domingo, 8 de diciembre de 2013

Tirar la toalla (II)

Seguro que muchas personas nos han comentado que dejaron de estudiar piano por razones diversas. La mayoría de las veces era porque, al ir pasando de curso, el nivel se volvía cada vez más exigente. Otras por falta de tiempo para acudir al instituto o a la universidad. Otras porque era incompatible con las salidas y la diversión propias de la edad. Y, por desgracia no pocas, debido a la desmotivación de los profesores, por decirlo de una manera educada.
Cada vez que escribo, intento que no sea de oídas, sino que todo lo que cuento sea algo personal, la única manera que conozco para que sea medianamente interesante y, sobre todo, veraz y creíble. Por eso me gusta mencionar mis vivencias, porque sé que muchas son comunes.
Como yo estudiaba en el Conservatorio de Jerez de la Frontera, que era elemental, tuve que realizar quinto y sexto por libre (del Plan del 66, cuando grado medio iba desde quinto a octavo). En vez de continuar en Cádiz, relativamente cerca (entonces no existía el puente que cruzaba la Bahía), mi profesor, don Joaquín Villatoro, decidió que haría los exámenes en el superior de Córdoba, saltándonos a la piola el de Sevilla.
La primera vez que acudimos al tribunal, con doce años recién cumplidos, la recuerdo vagamente. Me viene a la memoria más claramente el examen de Conjunto Coral que el de Piano, ya que, de todo el repertorio que llevaba preparado, los señores catedráticos decidieron que no servía ninguna pieza, por lo que no tuvieron mejor ocurrencia que imponernos (mi hermano mayor también iba en el lote) unas obras nuevas a primera vista. Claro, que no sabían con quién se las estaban viendo. Otra cosa no, pero a lectura y a entonación no me ganaba nadie. Así que, su boca se quedó más abierta que la mía cantando.
En el mes de junio del año siguiente, el examen era de sexto de Piano. Éste sí lo recuerdo mucho mejor, sobre todo por los daños colaterales. El bueno de Rafael Quero, jovencito todavía, no tuvo otra ocurrencia que la de pedirnos, para calentar, una escala, la que quisiéramos (reitero el plural anterior). Mi hermano sufrió una especie de parálisis mental, comenzó a sudar, miró a mis sufridos padres y les dijo que ahí terminaba su relación con la música. Y hasta hoy. Cada vez que recuerdo este episodio me acuerdo de otra ocasión en la que lo acompañé al dentista y, al escuchar desde fuera sus gritos, sentí pánico por simpatía, como los armónicos.
Cuando llegó mi turno, que fue enseguida pues no hubo forma humana de convencerle de que tocara incluso sin la dichosa escala, me miró y me pidió lo mismo: una escalita. Yo flipo conmigo mismo. Calladito, buenecito y responsabilito, pero con más agallas, llegado el momento, que el caballo de Espartero. Fue como tirarse de un trampolín. Te pones en el borde, miras hacia abajo, te entran ganas de dar media vuelta pero algo en tu interior te dice que puedes, que no pasa nada. Y así fue. Sol mayor, ni frío ni calor, pero muy cómoda para el cuarto dedo. Hacia arriba, cuatro octavas, y hacia abajo otras cuatro. Después vino el examen propiamente dicho, hasta el final y listo (no hay que olvidar el pánico por simpatía).
Como se suele decir, salvé la honra familiar. Cuando oí a mi hermano decir que abandonaba la carrera vi las puertas abiertas: ¡yo también, yo también! Desde entonces sé lo que es y cómo funciona el chantaje emocional. Obviamente, tuve que ceder en mis reivindicaciones. Lo que no sabía es que este incidente puntual iba a ser una pamplina con respecto a mi nuevo horizonte: el Conservatorio de Sevilla. Pero eso es otra historia.

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