domingo, 24 de noviembre de 2013

¡Mamá, quiero ser artista!

No hace mucho tiempo, quince o veinte años quizás, tomar la decisión de dedicarse al artisteo y vivir de él era, como poco, infrecuente. Esto era más una afición que una profesión y sólo esa mínima parte de la sociedad que frecuentaba la mala vida podría tener algún interés en tirar por la borda los esfuerzos paternos para que el niño o la niña fuesen personas de provecho.
Si echamos la vista un poco más hacia atrás, prácticamente la totalidad de los artistas se podían definir como pecadores con pasaporte directo al infierno (que debe estar de lo más ambientado). De hecho, casi todos pasaban por vagos y maleantes, es decir, gente sin oficio.
Puede parecer que los músicos tenían una especie de salvoconducto ante la ley ya que, al menos en teoría, tocar un instrumento requería una buena dosis de estudio. Es verdad que dentro de este saco habría que crear como una escala con la que se podría dibujar una pirámide, en cuyo vértice superior, cómo no, se situarían los clásicos, la élite. Pero no es de esta 'tontería' de la que quiero escribir hoy.
Elegir ser artista incluye muchas parcelas para las que la sociedad actual aún no está preparada. Hablo de sociedad en el sentido de admitir que esto sea un profesión completa, que no necesita de complementos, de que nadie se asuste ni sorprenda cuando somos presentados como músicos, que nuestras abuelas no saquen el rosario invocando a San Judas Tadeo, patrón de los imposibles, cuando se enteran de a qué pensamos dedicarnos y un largo etcétera.
Gracias a la televisión, muchos jóvenes son presa de un fervor repentino por esta vida. Yo recuerdo cómo en los años 80, la serie Fama logró aumentar significativamente la matrícula en los conservatorios y en las escuelas de danza. Hoy el tirón lo tienen los cientos de programas concurso que se nutren de miles de principiantes ilusionados de usar y tirar, así es el mercado.
Pero yo siempre oí que esto del piano era distinto. A mucha gente, cuando se le pregunta qué le hubiera gustado hacer en la vida, responde que tocar el piano. Es verdad que tenemos, en proporción, el mayor número de aficionados con respecto a cualquier otro instrumento. Esto obliga, ya que el nivel de exigencia ha crecido, a mantenerse a base de estudio, no hay otro secreto.
Cuando se levanta el telón, se apagan las luces de la sala y el escenario toma brillo, el público queda cautivado mágicamente, incluso antes de oír siquiera una nota. Lo que venga después dependerá del arte y buen hacer de cada uno, obviamente. Lo que casi nadie puede imaginar es el camino recorrido hasta llegar a ese instante. Mucho esfuerzo, mucho sacrificio, mucha tensión, mucha inversión, muchas privaciones..., mucho de todo. Y aquí llegamos a lo interesante. Cuando se ha caminado a conciencia, paso a paso, se han seguido los consejos recibidos y se ha hecho la tarea a diario, año tras año, alcanzamos un objetivo, loable en sí mismo. Pero todo ese largo peregrinaje toma sentido sólo si la música la tenemos dentro sin mirar ninguna otra faceta. Hay algo que no tiene explicación y que nos pertenece en exclusiva de manera individual.
Lo que a día de hoy no consigo explicarme es por qué la mayoría de artistas se consideran tales por el mero hecho de actuar ante el público, y los pianistas tenemos que agarrarnos siempre a la sexta acepción del diccionario de la RAE: persona que hace algo con suma perfección. Así, tenemos el disfrute un poquito más alejado que los demás.

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