por nosotros mismos, sin más historias.

domingo, 9 de febrero de 2014

Sí..., quiero

Tras el concierto que di junto al violinista Pedro León en el Conservatorio de Sevilla con motivo del Cincuentenario de su fundación, y pasados unos meses, recibí una llamada suya para proponerme que lo acompañara a tocar a Colombia, ya que su pianista habitual, Julián López Jimeno, tenía comprometidas las fechas con la Orquesta Nacional. A mis veintitrés añitos y codeándome con los grandes. Fantástico.
Todo fue que sí, sin ninguna pega, aunque realmente sí la había. Resulta que, casualidades de la vida, la semana que debíamos pasar en el continente americano comenzaba sólo dos días después de mi regreso a España de mi viaje de recién casado (lo de 'luna de miel' mejor para las novelas y series de televisión). Realmente no se pisaban, por la teoría que rige el mundo, al menos el mío, de que todo cuadra, pero para un agonía del estudio como yo, con un programa de música española nada fácil, eso de pasar unos quince días sin coger un piano, dar un repasito en Madrid y estar a punto, era, por entonces, impensable.
Esto me supuso jornadas intensivas previas en las que tenía que compaginar las clases en el conservatorio, los preparativos propios de la boda y recoger unas obras aún verdes en mi repertorio además de montar otro puñado de piezas nuevas. Todo muy relajado. A la ilusión de los viajes estaba empezando a añadirse una sensación de arrepentimiento (por el concierto, no seáis mal pensados).
Mi querida Beatriz, que sólo mira por mi bien desde el principio de los tiempos, supo dar con la solución que aliviaría mi conciencia. El hotel en que nos alojábamos tenía un viejo piano de cola adornando uno de sus salones. Ni corta ni perezosa, se dirigió a hablar con los responsables para pedirles el favor de que me dejasen tocar algunas horas para que los dedos no se atrofiasen. Nos miraron incrédulos, que aún éramos dos pipiolos, pero fueron todo amabilidad y comprensión. Así que, ahí me tenéis, en plena escapada romántica, estudiando como el pringado número uno del mundo.
Pero como, ahora ya lo sé pues con los años uno se da cuenta de todo, el problema era más psicológico que real, bastó con unos pocos momentos en el teclado para tranquilizarme y confiar en que todo iría bien. Unos ratitos después de comer, con toda la modorra encima, y listo para seguir disfrutando del viaje.
La verdad es que tuve muy fácil, por lo de la boda, renunciar a los conciertos, pero estas oportunidades no se dan con frecuencia. Y de una cosa viene otra, y surgen nuevas posibilidades, y conoces gente, y acumulas experiencia...
En fin que, ¡sí..., quiero!

miércoles, 5 de febrero de 2014

Oyentes

De vez en cuando mi hija me manda una foto o un dibujo que pueden ir bien para una entrada, con un breve mensaje: pal bló. En esta ocasión ha sido el que estáis viendo y que, al principio, me hizo gracia pero nada más. Luego, como buena semilla en terreno fértil, visualicé la escena tantas veces repetidas.
Cuando metemos la cabeza en el piano, casi literalmente, nos olvidamos de todo lo que nos rodea, que no son sólo cuatro paredes, sino seres que habitan y pululan sigilosamente en nuestro entorno. Desde pequeños, normalmente de nuestros padres, recibimos comentarios del tipo estudia un poco más, que mañana tienes clase. Al consabido resoplido le sigue una especie de teatro musical en el que es muy difícil engañar al personal ya que, queramos o no, nuestra presencia sonora es inevitable y totalmente perceptible. Así que, nos ponemos a tocar lo que nos da la gana hasta que se abre la puerta y nos llaman al orden en forma de escalas, estudios o pequeña obrita, que no hacen más que atrancarse.
Son muchos los padres que, sin saber nada de música, son capaces de corregir tal o cual pieza tras haberla escuchado, como poco, varios meses seguidos.
A la familia le siguen los sufridos y, casi siempre, cariñosos vecinos. Realmente somos un poco ególatras al pensar que escucharnos supone un placer para los oídos, cuando no tenemos más que pasearnos por un pasillo de conservatorio para poner enseguida cara de espanto. No digo yo que un ratito se sobrelleve, pero cuando empezamos a coger el toro por los cuernos y la media hora se multiplica exponencialmente, los tapones para los oídos deberíamos regalarlos de serie. Y no digo ya un Chopin, un Mozart o un Albéniz, sino este siglo XX que ha entendido mejor la faceta percusiva de nuestro querido instrumento.
Me hace gracia cuando me cruzo con alguno de estos vecinos y me comenta lo que le gusta oírme, sabiendo que al revés yo no podría. A veces, incluso, me recuerdan que he estudiado poco, porque no me oyen, helándome la conciencia por esos pocos días que había decidido tomarlos como un pequeño respiro.
Y luego está la persona con la que convivimos, quien no sólo nos conoce sin trampas, sino a la que no podemos vender ninguna moto. Sabe si el estudio es eficaz, si estamos concentrados o en Babia, si machacamos como autómatas o avanzamos inteligentemente, si estamos tranquilos o preocupados... Todo esto y mucho más, incluyendo sabios consejos sobre el repertorio a elegir y poniendo límite a una actividad que, para no volvernos locos, tiene que tener principio y fin, es decir, un horario civilizado, o sea, según convenio.
A todos nuestros oyentes involuntarios, gracias por su infinita comprensión ya que, por mucho que los avances electrónicos mejoren la convivencia, nada superará a unos buenos trallazos en un cola.

domingo, 2 de febrero de 2014

Luz de invierno

No hay nada que me pueda producir más placer que una escapada a la playa en pleno invierno, cuando más de media España está congelada de frío. Una creciente brisa de poniente es la que ha impedido que usase una camiseta, pero tampoco hay que exagerar, que estamos a primeros de febrero.
Sigo insistiendo en la necesidad de saber parar y disfrutar de momentos de verdadero ocio. Cuando ponemos en marcha el automático y el estudio se convierte en una rutina diaria de nunca acabar, sin que seamos conscientes nos va entrando un cansancio que tiene mucho peligro. Al menor síntoma de flaqueza, las explicaciones que buscamos suelen ser más mentales que físicas y es posible que pongamos en duda lo que tan duramente y durante tantos años hemos convertido en certezas.
Nos suele ocurrir que, si un día estamos desganados, por ejemplo, comencemos con un rosario de reproches y despropósitos que nada tienen que ver con la realidad. No es normal baremar cada día y a cada hora el resultado de nuestra actividad con la máxima exigencia. Hay que saber valorar lo que está ocurriendo en cada momento, eso sí, y entonces razonar y concluir que, si no estamos a tope, es difícil obtener un buen rendimiento.
Y cuando uno está cansado, ¿qué debe hacer? Obvio, descansar. Por eso, a poco que se pueda, lo mejor es poner unos kilómetros de distancia con respecto del piano, para eliminar cualquier tentación y cargo de conciencia. A nada que los rayos del sol nos den en la cara, el oxígeno renovado por los mares de pinos nos inunde y el sonido monótono pero nunca idéntico del batir de las olas nos calme, nuestro espíritu nos lo agradecerá.
Además, no hace falta preparar con ninguna antelación una escapada de este tipo. Es cuestión de levantarse, dirigir la vista hacia el domingo por delante y, sin dudarlo, preparar tres cosillas para la mochila. Una buena compañía hará que el día sea perfecto.
Siempre se dice que tenemos al alcance de la mano muchas maravillas que la vida cotidiana nos impide ver. Y casi siempre gratuitas, por lo que no hay excusas.
Y hablo del domingo porque hoy lo es, pero esto es aplicable a cualquier día de la semana. Siempre tendremos obligaciones y, si hemos llegado a ser pianistas, todos sabemos que ha sido a base de muchas privaciones. Pero esto no puede ni debe ser eterno. A disfrutar un poco, que para todo hay tiempo.
Cuando veamos esta luz única que nos regala el sol de invierno no debemos resistirnos. Que nos coloree un poquito la cara para ir soñando con la primavera y el verano.