miércoles, 29 de mayo de 2013

Zapatos de cordones

Me encontraba participando en una maratón de pianistas que organizaba Juventudes Musicales en Madrid cuando el comentario de una persona me dejó un poco perplejo. Se trataba de la presentadora del acto, Olga Barrio, una antigua locutora de RTVE, muy seria y muy preparada. Ahora que caigo, resulta que me hizo dos comentarios, o más bien preguntas. 
La primera de ellas fue justo antes de mi salida al escenario para tocar la Fantasía Baetica, de Manuel de Falla, y el Vals Mephisto, de Franz Liszt: ¿qué versión del Mephisto es la que vas a interpretar? Aunque hablo del año 1987, se me puso la cara de pensar de Homer Simpson. No tenía ni idea de que hubiese otra versión que no fuese la que tenía memorizada del derecho y del revés, a no ser que fuese la orquestal (siempre he preferido la de piano). Me soltó un breve análisis sobre la marcha y me dijo que sólo era cuestión de profesionalidad. Y el pianista era yo.
Y la segunda no tenía nada que ver con la música, más bien con los músicos: ¿por qué lleváis todos zapatos de cordones? Ahí también me quedé un poco parado porque es que ni lo había pensado. Los que llevaba puestos, en efecto, los tenían, pero al comprarlos ni siquiera pensé en ese detalle. Simplemente necesitaba unos zapatos negros, de cierto brillo, que fueran bien con el frac. A todo esto, la cabeza a mil por hora porque el Teatro Albéniz estaba a rebosar y en cuanto acabara el que estaba tocando salía yo. Estas conversaciones son las que vienen bien para pasar el rato.
Como buena semilla, aquella pregunta encontró suelo fértil y no tardé demasiado en hacerme con unos zapatos 'sin' cordones. Realmente no había necesidad de tenerse que agachar para hacer los nudos e incluso de correr el riesgo de que pudiesen soltarse y acabar depositando las yemas de los dedos sobre la madera del tablado.
Pero yo creo que la periodista era bastante más lista que todo esto. Realmente me estaba diciendo que parecíamos unos frikis, unos bichos raros. Evidentemente hablo de otra época pero aún hoy se puede reconocer a un grupo de pianistas fácilmente. En el Albéniz había elementos de edades variadas, desde los doce a los veintisiete. El pantalón oscuro y la camisa blanca, abrochada hasta el último botón, con un lacito o corbata, era la nota predominante entre los más jóvenes. Los que teníamos ya unos añitos (sólo en comparación), vestíamos de frac. Y las chicas, también jóvenes, trajes emperifollados llenos de lazos. Ni que decir tiene que la elección de casi toda la indumentaria era realizada, evidentemente, por esas madres tan orgullosas de sus hijos.
Todavía podemos apreciar esta tendencia en esos programas televisivos donde aparecen pequeños monstruitos cabalgando por los teclados: que se note que un pianista es muy limpio y muy listo. Para esto último hay que apoyarse en unas gafas redonditas y en un buen peinado repeinado.
Más podrían preocuparse de que tuvieran una vida normal, unas relaciones normales, unos horarios normales y unos hablares normales. Parece como si se ensayara en casa la entrevista, con sus preguntas y sus respuestas, para que se note que la cultura exuda por todos nuestros poros. Los comportamientos raros o extravagantes no hay que potenciarlos porque sus consecuencias son para toda la vida, y más si se empieza desde niño.
Recuerdo la anécdota que me contaba una madre cuando su hijo, que sólo quería estudiar y nada más que estudiar, y como el piano estaba en el salón, para despedir a las visitas decía mamá, saca ya el aperitivo para que se lo coman y se vayan pronto.

Alguna vez he pensado en volver a usar cordones. Por ahora sólo los uso en mis botas para largos paseos por el campo, a lo Beethoven.

domingo, 26 de mayo de 2013

Ritual

Que tocar el piano es difícil no hace falta que lo repita, lo sabemos todos. Y que tocarlo en público lo es bastante más está demostrado ante notario. Me consuela pensar que hasta los más grandes pianistas tienen su 'momento' antes de cada actuación, ese ratito en el que la suerte está echada y se disparan los mecanismos cerebrales dando paso a determinados fantasmas y temores.
Pienso que no todos los pensamientos surgen de la negatividad. Al contrario, estando seguros de lo que se va a hacer, surge la responsabilidad, inherente a cualquier profesional serio que tiene que actuar en directo y sólo desea ser capaz de dar lo mejor de sí mismo. O sea, gustar y gustarse.
Para rellenar esos largos minutos de espera y lograr mantener el control cada uno desarrolla su rutina, la mayoría de las veces inconscientemente, convirtiendo determinados gestos y actos en lo que podríamos llamar ritual.
Yo he tenido distintas costumbres que no han llegado a condicionarme, desde repasar las partituras, caminar arriba y abajo tras el telón para aclimatarme, observar la llegada del público o colocarme una y otra vez la pajarita. Lo que sí advertí que me convenía más era una charla intranscendente que acortara la espera de manera agradable (tampoco quería una discusión para arreglar el mundo). También, durante muchos años, llevé en un bolsillo interior un pequeño 'chinito de la suerte' que mi hija me regaló advirtiéndome de mi fracaso si llegaba a extraviarlo. Como no creo en supersticiones, me servía para acordarme de ella si hacía el viaje solo. Y me reía cada vez que lo hacía pensando en la figurada maldición. Aunque ya no lo llevo encima, sigue acompañándome dentro de la bolsa de viaje (nunca se sabe).
Me puse a repasar curiosidades que había visto y oído, y concluí que soy de los más cuerdos que conozco. De Lazar Berman contaban que necesitaba hablar por teléfono con su madre antes de salir al escenario para animarse a hacerlo. Martha Argerich, según dicen las malas lenguas, situaba a su amante entre bastidores para tenerlo al alcance de la vista y así inspirarse (no creo que fuera por temor, sino más bien para no aburrirse). Richter ya vimos que tenía sus necesidades escénicas del tipo lámpara de pie como toda iluminación o medir exactamente la altura y distancia de la banqueta con respecto al piano. Zimerman gasta el tiempo preparando y retocando el teclado hasta dejarlo a su gusto. De Rubinstein circulan infinidad de anécdotas, incluidas las de hacer el amor para relajarse, aunque parece que el que se lleva la palma en este asunto es, sin ser pianista, Frank Sinatra (vaya pandilla tenía).
Alguno que otro realizaba su ritual con unos cuantos cubitos de hielo tintineando en el vaso. O degustando un banquete para coger fuerzas antes de gastarlas. O, por el contrario, ayunando para que nada pusiese en peligro el aparato digestivo (imagino los gruñidos del estómago vacío).
No quiero hacer burla sobre la preparación de las manos: desde el uso de calentadores, el lavado reiterado, el secado continuo en toallas de felpa, el estricto corte de uñas y el estiramiento cual piernas de bailarín, hasta el frotamiento con un plátano para conseguir que los dedos no se resbalaran en el teclado (!!!).
También está el camino corto para relajarse en forma de pastilla, o cigarrito de la risa (hay que ser correctos). Incluso un buen amigo me contaba que necesitaba establecer un circuito de energía en su cuerpo a base de imanes colocados estratégicamente tras permanecer sumergido en la bañera casi dos horas. Muy frecuente también es realizar ejercicios de respiración para favorecer el autocontrol.
En fin, muchas maneras de acumular el valor suficiente o, más sencillo, de no pensar demasiado antes del concierto (una buena siesta tiene pros y contras, pero no es mala idea para desconectar). Lo importante es confiar en nosotros mismos y no pensar que por nuestra actuación se puede acabar el mundo o cualquier tipo de vida conocida.
Mejor disfrutar. 

P.S.: Me ha dejado impresionado la foto que ha usado CyberPax en su blog para anunciar las audiciones de Sexto curso. Sin comentarios.

miércoles, 22 de mayo de 2013

Docencia

La semana pasada recibí el correo de un buen amigo, profesor de piano. He pensado que estaría bien compartirlo en el blog (y le he pedido permiso) porque así, una opinión que me importa y que valoro, puede servir como testimonio de primera mano y reflejar la realidad en la que estamos inmersos actualmente.

Hola Alberto,  
Gracias por los mensajes positivos que transmites en tus entradas.  
Hoy he acabado el día algo triste. Vengo de oír unas "Audiciones de nivel" de los alumnos de 6º del conservatorio.

Es lamentable que la mayoría de estos alumnos hayan acabado así. Me refiero al desánimo, frustración, vergüenza de ellos mismos, indiferencia y falta de motivación a la hora de expresarse con una obra. Lo peor de todo es que el mensaje que les transmiten los profesores es el que reflejan. Luego los profesores se desahogan en una reunión posterior diciendo que "tirarían al alumno por la ventana", "tienen que sufrir con el programa íntegro hasta el final de curso", "tenemos que pedirle la obra que peor lleve"...  
Como bien dices, se trata de vidas y no de mercancías. He sentido como si los alumnos estuvieran en un circo exhibiendo en contra de su voluntad el programa que no está aún preparado.  
Los profesores se equivocan pensando que esto es exigir, cuando la exigencia parte de un trabajo de clase y tiene un proceso. La seguridad de las obras va ligada al grado de confianza en sí mismo y éste, al grado de confianza que el profesor tenga en el alumno (además de mucho trabajo en conjunto, de un programa adecuado, etc...).  
Pero si la confianza por nuestros alumnos se termina, podemos encontrarnos que "La Nada" nos invade como en "La Historia Interminable".  
Tan sólo 2 profesores piensan de igual manera que yo y el resto ven a los alumnos como a un enemigo.

Es triste que los alumnos no experimenten lo que puede ser disfrutar de la música.  
Yo tengo alumnos de muchos niveles, cada uno con su capacidad, pero tengo claro que el mensaje que debo mostrarles tiene que ser bueno, porque si no ¿qué sentido tiene todo esto?  
Siento desahogarme contigo, pero necesito contagiarme de personas con buenas intenciones. El mundo es más extenso de lo que diariamente me rodea.  
Un fuerte abrazo.


 Creo que está muy claro el mensaje, totalmente en la línea de lo que vengo exponiendo en todas mis entradas. La docencia, la enseñanza, es una vocación con una responsabilidad sagrada. Quien importa es el alumno y el profesor debe poner a su alcance todo su saber, su energía, su ánimo y su cariño, para lograr que haya un resultado satisfactorio y gratificante, evidentemente para los dos. No conozco otro sistema y huyo de "la nota con sangre entra". El estímulo siempre ha superado al castigo. 
Hagamos un poco de autoexamen y de autocrítica para valorar si nuestro trabajo como profesores tiene sentido y estamos poniendo de nuestra parte el suficiente entusiasmo:
¿Cuántos de mis alumnos han abandonado antes de tiempo?
¿Cuántos de mis alumnos se dedican a la música en cualquiera de sus manifestaciones?
¿Cuántos de mis alumnos siguen disfrutando con la música sin necesidad de ser profesionales?
¿Cuántos de mis alumnos mantienen el contacto conmigo como prolongación de una enseñanza individualizada?
¿Cuántos de mis alumnos transmitirán buena parte de mis enseñanzas?

...

...

domingo, 19 de mayo de 2013

Tengo talento

No sé si debería seguir citando pasajes de Katherine Pancol pero pienso que vienen que ni pintados para aquellos a los que cierta inseguridad les impide avanzar.

"Se instaló en el balcón de las estrellas. Levantó el rostro hacia el cielo. Localizó la Osa Mayor y Menor, la Cabellera de Berenice, la Flecha y el Delfín, el Cisne y la Jirafa... No había hablado con las estrellas desde hacía mucho tiempo. Empezó por darles las gracias. (...) Escucha papá, escucha...
Me dijo que tenía talento, que iba a escribir un nuevo libro.
Me dijo que conseguiría clavar mi sufrimiento en la cruz y mirarlo de frente.
Me dijo que debía atreverme. Olvidar que mi hermana y mi madre me habían cortado las alas. Me habían reducido a la mínima expresión.
Me dijo que eso se había terminado.
¡Nunca más, nunca más!, prometió mirando a las estrellas por primera vez desde hacía meses.
Soy una escritora, soy una escritora formidable y digna de escribir. Ya no pensaré más que todo el mundo es mejor que yo, más inteligente, más brillante y que yo soy poquita cosa... Voy a escribir otro libro.
Sola. Como escribí Una reina tan humilde. Con mis propias palabras. Mis palabras cotidianas que no se parecen a las de nadie. También me dijo eso. (...)
Porque, mira, papá, si yo no soy capaz de estar orgullosa de mí, ¿quién lo será?
Nadie.
Si no tengo confianza en mí misma, ¿quién tendrá confianza en mí?
Nadie.
Y me pasaré la vida pegándome tortazos...
Pegarse tortazos constantemente no es un objetivo que debamos tener en la vida.
Ya no quiero que me traten de tonta y no quiero considerarme a mí misma como algo insignificante.
Quiero tomarme en serio. Confiar en mí.
Hago la solemne promesa de seguir en pie y avanzar. (...)
Sintió una especie de explosión de alegría interior.
Llovía alegría en su corazón. Oleadas de alegría, torrentes de paz, diluvios de fuerza. Se echó a reír en la oscuridad..."

(Ahora pinchad el enlace y seguid leyendo lentamente, una y otra vez, hasta que acabe la música)

(&)
Tengo talento. Debo atreverme.
Olvidar que me habían cortado las alas.
¡Nunca más! Soy un pianista, soy un pianista formidable y digno de tocar. Ya no pensaré más que todo el mundo es mejor que yo, más inteligente, más brillante y que yo soy poquita cosa...
Solo. Con mi propia música que no se parece a la de nadie. Si no soy capaz de estar orgulloso de mí..., si no tengo confianza en mí mismo..., me pasaré la vida dándome tortazos.
Quiero tomarme en serio. Confiar en mí..., seguir en pie y avanzar.
Llueve alegría en mi corazón. Oleadas de alegría, torrentes de paz, diluvios de fuerza. (Da Capo al &)


miércoles, 15 de mayo de 2013

Confianza (II)

"Todos necesitamos creer en algo, sentir confianza, saber que es posible darlo todo por un proyecto, una empresa, un hombre o una mujer. Entonces nos sentimos fuertes. Hinchamos el pecho y desafiamos al mundo.
Pero si dudamos...
Si dudamos sentimos miedo. Vacilamos, nos tambaleamos, tropezamos.
Si dudamos ya no sabemos nada. Ya no estamos seguros de nada.
De pronto hay cosas que se vuelven urgentes cuando no deberían serlo.
Preguntas que nunca nos haríamos y nos hacemos.
Preguntas que, de pronto, agitan los cimientos de nuestra existencia".
(Katherine Pancol. Las ardillas de Central Park están tristes los lunes. La esfera de los libros, Madrid, 2012.)

Es lo bueno que tiene la lectura, que se sigue aprendiendo de lo que dicen personas inteligentes que pasan por la vida con los ojos abiertos e intentan plasmarlo por si alguien quiere tomar nota.
Qué importante es tener unos buenos cimientos, bien construidos, sin escatimar en tiempo, sin fisuras, con material de la mejor calidad. Y, aún así, no estamos libres de que se puedan tambalear con algo inesperado. Pero claro, no es lo mismo, y estamos hartos de verlo en las noticias, un terremoto en Japón que en Haití, por ejemplo. Si se construye previsoramente los daños son muy inferiores a si edificamos con cicatería.
Sé que se puede pensar que exagero a veces. Ojalá fuera así. Me duele ver el daño producido en una carrera que, vista desde fuera, sólo debería causar placer. Por Dios, sólo se trata de música, de tocar el piano. Por eso creo que cuanto antes tomemos el control nosotros más libres estaremos de las trabas y los traumas, y para ello, nada como la confianza en uno mismo. Entonces nos sentimos fuertes. Hinchamos el pecho y desafiamos al mundo.
Es que tiene que ser así, es que no hay otra porque, entre otras cosas, no nos queda alternativa. ¿O es que vamos a hacer caso a los mensajes que sólo pretenden atemorizarnos para convertirnos cada vez más en minúsculos seres de supervivencia limitada? ¿Es que vamos a pasar por este mundo limitándonos a hacer lo que otros decidan por nosotros sólo en su beneficio? ¿No habéis leído lo último de la ONU y la FAO? No tiene desperdicio (porque es lo que tendremos que comernos).
El miedo: mucho más potente y eficaz que cualquier arma. Se propaga rápidamente y es muy contagioso. No entiende de clases sociales ni de razas. Y además es muy ecológico ya que no contamina (eso sí, abono para el campo todo el que quieras). La única vacuna conocida es la confianza.
Está el mundo muy revuelto y es el momento de tener las ideas claras, de estar seguros. Cuidadito con los benefactores. Nos pasamos los mejores años de nuestra vida en sus manos, haciéndoles caso en todo, para quedarnos tirados a la primera de cambio. No es fácil, pero sólo sé que si usamos la inteligencia, el entendimiento, seremos más difíciles de manipular y , sobre todo, más libres para decidir sobre nuestra vida. Lo cómodo es entregarse a la marea humana. El problema surge cuando no nos satisface, cuando nos percatamos de que esta realidad no nos sirve.
¿Por qué tiene que ser todo siempre tan complicado?

domingo, 12 de mayo de 2013

Raíces y alas

Nos pasamos media vida intentando entender de qué va todo esto y la otra media queriendo parchear todos los desgarros. Y no todos lograremos llegar al final con las riendas bien seguras y los cajones en orden. Según parece, así es la vida.
Por eso es tan importante que quienes nos moldean desde que somos poco más que plastilina lo hagan con amor y entrega, con absoluto desinterés, mirando en nuestro interior, conociéndonos y con el máximo esmero. Ya sabemos que la mochila se va cargando y que resulta casi imposible vaciarla, ni siquiera en parte. De ahí la tremenda responsabilidad que tienen los padres y los educadores, que caminar teniendo que usar muletas no es fácil ni agradable.
Es cierto que cada uno trae de fábrica sus propios ingredientes y con ellos la tendencia a disfrutar o sufrir, a luchar o rendirse, a avanzar o estancarse, pero hasta que somos conscientes de que dependemos de nosotros mismos tenemos a nuestro alrededor un grupo reducido de personas que nos influyen y nos marcan. Hay una gran diferencia en el resultado según se comporten.
Leía Beatriz junto a mí cuando me citó una frase impresionante: "La verdadera misión de los padres es darte raíces y alas". Eso sí que es un regalo, una buena herencia. Automáticamente la trasladé a nuestra parcela porque bien podría ser el emblema que colgara de la puerta de un conservatorio. ¿Os imagináis? La verdadera misión de un conservatorio es dar raíces y alas.
Qué dos palabras tan antagónicas y necesariamente compatibles.
Raíces: indispensables para pisar fuerte, para caminar con seguridad, para crecer, para sostener, para alimentar.
Alas: no sólo para volar, sino para despegar al fin, para observar con perspectiva, para romper, para escapar y, por qué no, para regresar.
Miro mucho hacia atrás, quizás demasiado, porque intento comprender y escribir sobre ello. Ahora entiendo que es vital que nuestro profesor, nuestro maestro, nos dé un lugar estable al que recurrir, al que volver a tomar aliento, y del que nos nutramos abundantemente. Una buena y amplia formación nos va a servir de por vida y nos va a ayudar a resolver todos los nuevos retos que nos propongamos, con valentía y seguridad. Pero, ¿qué pasa si en ningún momento se nos permite alzar el vuelo en solitario? ¿Qué ocurre si llegado el momento nos bloqueamos por no haber previsto que tendríamos que hacerlo? ¿Qué si convertimos el nido en cárcel?
Creo que no necesito extenderme hoy mucho más, que las dos palabras en sí mismas lo dicen todo. Sólo citar a Juan Ramón Jiménez quien, en un aforismo recogido en su libro recopilatorio "Ideolojía", dice:
"Raíces y alas, pero que las alas arraiguen
y vuelen las raíces a continuas metamorfosis".

miércoles, 8 de mayo de 2013

Vocación

Todo el mundo parece tenerlo claro: para ser pianista hay que tener vocación. Y, a poder ser, desde muy tempranito, desde antes de saber leer o escribir. Imagino que debe ser por la creencia de que esto de las teclas no tiene límite, de que te pasas media vida sentado y la otra media dándole vueltas al asunto, de que muy bonito pero muy sacrificado y de que a difícil le ganan muy pocas ocupaciones.
Entonces, ¿qué pasa, que si de bebés no pedimos teta con un llanto rítmico o con berridos líricos, o no cogimos los sonajeros a modo de maracas para seguir las nanas lo nuestro no estaba predestinado? Me parece que hay mucho mito en todo esto y mucho de invención biográfica a ver quién batía el récord mozartiano.
Por todo lo que he visto y oído hasta la fecha no creo que se pueda establecer una premisa necesaria para ser músico. Lógicamente, parece obvio que haya que poseer unas mínimas dotes, aunque también está demostrado que no garantizan nada. Más bien al contrario, gente poco dotada, a base de esfuerzo y tesón ha podido vivir la música. Igual esto tiene más que ver con esa vocación.
En la mayoría de los casos el comienzo en los conservatorios tiene mucho que ver con los padres de la criatura: sueños frustrados, idealización de la profesión, objetivos de fama y gloria, relleno del horario extraescolar, tradición familiar, herencia del piano de una tía abuela... Casi todos los niños, en principio, van obligados a recibir clases. Incluso los que pensaban que en dos días iban a salir dominando el instrumento, una vez explotado el globo de la ilusión, deben continuar como objetivo educativo.
Y ahora sigue lo difícil, continuar, compaginar, resistir, avanzar y, lo casi inalcanzable, disfrutar. Todos recordamos esa cantidad de años que pasamos sin enterarnos demasiado de lo que está ocurriendo, realizando ejercicios poco o nada placenteros, medio tocando alguna obrita con suerte algo conocida, leyendo nombres y palabras en 'extranjero', practicando mientras nuestros amigos se lo pasan en grande (casi siempre con esa maravillosa sensación de despreocupación que tiene la infancia) y así un año tras otro.
Pero, ¡oh dioses!, qué dicha tan grande ese día en el que prende la llama en nuestro interior y notamos que el deseo es fuerte, que no podemos separarnos del piano, que por fin sabemos a qué queremos dedicar nuestra vida, que por fin podemos soñar con realismo, que estamos convencidos de que la música nos va a devolver con creces todo lo que de nosotros le demos.
¿Tiene que ocurrir exactamente a los equis años o en tal curso? Si de verdad es vocación, entendida como una llamada, a lo religioso, cada uno la va a sentir cuando esté preparado y puede llegar de golpe o mostrarse paulatinamente. Realmente, qué más da. Lo que sí tiene que ser es sincera, nacer de lo más íntimo de nuestra naturaleza, sin forzarse, sin presiones u obligaciones impuestas, ni siquiera por ambición.
Cuando tienes que convivir con el piano cincuenta, sesenta o setenta años hay que tener vocación, creo que sí, pero pasa como con el amor, hay que cuidarla mimarla, atenderla y no confiarse. Para nada es suficiente con que un día el sol resplandeciera. Sólo en los casos en que la paciente labor, el esmero, la entrega, la humildad y la constancia se conjuguen con la vocación ésta dará resultado.
Ya lo he dicho, igual que en el amor.

domingo, 5 de mayo de 2013

Soy pianista

“Hola, mi nombre es Alberto y soy pianista…” ¿A que suena a terapia de grupo? Al igual que uno de los asistentes al desenganche de algo, tardé bastante tiempo en reconocerlo y en admitirlo. Ahora debería decir los años, meses y días que llevo (en este caso es al revés) tocando el piano.
Bromas aparte, que siempre da un poco de yuyu jugar con estas cosas, si tardé mucho en pronunciar la frasecita fue porque me sentía estudiante eterno, que tenía (y tengo) muchísimo todavía por aprender. Más bien solía decir que tocaba el piano o que estudiaba piano, pero de ahí a sentirme pianista había aún un buen trecho.
¡Error! Según la R.A.E., pianista es el músico que toca el piano. O sea, que no dice desde qué curso concretamente, o desde qué titulación. El hecho en sí de tocar es suficiente para la catalogación. María Moliner, en la definición de su Diccionario de uso del español, va un poco más allá: no hace falta que lo haga un músico, sino una persona. La gran diferencia viene a continuación: particularmente, que se dedica a ello como profesión.
Creo que a mi muerte, o igual antes, que todo es posible, debería donar mi cerebro a la ciencia. Los médicos iban a flipar, os lo aseguro. Cuando metieran la sierra para abrir el cráneo saldrían disparadas los millones de ideas residuales que continuamente rebotan sin control y que sirven lo mismo para un roto que para un descosido. Agotador.
Lo que quiero decir en esta entrada es algo muy sencillo, muy simple, pero muy a tener en cuenta. ¿Cuándo podemos usar el vocablo ‘pianista’ con propiedad? ¿Lo decidimos nosotros o lo deciden los demás? ¿Lo otorga el título superior o la experiencia de los años? ¿Viene dentro de determinadas partituras de nivel inalcanzable? ¿Hay que ser propietario de un instrumento de casi tres metros de longitud? ¿Hay que dar conciertos públicos o vale con el salón de casa? ¿Nos lo tiene que llamar algún colega de prestigio o vale la comunidad de vecinos? ¿Tiene fecha de caducidad si pasamos un tiempo alejados de las teclas? ¿Funciona como el carné por puntos, el de conducir? ¿Tenemos que vivir en una ciudad en las antípodas del conservatorio que nos vio florecer?
Pianista… Pianista… Pianista… A veces no basta con recitarlo mentalmente, hay que pronunciarlo en voz alta, incluso gritar fuerte (mejor que no vayamos en el metro o estemos en un sitio muy concurrido, sino más bien en privado). Pianista… Pianista… Pianista…
Siempre acabo hablando de lo mismo, ¿por qué será? Cuando somos estudiantes ponemos el listón excesivamente alto porque nuestras referencias son las primeras figuras mundiales. Lo único que logramos es convencernos de que jamás igualaremos su nivel. Y ahí empieza a nacer esa trampita autosugestionada con la que comenzamos a dibujar una línea descendente en lucha con la que nuestra vocación dibujaba hacia arriba. A partir de entonces comenzamos a parecernos a un gráfico de la bolsa de valores y en un mismo día podemos batir récords históricos o caer en picado. No digo nada de si a nuestra percepción se añade la de nuestro mentor o nuestros condiscípulos. ¡Apaga y vámonos!
Hay que usar el valor de las palabras en su justa medida, sin trampas. Todos sabemos perfectamente que podemos sentirnos pianistas desde ya, al igual que cualquier profesional lo hace con su oficio. Todos sabemos que ser pianista incluye el verbo estudiar, al igual que tantas otras profesiones. Todos sabemos que si vamos con miedo es difícil continuar, al igual que en cualquier actividad en la vida. Entonces, mejor pronto que tarde, vamos a definirnos, aunque pueda parecer una tontería, que hasta el título nos confunde a este respecto.
Soy músico porque me dedico a la música, soy pianista porque toco el piano y dejé de ser estudiante en el momento que abandoné el conservatorio, lo que no quita para que deba continuar estudiando cada día.
Hacedme caso, no juguéis con las palabras, que las carga el diablo.

miércoles, 1 de mayo de 2013

Aficionados

Leía una noticia sobre la programación cultural conjunta que planean tres ayuntamientos para 'optimizar' recursos. Ya he escuchado iniciativas similares por varias provincias y tiene sentido porque al artista se le ofrecen varias actuaciones y, por ese mismo motivo, resulta más asequible para los organizadores al facturar por lotes, para que nos entendamos.
Pero el texto iba un poco más allá pues, al comentar en qué podría consistir dicha programación, los concejales de cultura mencionaban a grupos locales, tanto de música como de teatro. O sea, ofrecer escenario y oportunidad a quienes dedican sus ratos libres a estudiar y ensayar. Y no pude dejar de enlazar con otra idea que me ronda la cabeza desde hace bastante tiempo.
Vengo observando, y hablo de años, que los profesionales tenemos mucho que aprender de los llamados aficionados (la distinción por el término no pretendo que sea peyorativa, en absoluto). ¿Habéis notado que hay una diferencia abismal en cuanto al disfrute en el ejercicio del artisteo? Existen infinidad de corales, bandas y agrupaciones que se reúnen por amor a la música, por pasar un buen rato, por intercambiarse con las homónimas de cuanto más lejos mejor. Están deseando que lleguen los días de ensayo y los fines de semana para dar rienda suelta a toda su vena artística. Y son felices.
Por otro lado, también es frecuente observar a esas orquestas que ya salen al escenario arrastrando los pies, que se repanchingan en sus sillas y que reprimen constantemente los bostezos, si es que no están charlando con el de al lado de temas más interesantes que lo que allí está sonando. Estos son los profesionales (es el momento de explicar que no todos son así y blablablá, que siempre hay alguno que se pica y ofende).
Nosotros, los pianistas, también deberíamos tomar nota de la actitud de los aficionados. Para ellos cualquier avance es un triunfo y un motivo de alegría; nosotros nunca vemos el motivo de satisfacción ya que siempre puede estar mejor. Aunque sepan que no van a poder con una obra, la tocan por el gusto de la música en sí; nosotros siempre ponemos la venda antes que la herida y así tenemos una buena excusa ante el fracaso. Ellos son capaces de valorar a cada músico que se sube a un escenario pues conocen el pellizco, que no se los quita nadie; nosotros asistimos a un concierto cargados de cerbatana, ballesta, soga, navaja albaceteña, guillotina y rifle con mira telescópica (para no entrar en armamento pesado), que ya tenemos listo de antemano el pulgar hacia abajo en plan romano. La música les sirve para elevar sus vidas, para sentirse mejor ante la cotidianeidad y sus circunstancias; a nosotros nos causa malestar, frustración, pesar y sólo es motivo de queja perenne.
Recuerdo cómo en España hace muchos años el tejido musical y artístico en general se mantenía gracias a los aficionados, entre otras cosas porque esto no daba ni para pipas. Poco a poco fue creciendo el gusto por el estudio, crecieron los conservatorios, se crearon orquestas, se construyeron teatros y auditorios, se celebraron festivales y aumentó la dotación económica dedicada a la música. No era mala perspectiva.
Pero no debemos olvidar que hemos llegado hasta aquí gracias a tanta gente que hizo lo que hizo por amor, por amor al arte, gente que luchó contra viento y marea, que invirtió tiempo y ganas, y que no dejó que la coyuntura marcara lo que debían o no hacer. A ver si tomamos nota.