miércoles, 27 de noviembre de 2013

Escuela bolera

Durante muchos años me he preguntado de dónde vendría la expresión "ir de bolos". Como muchos giros que aceptamos comúnmente, proviene del teatro (origen de pros y contras para los músicos que pisamos los escenarios). Habitualmente se decía cuando una compañía estable de la capital emprendía una gira por provincias, lo que incluía a menudo muchos pueblos de relativa importancia. El caso es que contaran con un teatro o un casino en el que poder actuar, para que la agenda del empresario, y a la vez la de los actores, estuviese lo más completa posible.
Imagino que el símil es fácil de aplicar a la música. Imaginemos a la Orquesta Nacional de España en ruta por esas autovías de Dios. El trabajo estable lo da la sede y su programación semanal. Lo demás puede ser considerado un extra con el que aumentar la soldada.
Quiero recordar lo más asépticamente posible los conciertos a los que asistí durante mi etapa de estudiante en Sevilla, a los que acudíamos los alumnos con ansia de conocer y presenciar en directo lo que sería, con toda probabilidad, nuestro futuro. No sólo la Nacional, de la que recuerdo con nitidez la Primera de Mahler dirigida por López Cobos, con siete trompas tronando, sino las que provenían de otros países, en especial de la antigua U.R.S.S., insuperables en perfección.
Yo creo que esto no eran bolos. Eran giras en condiciones, realizadas con ganas y al máximo nivel.
Cuando a finales de los ochenta y en los noventa comenzó el florecimiento de escenarios (auditorios gigantescos y nuevos teatros) así como de agrupaciones sinfónicas, todo ello bajo el auspicio de nuestros más que fotogénicos políticos, llevó parejo el intercambio frecuente entre autonomías y provincias. Así, era frecuente comprobar cómo un mismo programa de temporada era exhibido en distintas capitales un día tras otro. Y parece que esto está bien. Sólo tengo una pequeña pega. Las veces que asistía a escucharlas, solía salir con una sensación extraña. Era como si, sin poder poner demasiadas pegas, aquello no hubiera acabado de estar a la altura, al menos a la que yo esperaba. Como si se bajara el listón por suponer que el público sería menos exigente.
Poco a poco, por llevar el tema un poco más cerca de nuestro oficio, la máxima que siempre me ha guiado de que cada concierto es único y que por mí no quede, ya puede ser en un establo que en el Auditorio Nacional, observé que no era contemplada tan estrictamente por demasiados intérpretes. Desde lo más alto a lo más cercano. Entonces, la palabra 'bolo' empezó a sonar como algo despectivo, como si quien estuviera tocando lo hiciera a medio gas y sólo por la pasta. Los comentarios similares a 'total, para los que van a ir', o 'allí nadie se va a enterar de nada', o 'para lo que pagan', o 'quién va a venir que pueda juzgarnos' ..., cada vez fueron en aumento. Esto conllevó una disminución de la calidad en la interpretación y una consecuencia jamás evaluada: el público comenzó a enfriarse porque cada vez disfrutaba menos con el concierto. A su vez, los encargados de programar desviaron la atención hacia espectáculos más populares, de gran rentabilidad política.
Conclusión: una extensa red de músicos boleros ofrecían sus servicios por doquier con una calidad más que dudosa, apagando la débil llama que iluminaba el camino a seguir.
Sigo convencido de que hay que ofrecer lo mejor de uno mismo para que la música de los grandes suene a lo que debe. Esto supone más estudio y más sacrificio, pero no os quepa ninguna duda de que la recompensa será mucho más grande.

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