domingo, 15 de diciembre de 2013

"Tengo pupa"

Esta mañana estaba bajando una persiana con mi hija, de esas metálicas grandes que se atascan al final y hay que darle un último y fuerte empujón. Imagino que, mientras yo contaba el 'un, dos, tres' en semicorcheas, ella lo hizo en corcheas, lo que nos ha llevado a un pequeño y leve percance (a Dios gracias). Su dedo meñique ha sufrido un ligero aplastamiento y la uña se ha levantado un poco, lo que ha originado la presencia siempre alarmante de sangre. Entre su mirada de dolor y su reacción expectante, los dos hemos tenido el mismo pensamiento: menos mal que ha sido la mano derecha, la del arco. Puede dar una baja para dicho meñique tranquilamente. El de la izquierda hubiese sido otro cantar.
Esto me ha hecho recordar antiguos sucesos relacionados con las manos (que todo el mundo da por hecho que deben estar aseguradas). La primera vez que estuve a punto de perder la mano derecha (no exagero), era yo muy crío, poco más de seis años. Estaba en la calle, que era casi campo, jugando con unos amigos cuando decidimos rellenar con piedras un hueco que había en la tierra. Sin táctica previa, nos turnábamos para lanzar cada uno una roca, dado el tamaño y el peso. Todo iba bien hasta que menda, en su afán perfeccionista (genio y figura), no tuvo mejor idea que ponerse a ordenar aquella pequeña cantera para que el trabajo no fuera en balde (¿era necesario realmente?). Sin tiempo para reaccionar, mi mano desapareció bajo un canto descomunal. Cuando mis amigos salieron del trance que les produjo mi grito y pudieron ayudarme, comprobé con horror un enorme bulto entre el pulgar y el índice, adornado de minúsculas gotitas rojas. No hizo falta ambulancia pues ya iba yo llorando como un verraco (no lo dudéis, se escribe con uve) hacia mi casa. No sé si fueron uno o los dos metacarpianos los que se habían salido de su sitio y fracturado, pero, como eran aún de tallo verde, me los colocaron en su sitio y me pusieron una escayola para poder fardar en el colegio.
Tres semanas antes de mi examen de octavo, fin de grado medio, trabajaba tras la barra de una caseta de feria que habíamos montado los del instituto para ayudar al viaje fin de curso. Desde ese día, cada vez que uso un abrebotellas, me aseguro de hacerlo despacio y con cuidado. Aquél estaba atado con una cuerda demasiado corta y yo, en vez de acercarme la botella, quise forzar tirando un poco más. Error. Rompí el gollete de cristal y, a su vez, corté mi pulgar derecho por la mitad. Tiene narices que el primer pensamiento fuese para el piano. Mi aún buen amigo Antonio arrancó su moto, una Bultaco estruendosa, y me depositó en la caseta de la Cruz Roja en cuestión de segundos. Yo no hacía más que repetir a las enfermeras que era pianista, a lo que me respondían que ellas eran enfermeras (la incredulidad siempre por delante). La suerte quiso que no afectara a ningún tendón y, mucho mejor aún, que no fuera necesario dar puntos de sutura. Lo primero que hice al llegar a mi casa fue sentarme delante del piano para comprobar que podía tocar... De recuerdo me ha quedado la cicatriz.
Durante mis buenos años de jugador de voleibol, tuve que aguantar las reprimendas de mi profesor por temor a que pudiera fracturarme algún dedo, algo bastante posible en este deporte. Como el beneficio que me producía era muy superior al riesgo, jamás le hice caso y a lo más que llegué fue a pequeñas inflamaciones de esas que te hace el balón cuando viene cual bala de cañón y te encastra los dedos en el codo. Poca cosa (a no ser que estén de por medio los Estudios de Chopin).

P.S.: Me acabo de marear buscando en Google imágenes de dedos rotos. ¡Ni se os ocurra!

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