domingo, 29 de diciembre de 2013

Nosotros mismos

Nadie, nunca, salvo mi muy querida excepción, sin quien nada hubiera sido posible, me contó de qué iba esto. Y en esto incluyo, además del piano, la vida en general, por resumir.
A día de hoy sigo sin entender por qué no se han definido unas pautas generales que permitan a cada persona realizarse como tal. Bueno, que no lo entienda no significa que no sepa, o imagine, que no interesa que cada ser humano sea libre y disponga de su vida para cumplir sus sueños, porque, de ser así, apañados estaban los que se aferran a la poltrona y que sólo la sueltan cuando ya comienzan a comérselos los gusanos (es que tengo el espíritu navideño un poco subido).
A mis cincuenta y dos años sigo comprobando que ni el sistema educativo ni el entorno familiar, con honrosas excepciones, claro está, enfocan sus directrices para que un ser inocente y con su libro aún en blanco vaya despejando su camino gracias a las experiencias del género humano. Es más, lo  habitual es seguir repitiendo los mismos errores, los mismos comportamientos, sin que nadie se atreva a romper estos esquemas diseñados durante siglos para perpetuar las diferencias. En nuestro terreno musical, me duele cómo el mimetismo se ha instalado en las aulas, constituyendo un verdadero escándalo que un profesor decida airear a sus alumnos e insuflarles optimismo, vitalidad y seguridad.
Cada vez que levantamos la tapa del teclado, queramos o no, toda la enseñanza y todos los recuerdos que la rodean, acuden automáticamente a nuestra cabeza. Los afortunados que crecieron en manos de una mente sana, no sin esfuerzo, habrán logrado que tocar el piano sea algo natural a su persona y que el trabajo sólo consista en aumentar el repertorio o, si así lo deciden, en mantenerlo, que también cuesta lo suyo. El resto, demasiados, sólo sobrevive justo por lo contrario, por tener echada la llave en la cerradura y usar la caja armónica como mueble-bar.
Se acaba el 2013 y no soporto tener que decir ¡por fin!, porque, si aún no nos hemos dado cuenta, también es una año de nuestra vida. Da igual la edad que tengamos como también lo da el nivel pianístico. Desde ahora mismo, sin esperar a las campanadas para enumerar unos propósitos utópicos, tenemos que decidir y creernos que somos seres autónomos, con valor por nosotros mismos, sin comparaciones ni distinciones. De todo aquello que decidamos, que emprendamos, que elijamos y que soñemos, nadie tiene la más mínima autoridad para truncar ni entorpecer nuestro camino. ¿Quién decide lo que podemos o no hacer? ¿Quién tiene potestad sobre nosotros? ¿Quién va a fastidiarnos el día que echemos la vista atrás?
Tomemos las riendas, una buena bocanada de aire, apretemos los dientes y adelante. Es nuestra vida y ¡ay de aquél que se interponga en nuestro camino!

domingo, 22 de diciembre de 2013

Con o sin luz

El pasado jueves toqué con mi hija en Córdoba un concierto más con Imágenes para El Principito. Sin esperarlo, el organizador, un hombre encantador y dispuesto a más no poder, había grabado en un DVD una sucesión de dibujos, los mismos con los que el propio Antoine de Saint-Exupéry ilustró su relato. Para que la proyección se apreciara mejor, decidimos dejar la sala casi a oscuras y recurrimos a sendas lámparas de pie para poder leer la partitura y, de paso, ver las teclas. El ambiente que se creó fue mágico y la concentración absoluta, tanto nuestra como por parte del público.
Esta situación me hizo recordar otra vivida en el concierto que Sviatoslav Richter ofreció en Marbella en 1990. En el programa de mano hacía un alegato a favor de tocar con partitura, algo que ya comenté en una entrada anterior sobre la memoria. En otro párrafo continuaba explicando por qué tocaba con poca luz. El texto, traducido, era el siguiente:
"No es por mí, ni tampoco por esas misteriosas razones que me atribuyen y que varían según la idea, malévola o halagadora, que de mí quieran hacerse: sencillamente, es por el público. Vivimos en una época de 'voyeurismo' y nada hay más funesto para la música. El movimiento más o menos rápido de los dedos, la gesticulación del rostro, no son en absoluto el reflejo de la música sino del trabajo sobre ella y en ningún caso ayudan a su mayor o mejor comprensión; las ojeadas sobre la sala y los espectadores son obstáculos para la concentración del auditorio cuya imaginación se ve desviada de la música y su intérprete. La Música debe llegarnos siempre pura y directamente.
Con mis mejores deseos y la esperanza de que la oscuridad favorezca el recogimiento, ¡nunca el sueño!"

En cierta manera, es como si nos colocásemos los auriculares y cerrásemos los ojos. No hay forma mejor de oír y sentir de verdad. De hecho, cuando llegamos a los teatros, las luces nos permiten ver a los conocidos y cotillear un poco. Al apagar las lámparas y quedar sólo el escenario iluminado, nuestra atención se enfoca con precisión en el objeto de la velada.
En casa me ocurre lo mismo y creo que a todos nos puede pasar por utilizar lámparas de pie o de mesa apoyadas en un lateral del piano. La habitación desaparece, y con ello toda distracción, y nos metemos en otro universo del que salimos como hipnotizados.
Y todo esto coincidiendo con otro regalito más de nuestros antidemocráticos prebostes, cuya empatía con la sociedad roza la psicopatía, y que nos quieren devolver a la oscuridad de las cavernas. Más nos vale ir practicando a ciegas porque encender una bombilla va a convertirse en un acto suntuoso.

Y ahora, aprovechando el espléndido sol que luce, os deseo unas muy Felices Fiestas. "Disfrutemos el presente, que es todo cuanto tenemos" (Marco Aurelio). 

miércoles, 18 de diciembre de 2013

Escalas

Empezaré diciendo que Daniel Barenboim, en una biografía que leí hace tiempo, reconoce no haber practicado escalas en su vida, ni falta que le hace. Pensé que no se podía ser más chulo. Pero después, como siempre me ocurre tras dar un par de vueltas a una idea, vislumbré que igual el mensaje no había que despreciarlo sino, más bien, analizarlo.
¡Que levante la mano el que no haya hecho escalas alguna vez en su vida! Efectivamente, nadie. Nada más tener un primer contacto con el teclado, cuando ya podemos poner las dos manos y los deditos van tomando conciencia individual para dejar de ser meros muñones, nuestros queridos enseñantes comienzan a 'mandarnos' como tarea el ejercicio citado. Primero despacio y poco a poco tomando velocidad. Un par de octavas y luego cuatro. Y cuidadito con mirar el teclado en el paso de pulgar.
Recuerdo una etapa un tanto extraña al final de mi carrera en la que, sin saber muy bien por qué, las escalas tomaron un papel protagonista, como si de ellas dependiera el futuro de todos los alumnos. Fue una manera más bien tonta (y por supuesto inquisitiva) de medir la capacidad de cada uno. No se libró ni el Tato. Escalas ascendentes y descendentes en todas las tonalidades, mayores y menores. La velocidad nunca fue suficiente y, si querías correr, como se perdía algo de claridad, a empezar otra vez. Si una mano hacía un regulador creciente, la otra debía hacer justo lo contrario. Si una tocaba ligado, la otra picado. Incluso practicamos el politonalismo.
Un compañero que iba dos o tres cursos por detrás llegó a tomárselo tan en serio que su jornada diaria comenzaba con cinco horas dedicadas a tan tediosa faena. ¡Cinco horas! Y después tenía que seguir con el programa... Hoy se dedica a dirigir pero no a tocar.
El colmo fue que los famosos exámenes de escalas (...), que podían haberse convertido en un rato distendido, casi como una convivencia o unos ejercicios espirituales, estuvieron cerca de convertirse en trauma existencial. Cuando todos lo encontrábamos divertido, más y más cada vez que alguno tropezaba y dale que te pego, se nos congeló algo más que la sonrisa al recibir los resultados en forma numérica con los enteros seguidos de tres decimales. Llamar a esto surrealista sería darle sentido. Inexplicable. Sólo nos faltó organizar un concierto monográfico.
Con el tiempo he seguido practicándolas de vez en cuando pero, lógicamente, como calentamiento o como pequeño ejercicio tras unas vacaciones. Y descubrí que también podía calentar y recuperar con obras de verdad, fáciles o difíciles. Te sientas, te pones a tocar y los músculos a lo suyo. Imagino que por aquí iba la frase de Barenboim. Si mal no recuerdo, aclaró que la mayoría de las obras que toca y estudia ya contienen suficientes elementos 'gimnásticos' como para perder el tiempo en pamplinas.
Que no digo yo que sean perjudiciales para la salud, en absoluto, pero como todo, con moderación. Los excesos siempre se pagan y éste sólo sirve para las academias de mecanografía.
  

domingo, 15 de diciembre de 2013

"Tengo pupa"

Esta mañana estaba bajando una persiana con mi hija, de esas metálicas grandes que se atascan al final y hay que darle un último y fuerte empujón. Imagino que, mientras yo contaba el 'un, dos, tres' en semicorcheas, ella lo hizo en corcheas, lo que nos ha llevado a un pequeño y leve percance (a Dios gracias). Su dedo meñique ha sufrido un ligero aplastamiento y la uña se ha levantado un poco, lo que ha originado la presencia siempre alarmante de sangre. Entre su mirada de dolor y su reacción expectante, los dos hemos tenido el mismo pensamiento: menos mal que ha sido la mano derecha, la del arco. Puede dar una baja para dicho meñique tranquilamente. El de la izquierda hubiese sido otro cantar.
Esto me ha hecho recordar antiguos sucesos relacionados con las manos (que todo el mundo da por hecho que deben estar aseguradas). La primera vez que estuve a punto de perder la mano derecha (no exagero), era yo muy crío, poco más de seis años. Estaba en la calle, que era casi campo, jugando con unos amigos cuando decidimos rellenar con piedras un hueco que había en la tierra. Sin táctica previa, nos turnábamos para lanzar cada uno una roca, dado el tamaño y el peso. Todo iba bien hasta que menda, en su afán perfeccionista (genio y figura), no tuvo mejor idea que ponerse a ordenar aquella pequeña cantera para que el trabajo no fuera en balde (¿era necesario realmente?). Sin tiempo para reaccionar, mi mano desapareció bajo un canto descomunal. Cuando mis amigos salieron del trance que les produjo mi grito y pudieron ayudarme, comprobé con horror un enorme bulto entre el pulgar y el índice, adornado de minúsculas gotitas rojas. No hizo falta ambulancia pues ya iba yo llorando como un verraco (no lo dudéis, se escribe con uve) hacia mi casa. No sé si fueron uno o los dos metacarpianos los que se habían salido de su sitio y fracturado, pero, como eran aún de tallo verde, me los colocaron en su sitio y me pusieron una escayola para poder fardar en el colegio.
Tres semanas antes de mi examen de octavo, fin de grado medio, trabajaba tras la barra de una caseta de feria que habíamos montado los del instituto para ayudar al viaje fin de curso. Desde ese día, cada vez que uso un abrebotellas, me aseguro de hacerlo despacio y con cuidado. Aquél estaba atado con una cuerda demasiado corta y yo, en vez de acercarme la botella, quise forzar tirando un poco más. Error. Rompí el gollete de cristal y, a su vez, corté mi pulgar derecho por la mitad. Tiene narices que el primer pensamiento fuese para el piano. Mi aún buen amigo Antonio arrancó su moto, una Bultaco estruendosa, y me depositó en la caseta de la Cruz Roja en cuestión de segundos. Yo no hacía más que repetir a las enfermeras que era pianista, a lo que me respondían que ellas eran enfermeras (la incredulidad siempre por delante). La suerte quiso que no afectara a ningún tendón y, mucho mejor aún, que no fuera necesario dar puntos de sutura. Lo primero que hice al llegar a mi casa fue sentarme delante del piano para comprobar que podía tocar... De recuerdo me ha quedado la cicatriz.
Durante mis buenos años de jugador de voleibol, tuve que aguantar las reprimendas de mi profesor por temor a que pudiera fracturarme algún dedo, algo bastante posible en este deporte. Como el beneficio que me producía era muy superior al riesgo, jamás le hice caso y a lo más que llegué fue a pequeñas inflamaciones de esas que te hace el balón cuando viene cual bala de cañón y te encastra los dedos en el codo. Poca cosa (a no ser que estén de por medio los Estudios de Chopin).

P.S.: Me acabo de marear buscando en Google imágenes de dedos rotos. ¡Ni se os ocurra!

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Crecimiento auténtico

"Su rostro, de un dorado marfileño contra el difuso crepúsculo que pugnaba por dejarse ver a través de la lluvia, encerraba una promesa que Dick veía ahora por primera vez: los pómulos salientes, la ligera palidez, más fresca que febril, hacían pensar en un potro de raza en el que ya se percibían las formas del futuro caballo, un ser cuya vida no prometía ser únicamente una proyección de la juventud sobre una pantalla cada vez más gris, sino un proceso de crecimiento auténtico. Ese rostro seguiría siendo hermoso al llegar a la madurez, y sería hermoso en la vejez, porque tenía todo lo esencial: el dibujo de los rasgos y la estructura ósea."
(Suave es la noche, de Francis Scott Fitzgerald).

Esta misma mañana estaba releyendo este párrafo porque no he podido dejar de trasladarlo a nuestra profesión. Creo que podemos aprender un par de cosas:
La primera, que en la mayoría de nosotros, desde muy pronto, de niños quizás, ya se podían observar unas cualidades que han permanecido a lo largo de los años porque tenían todo lo esencial. Al igual que comentamos el sonido característico de tal o cual pianista, rara vez pensamos en nosotros mismos como poseedores de algunas diferencias. A veces, al escuchar grabaciones propias de hace más de treinta años, me reconozco tal cual soy. Es cierto que cambian aspectos superfluos y profundos, sería absurdo negarlo, pero el yo de cincuenta y dos años ya estaba presente en el de trece.
Por eso perderé la voz gritando a todos y cada uno de los profesores de música (y en realidad de cualquier materia) que se paren con cada alumno un poco más para conocerlos, para simplemente 'verlos' y así poder apreciar las virtudes y cualidades que ni siquiera ellos saben que poseen y poderlas desarrollar y sacar a la luz. Cada alumno encierra una promesa.
La segunda es algo más profunda y tiene que ver con un ser cuya vida no prometía ser únicamente una proyección de la juventud sobre una pantalla cada vez más gris, sino un proceso de crecimiento auténtico. Aquí tuve un ligero estremecimiento. Realmente es un asunto estrictamente personal y cada cual es libre de hacer con su vida lo que le dé la gana, pero la potencia de este pensamiento no puede ser pasada por alto. Tenemos la obligación de crecer y no estancarnos en esa pequeña cima a la que logramos ascender con esfuerzo un día ya lejano, pues el peligro radica en que nuestra luz se irá apagando poco a poco, imperceptible pero inexorablemente.
Si somos valientes, lograremos ese crecimiento auténtico con la sencilla premisa de creer en nosotros mismos. Parece fácil y no lo es, aunque debería serlo. Sólo depende de nosotros y de nadie más. Por eso es tan importante que nos conozcamos y que no dejemos que nadie nos haga daño, ni nos haga dudar, ni nos tambalee y, ni mucho menos, nos derrumbe.
Así seguiría siendo hermoso al llegar a la madurez, y sería hermoso en la vejez.


domingo, 8 de diciembre de 2013

Tirar la toalla (II)

Seguro que muchas personas nos han comentado que dejaron de estudiar piano por razones diversas. La mayoría de las veces era porque, al ir pasando de curso, el nivel se volvía cada vez más exigente. Otras por falta de tiempo para acudir al instituto o a la universidad. Otras porque era incompatible con las salidas y la diversión propias de la edad. Y, por desgracia no pocas, debido a la desmotivación de los profesores, por decirlo de una manera educada.
Cada vez que escribo, intento que no sea de oídas, sino que todo lo que cuento sea algo personal, la única manera que conozco para que sea medianamente interesante y, sobre todo, veraz y creíble. Por eso me gusta mencionar mis vivencias, porque sé que muchas son comunes.
Como yo estudiaba en el Conservatorio de Jerez de la Frontera, que era elemental, tuve que realizar quinto y sexto por libre (del Plan del 66, cuando grado medio iba desde quinto a octavo). En vez de continuar en Cádiz, relativamente cerca (entonces no existía el puente que cruzaba la Bahía), mi profesor, don Joaquín Villatoro, decidió que haría los exámenes en el superior de Córdoba, saltándonos a la piola el de Sevilla.
La primera vez que acudimos al tribunal, con doce años recién cumplidos, la recuerdo vagamente. Me viene a la memoria más claramente el examen de Conjunto Coral que el de Piano, ya que, de todo el repertorio que llevaba preparado, los señores catedráticos decidieron que no servía ninguna pieza, por lo que no tuvieron mejor ocurrencia que imponernos (mi hermano mayor también iba en el lote) unas obras nuevas a primera vista. Claro, que no sabían con quién se las estaban viendo. Otra cosa no, pero a lectura y a entonación no me ganaba nadie. Así que, su boca se quedó más abierta que la mía cantando.
En el mes de junio del año siguiente, el examen era de sexto de Piano. Éste sí lo recuerdo mucho mejor, sobre todo por los daños colaterales. El bueno de Rafael Quero, jovencito todavía, no tuvo otra ocurrencia que la de pedirnos, para calentar, una escala, la que quisiéramos (reitero el plural anterior). Mi hermano sufrió una especie de parálisis mental, comenzó a sudar, miró a mis sufridos padres y les dijo que ahí terminaba su relación con la música. Y hasta hoy. Cada vez que recuerdo este episodio me acuerdo de otra ocasión en la que lo acompañé al dentista y, al escuchar desde fuera sus gritos, sentí pánico por simpatía, como los armónicos.
Cuando llegó mi turno, que fue enseguida pues no hubo forma humana de convencerle de que tocara incluso sin la dichosa escala, me miró y me pidió lo mismo: una escalita. Yo flipo conmigo mismo. Calladito, buenecito y responsabilito, pero con más agallas, llegado el momento, que el caballo de Espartero. Fue como tirarse de un trampolín. Te pones en el borde, miras hacia abajo, te entran ganas de dar media vuelta pero algo en tu interior te dice que puedes, que no pasa nada. Y así fue. Sol mayor, ni frío ni calor, pero muy cómoda para el cuarto dedo. Hacia arriba, cuatro octavas, y hacia abajo otras cuatro. Después vino el examen propiamente dicho, hasta el final y listo (no hay que olvidar el pánico por simpatía).
Como se suele decir, salvé la honra familiar. Cuando oí a mi hermano decir que abandonaba la carrera vi las puertas abiertas: ¡yo también, yo también! Desde entonces sé lo que es y cómo funciona el chantaje emocional. Obviamente, tuve que ceder en mis reivindicaciones. Lo que no sabía es que este incidente puntual iba a ser una pamplina con respecto a mi nuevo horizonte: el Conservatorio de Sevilla. Pero eso es otra historia.

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Paraíso

La luz de la tarde se colaba dorada por la ventana, iluminando la partitura. Pocos momentos hay más mágicos en el día. Tras haber pasado la mañana entre mil asuntos y sintiendo que me faltaba algo, me senté al piano para comenzar a desmenuzar nuevamente una obra hace mucho aprendida: el opus 118 de Brahms.
Sin darme cuenta, perdí la noción del tiempo, incluso la del espacio. Las notas me iban atrapando y mi cabeza se iba cerrando al mundo exterior para abrirse a otro universo. No sé si puedo describir con palabras esta especie de traslación.
A la vez iban acudiendo toda esa cantidad de recuerdos de tantos años (comencé a estudiarla a los catorce años, en 1975). Desde las clases a los conciertos, desde las audiciones a los concursos. Y presidiendo mi estudio, el magnífico retrato del compositor amado. Cada una de las seis piezas con su carácter, con su historia, con su dificultad, con su pasado. Y las manos a lo suyo, intentando limpiar las telarañas.
Pero había algo más. Sin apenas esperarla, apareció como un enorme regalo: era la felicidad. Desaparecieron todos los ruidos mundanos. Sólo tenía ojos y oídos para Brahms. Y consciencia plena. Su música iba llenándome cada vez más. Lo que yo pienso que él imaginó estaba ahí, al menos eso creo. Es la explicación que encuentro.
Realmente, si existe un paraíso, ésta debe ser la sensación que produce. No quería parar, no quería salir de ese estado. Notaba cómo una fuerza, que no siempre acude cuando la queremos, me invadía reluciente. Más que fuerza era energía, la que necesitamos a diario para seguir con nuestro camino.
Todo cobró sentido, una vez más. Nos cuentan una y otra vez que hay que estar muy loco para vivir por y para la Música, pero eso lo dicen quienes no han conocido esta emoción. La cordura en su máxima expresión es la que tienes al constatar que tu vida es plena, que has acertado. Ni nos prepararon para los momentos difíciles, para los largos desiertos, ni tampoco lo hicieron para los buenos, los mágicos, los sublimes.
Hoy escribo la entrada número doscientos. En todas y cada una de ellas quiero buscar y mostrar el sentido de nuestra existencia como pianistas. Tocar el piano no es una exhibición circense, no es un trabajo más, no es un castigo (al menos no debería). Pero si no nos paramos en seco a poner en pie este todo en el que nos movemos y logramos que el esfuerzo casi infinito que realizamos tenga un claro fruto, será muy difícil que salgamos indemnes. No sólo es posible sino que es mucho más fácil de lo que creemos. Y nosotros mismos tenemos la llave. Nadie más. Por eso no debemos pasar la mitad de nuestra existencia esperando que alguien ajeno nos conceda algo que ni tiene ni le pertenece.
Vuelvo a citar a Almudena Grandes: "La alegría hace fuerte. No existe trabajo, ni esfuerzo, ni culpa, ni problemas, ni pleitos, ni siquiera errores que no merezca la pena afrontar cuando la meta, al fin, es la alegría".

domingo, 1 de diciembre de 2013

Y yo también...

Ha vuelto a suceder: estaba mi hija haciendo publicidad de la nueva gira con su Orquesta de Cámara de Mujeres Almaclara, cuando su interlocutor exclamó alto y claro 'yo también soy violonchelista'. Ella mostró amablemente su grata sorpresa y le hizo la típica pregunta de indagación a lo que, con todo su orgullo, le respondió que estaba en tercero de grado elemental.
Claro, si soy consecuente con lo que llevo escrito hasta hoy en mis 199 entradas, así tendríamos que responder todos. Si toco el instrumento, me convierto inmediatamente en un intérprete. Lo único que ocurre es que todos sabemos que ni es así ni es tan simple.
Casos similares que han provocado mi sonrisa he tenido muchos en tantos años. Basta que acudas a cualquier reunión ajena a la música (muy recomendable, por cierto, que hay que airearse), para que, al ser presentado como pianista (no digo ya concertista) alguna voz surja, igualmente alta y clara, erigiéndose automáticamente en colega. Reconozco que no tengo ningún problema al respecto, es más, me producen hasta una pequeña envidia al contemplarlos tan inconscientes y seguros de sí mismos. Lo embarazoso de la situación viene cuando el/la protagonista comienza a enumerar sus méritos y casi siempre sobran dedos de una mano para contar los años de estudio.
Un gerente de una importante orquesta comenzó a valorar su puesto en función de sus conocimientos musicales, consistentes en tres años de Solfeo y dos de Clarinete. ¿Realmente era necesario sacarlos a relucir? Me estaba contratando como solista y él se regodeaba en su amplia butaca. Ni yo le había preguntado al respecto ni necesitaba saberlo.
En otra ocasión, una joven amiga venía de ganar un concurso infantil con todas las bendiciones, tribunal incluido. La niña prometía y era un buen estímulo de los que siempre estamos necesitados. Claro, quizás su madre no contaba con que yo también estuviera recién llegado con un flamante primer premio de otro concurso, a lo mejor un pelín más complicado (y ya tenía varios más acumulados). Su alegría dio para que saliera por su boca la expresión 'mi niña ya es como tú'. En estos casos coloco mi media sonrisa, muevo la cabeza de arriba a abajo repetidamente y me quedo mudo, por si acaso. A ver, que yo me alegraba mucho por ellas, pero es que había todavía un abismo.
A veces te ponen en el compromiso las parejas respectivas, o sea, que el susodicho ni pía pero su media naranja lo cuenta a boca llena. Exagera el mérito, iguala la profesión e incluso supera la calidad. Uno se queda expectante pensando que va a conocer a su futuro maestro y pasa a la decepción, nuevamente, cuando te enteras de que su repertorio habitual lo componen Bertini, Cramer y Hanon.
En fin, anécdotas como estas recuerdo a puñados, pero nunca se me quitará de la cabeza el forcejeo (que ya conté hace tiempo) entre una cualificada sindicalista, esposa de un senador, que durante una barbacoa dada por unos amigos comunes fue incapaz de admitir que yo podía ser pianista y mucho menos vivir de ello.
¡Lo que hay que aguantar!