domingo, 30 de junio de 2013

Certeza

No dejo de pensar, casi a diario, que no hay nada nuevo bajo el sol. Te remontes a la época que te remontes, mires hacia donde mires, todo se repite sistemáticamente aunque nos esforcemos en creer que es nuevo al tratarse de nuestra experiencia.
Pienso que el hombre, la humanidad, en esencia siente de una manera común. Y también pienso que el transcurrir de la vida, por muy individuos que nos sintamos, se podría resumir en pocas líneas, una especie de claves maestras.
Dicho esto, me pregunto casi a diario por qué, si todo está claro, si, gracias a numerosos pensadores a lo largo de la Historia, la esencia de la vida podría estar impresa en una cuartilla y tener divulgación universal, nos empeñamos en complicarnos la existencia.
Las respuestas que encuentro no me gustan y no me satisfacen. Siempre concluyo en una responsabilidad ajena y en un esfuerzo personal. Es decir, durante un periodo largo en el que estamos formándonos como personas nos inculcan un comportamiento y un conjunto de pensamientos casi siempre incompatibles con nuestra felicidad y plenitud, de donde se deduce que nos pasamos el resto de nuestra vida luchando por salir de un pozo, o un desierto, o un cenagal, o una parcela, o una buhardilla, qué más da.
Digo yo, en mi simpleza: si todo no hace más que repetirse, se podrían sacar unas líneas esenciales en las que los errores se eliminaran y los aciertos brillaran grabados en oro (realmente qué simple soy). Si al nacer nos entregasen un librito con unas pocas páginas en las que se detallasen los pasos a seguir claramente, eso sí, manteniendo un margen para la libertad individual del tipo opción A/ opción B, no vayamos a convertir esto en alienante, igual el mundo sería maravilloso, en plan respuesta Miss Universo (la paz en el mundo, el hambre en el mundo...).
Concretando: si hace unos días escribí que el campo verde y dorado pronto sería un océano amarillo y ayer por la tarde lo pude comprobar, no es que yo sea una mente prodigiosa (que también), sino que era cuestión de recordar cómo cada año florecen los girasoles llegado el momento.
En nuestro terreno: si a lo largo de los años hemos comprobado que el estudio controlado y constante da su fruto siempre, a algunos antes que a otros, pero a todos, ¿no debería estar la enseñanza clarificada de tal manera que la confianza en los hechos vencieran siempre al miedo al fracaso? Si todos los días sale el sol (aunque sea por Antequera), por qué vivir temerosos de que algún día pueda no ocurrir tal cotidiana efemérides. Si ya tenemos suficientes muestras de que podemos tocar el piano decentemente, por qué vivir temerosos de que algún día pueda no ocurrir tal cotidiana maravilla.
Sólo encuentro, en mi simplicidad, que la vida seguirá siendo como es porque no nos paramos a intentar cambiar unos comportamientos adquiridos que, además, transmitimos sin cambiar una coma. Si hemos sido educados de una manera que no nos ha gustado, visto ya con perspectiva, ¿por qué no suprimir los errores y enfocar hacia los aciertos a los que vienen detrás, ya sea en clase o en casa? ¿Por qué no educar en la confianza, en el optimismo, en la seguridad, en la libertad desde nuestro puesto, por pequeño que sea?
Nada va a venir desde arriba, que el sistema está muy perfeccionado y a cualquier simple que ha querido cambiar algo se lo han ventilado sin pestañear (!!!). Pero sí tenemos en nuestras manos el poder absoluto (y por eso peligroso) para lograr que nuestro paso por este mundo merezca el esfuerzo.
Y eso sí es una certeza. 

miércoles, 26 de junio de 2013

Querido diario

01:45. Parece que ya ha refrescado un poco. Ha saltado un viento de Levante que me tiene la cabeza a presión y no hay manera de que baje la temperatura. Las previsiones son de 19º centígrados para la noche. Aparentemente, el pueblo dormita, así que, a la cama, que ya es hora.
02:15. Cual trompeta de un Arcángel, he percibido por las dos orejas, con un magnífico crescendo, el zumbido del mosquito que me va a alegrar la velada. Comienza la cacería, afortunadamente no muy larga. Ventajas de pintar las paredes de blanco.
03:00. Último vistazo al reloj, de lo que deduzco que caí al poco tras dar más vueltas sobre mí mismo que un pollo en un asador.
08:45. Abro un ojo. Lo cierro. Enciendo el disco duro, no obstante. 
10:00. Ahora que venía lo bueno, el disfrute del remoloneo, decido que no puede ser, que un pianista se debe a su piano.
11:45. La mochila nevera está lista: papas aliñás, carne en lonchas (un magnífico Lomo a la piña) del día anterior, ciruelas amarillas y rojas (de pequeño tuve un ciruelo en mi casa que daba ilimitadas frutas en verano), cervecita, Coca-Cola, agua (líquida y helada), galletas, chocolate...
12:03. Último repaso en el coche. ¡¡¡A la playa!!!
13:07. Clavo la primera sombrilla. La pleamar está prevista para las 17,45, así que hay tiempo de sobra para disfrutar del frescor de la arena húmeda. Clavo la segunda sombrilla.
13:17. Aprovechando la infinita orilla lisa, iniciamos un delicioso paseo. Más tarde sería muy cansado.
14:20. La piel recibe como un regalo el primer chapuzón. Temperatura del agua 24º, según la AEMET. Según yo, 22º, y se nota la diferencia. Gloria bendita.
14:45. Nada suena tan bien como el sonido que se produce al tirar de la anilla de la lata de cerveza. Y nada sabe tan bien. Damos detallada cuenta del catering.
15:15. Primer intento de poner el disco duro en 'suspensión'. Imposible. La maravillosa luna que nos acompaña estos días está causando que la marea alcance un coeficiente muy elevado, como así lo atestiguan las huellas de la anterior pleamar.
15:18. Cruce de miradas interrogantes. Acuerdo tácito. Primera mudanza. Retroceso al límite visual entre la arena húmeda y la arena seca.
15:22. Junto a las dos sombrillas desplegamos el toldo con el que llevamos doce años gozando de 'la mejor sombra de la playa', en opinión consensuada de los paseantes. Forma de pentágono alargado, dos mástiles y seis vientos con piquetas especiales. De auténticos profesionales.
15:35. Segundo intento. Incremento de la brisa marina en contra de la opinión de la AEMET. Sí acierta en que el viento del este rolará a sur y poniente. El placer se incrementa a nivel paraíso (no hay nada peor que la calma después de comer pues los goterones de sudor sólo se pueden eliminar haciendo inmersión a tres metros de profundidad).
15:48. Nuestro primer puesto de acampada ha sido barrido por una ola que ha llegado a escasos dos metros del actual. Nuevo cruce de miradas. Nuevo acuerdo tácito. A falta de dos horas para su máximo, es aconsejable otra mudanza. Todo el mundo hace lo mismo. Por la derecha, a quince metros, una pareja. Por la izquierda, a treinta metros una familia. Sigue siendo un paraíso.
16:00. Al agua. Ni digestión ni tonterías. Un buen remojón y... en suspensión. Por fin.
18:30. Tras dos chapuzones más es cuando verdaderamente apetece el cuerpo a tierra y el abandono. El infantil intento de frenar la inundación en el segundo puesto con una muralla alta y bien prensada ha sido barrido.
20:00. El cuerpo, la cabeza, el alma... Todo ha sido renovado. Recogemos en tres minutos, que ya hay mucha práctica. Vuelta a casa. Parecemos dos bebés a punto de dormirse.

Mañana levantaré la tapa del piano con más ganas y en mejor forma. Una jornada así tendría que estar incluida en los planes de estudio y, si no, ser recetada por el médico de cabecera.
A falta de todo lo anterior, nadie mejor que uno mismo para decidir cuándo tomarse un respiro. ¡Que ya es verano!

domingo, 23 de junio de 2013

Volver a empezar

Como todos los años por estas fechas, vuelvo a tener una montaña de partituras sobre el piano para intentar seleccionar el que será mi programa base para el próximo curso. Ya sé que no será el único, pero me gusta tener un grupo de obras que me apetezca mucho tocar durante un año entero sin que disminuya mi interés.
De lo que la cabeza imagina durante ese duermevela que, si te descuidas, es más 'vela' que 'duerme', a la realidad de la mañana, partitura en ristre, hay un abismo. Podemos pensar que nos apetece tal o cual obra y no entendemos por qué no la hemos abordado antes. La cogemos con ganas, la cosa promete y..., ¡me aburro! Siempre hay un movimiento, un relleno, unas páginas de más que me tiran por tierra la ilusión, convirtiéndola en efímera.
Así que, he decidido que es un buen momento para retomar, recuperar, rescatar o volver sobre esas partituras que, ya sin fuerzas, continuaban llamándome desde el fondo de la estantería. Si me paso el tiempo recomendando revisar nuestro repertorio para que tomemos consciencia de cuánto hemos estudiado, me voy a aplicar el cuento, que no se diga.
Y estoy feliz. Vuelven a mis manos, casi mágicamente, las obras que estudié durante años seguidos y llenaron mis primero recitales. Algunas de ellas llevan más de veinte años sin sonar en mi piano. Y hete aquí que compruebo la eficacia de la memoria muscular o motriz, ésa que nos dijeron que hacía que las manos fueran solas a su sitio. Es sorprendente cómo, tanto tiempo después, sin siquiera pensar, vuelven a estar en su sitio digitaciones, saltos, pedales e incluso la gestualidad corporal.
Ni que decir tiene cómo al recrear la música, retornan los recuerdos de esos años: el profesor, los compañeros, los conciertos, los concursos, los pianos, las salas, los viajes... La vida ha pasado pero ha quedado. No vivimos sin más sino que acumulamos absolutamente todo, lo bueno y lo malo, lo profundo y lo superfluo, lo difícil y lo fácil. Y una idea lleva a otra, y a otra, y a otra más, y nos retrotraemos a una edad lejana para confirmar que la cabeza, la mente, sigue siendo la misma de siempre, que cambiamos por fuera (aunque nos conservemos de fábula) pero que seguimos siendo la misma persona con algo más de perspectiva y de mochila, pero los mismos. Si no, nada más sencillo que hacer la prueba con cualquier obra casi olvidada.
Otra observación: tocamos mucho mejor que entonces, está claro, pero esos pasajes que siempre nos hacían tropezar siguen ahí, agazapados, muertos de risa al ver cómo se disparan los mecanismos de defensa ante la amenaza. Ahora no importa, son pan comido. O, mejor aún, son como esos muros que de pequeños nos parecían montañas y de adultos no pasan de ser un escalón.
Así que sólo nos queda la música. Y también vuelve, íntegra. Por supuesto que habrá que estudiar, que no va a ser de un día para otro, pero lo esencial no se ha ido. Y si se ha modificado, ha sido a mejor, como los grandes reservas embotellados, que para eso ha reposado en compañía de los mejores.
En fin, voy a seguir limpiando el atril y devolviendo partituras a su sitio, que no quiere decir que no las recoja, sino que quiero centrarme en un programa concreto para llevarlo a 'lo mejor que pueda'.
Y para descansar, entre tanto machaqueo, a seguir rememorando tan largo y entretenido camino. 

miércoles, 19 de junio de 2013

Perfeccionismo

Ayer volví a tener otra sensación cercana al éxtasis. Visité la exposición dedicada a las 'Santas' de Zurbarán, en el Convento de Santa Clara de Sevilla. Realmente, la contemplación de una verdadera obra de arte no se puede explicar con palabras: te quedas mudo, hipnotizado.
No eran muchos cuadros, pero sí suficientes para apreciar el cuidado del detalle. El perfeccionismo. El movimiento, el dibujo y la textura de las telas con las que cubrió a estas Santas, o la minuciosidad con que se sucedían las piedras preciosas me dejaron boquiabierto, casi en trance.
A todo esto he de sumar que estoy devorando un libro dedicado a William Petty, una mezcla de agente, buscador y ladrón de obras de arte de principios del siglo XVII. Todo su saber se basaba en la observación, en el 'ojo' para apreciar la belleza que podía emanar de cualquier objeto antiguo o lienzo más o menos contemporáneo.
Pero de todo esto, además, me quedé con dos ideas: la concepción del tiempo y del trabajo bien hecho. No dudo que, a su manera, los artistas, al trabajar para los potentados, pudieran sufrir un cierto estrés. Los resultados tenían que ser siempre satisfactorios para el ojo de quien pagaba, entendiera o no de arte. Y los plazos de entrega a menudo obedecían al capricho de una fiesta o de un regalo con fecha. Con el paso de los siglos hemos contemplado cómo el trazo de los pintores ha evolucionado. Sin que suene a dogma de fe, podríamos decir que el gusto por el detalle, que requiere no sólo paciencia, sino tiempo puro y duro, ha ido pasando a segundo plano en favor de la mancha, de la ilusión. Que trabaje el cerebro. Y de ahí a la segunda idea, al trabajo bien hecho, sólo queda un pequeño paso.
(Acaban de tocar el timbre, así que, cambiamos de clase y de asignatura. Ahora toca música.)
Qué placer disfrutar cualquier obra en la que el compositor no ha escatimado en recursos. Ya sea en la duración, al estilo de las Sinfonías de Mahler, en color, como la Iberia de Albéniz, en imaginación, como unas buenas Variaciones del tipo Goldberg o Diabelli, o en ideas, como esas Sonatas de nuestro bien amado Beethoven, tenemos multitud de ejemplos en los que el Arte ha estado por encima de cualquier débito o circunstancia. Por muy presionados que pudiesen estar los compositores, siempre supieron dedicarse en cuerpo y alma a su pasión.
También podemos apreciar estos matices en los pianistas. Cuando tenemos la suerte de acudir a un recital y contemplamos el trabajo largo y pausado detrás de cada obra interpretada, sólo podemos descubrirnos ante un verdadero artista, alguien que ha entendido su profesión como una pasión y no ha limitado la duración del estudio a un 'salir del paso'.
El recrearse en una misma obra a lo largo de los años sólo causa placer. Las pequeñas pinceladas que rellenan la partitura van emergiendo como si fuesen veladuras. A través de ellas llegaremos también a lo más profundo del autor, a su esencia, a su alma, y llegaremos a quererlo como a quien hizo posible que nuestra existencia fuera más elevada. Sólo a base de un sano perfeccionismo.
Nuestra misión tiene algo de sagrado pues debemos ser transmisores fieles de lo que en su día fue creado.
Y ahí es donde el intérprete se da la mano con el compositor. 
Y toma sentido.

domingo, 16 de junio de 2013

Madrigal


A la caída de la tarde, cuando la temperatura permite exponerse al sol sin cuidado, Beatriz y yo salimos a dar un largo paseo por el campo que da sentido al pueblo. Sólo basta enfilar la cuesta hacia la iglesia y, en menos de un minuto, desaparecen las casas y la vista se pierde entre verdes y dorados. Pronto será un océano amarillo.
El camino no es liso. Serpentea a capricho de las lindes, sube y baja en suaves olas y penetra en grandes surcos que los siglos han formado. Es allí donde la umbría refresca el cuerpo, donde el aroma reconcilia con la vida, donde la sombra...

"Mírala, Platero. Ha dado, como el caballito del circo por la pista, tres vueltas en redondo por todo el jardín, blanca como la leve ola única de un dulce mar de luz, y ha vuelto a pasar la tapia. Me la figuro en el rosal silvestre que hay del otro lado y casi la veo a través de la cal. Mírala. Ya está aquí otra vez. En realidad, son dos mariposas; una blanca, ella, otra negra, su sombra."

Sin esperarlo, de repente, a cada paso emergían de la nada silvestre pequeños grupos de mariposas blancas. Parecían darnos la bienvenida, alegremente. Las siluetas se dibujaban temblorosas sobre el verde frondoso y los colores de las florecillas.
Como si un mago las llamara a nuestro encuentro, brotaban por decenas, a cientos. La vista adelante, atrás. Un silencioso aletear sobre ramas milimétricas...

"Hay, Platero, bellezas culminantes que en vano pretenden otras ocultar. Como en el rostro tuyo los ojos son el primer encanto, la estrella es el de la noche y la rosa y la mariposa lo son del jardín matinal.
Platero, ¡mira qué bien vuela! ¡Qué regocijo debe ser para ella volar así! Será como es para mí, poeta verdadero, el deleite del verso. Toda se interna en su vuelo, de ella misma a su alma, y se creyera que nada más le importa en el mundo, digo, en el jardín.
Cállate, Platero... Mírala. ¡Qué delicia verla volar así, pura y sin ripio!"

¡Qué regocijo tocar así! Será como es para mí, músico verdadero, el deleite del piano. Todo se interna en mi interpretación, de mí mismo a mi alma, y se creyera que nada más me importa en el mundo. Cállate, Platero... Mírame. ¡Qué delicia verme tocar así, puro y sin ripio!
Hay momentos en la vida en los que todo parece posible. Todo es hermoso, fácil, verdadero. Entonces, desaparecen las nubes de tormenta. No hay miedo. Ni siquiera sabemos que somos felices, lo estamos sin más.

(Madrigal: Capítulo CXXXI de Platero y Yo, de Juan Ramón Jiménez.
Música: Cuaderno de Notas para Platero y Yo, de Alberto González Calderón).

miércoles, 12 de junio de 2013

Velocidad

Ayer por la tarde me acerqué a Sevilla a escuchar a un joven pianista (nacido en 1988), Alexey Starikov, de evidente origen ruso. Me atrajo el 'programita' que había elegido para presentarse: para abrir boca, el Carnaval, op. 9, de Schumann; para rellenar un poco la primera parte, el Mephisto Vals, de Liszt; más relajado en la segunda parte, la inició con la Appassionata, op. 57, de Beethoven; y como debió pensar que faltaba algo, se dejó caer con la Sonata nº 2, de Rachmaninoff. ¡Ni se despeinó!
Me gusta que un pianista tenga ganas de tocar, de demostrar todo lo que ha estudiado durante su vida, y que, si lo dejaran, haría una tercera parte con repertorio de estilo diferente. Lo sé porque yo he sentido eso mismo durante mucho tiempo. Me costaba elegir un programa porque no quería dejar fuera ciertas obras. Hoy es difícil pues, comparando con uno o dos siglos atrás, la cuestión temporal ha variado y asistimos a un concierto sin dejar de mirar el reloj (o el móvil, no vayan a mandarnos un SMS de la Casa Blanca o del CNI).
Desde el comienzo dejó claro que estas obras las iba a tocar con pleno y absoluto dominio. En cuanto comenzaron los dedos a correr pensé que podía ser cuestión de irse metiendo hasta serenarse. Pero no, el tío estaba tan pancho, nada de nervios, al menos externamente (eso también me pasa a mí, que no lo parece, pero va todo por dentro). Los dedos alcanzaban velocidades de vértigo no sólo porque podían sino porque quien los manejaba así lo quería.
Y ahí empieza la rienda suelta de la cabecita: claro, lo que tú tienes es envidia cochina, que ya quisieras; seguro que en los saltos se le van; como siga así va a acabar agotado; a ver cuándo saca el pañuelo a secarse el... ¿ni una gota de sudor?...
Cerré los ojos, que no quería distraerme, y estaba todo clarísimo, limpísimo, detalladísimo, estudiadísimo. ¡Joder! Tiene 25 años si es que los ha cumplido y domina el piano para hacer lo que quiere. El público estaba entregado pues estas obras se escuchan sueltas y no todas juntas en un mismo programa.
Me planteé al salir lo de la velocidad. Recuerdo muchos de mis conciertos en los que la tensión propia del momento me hacía ir más rápido de la cuenta. En la mayoría de las ocasiones se debía a un teclado blando y de corto calado, como era el caso de ayer (lo sé porque toqué en este mismo festival y en el mismo piano la semana pasada). De todas formas, dada la seguridad que demostraba el pianista, estaba claro que corría porque quería.
No creo que sea un defecto sino más bien algo inherente a la edad. La misma vida te va dando perspectiva y los tempi van cambiando según los años, y no sólo en la música. Con veintipocos hay que lanzarse, ser atrevido, exhibir la fuerza, la alegría, el poderío. Grandes maestros de referencia, como por ejemplo Ashkenazy, han dejado constancia de ello.
Es verdad que me hubiese gustado alguna revolución menos pero los compositores estaban ahí, el estilo estaba intacto (siempre habrá quien prefiera la versión de su Cd comprado en El Corte Inglés). A mí me gustó su franqueza, su honestidad, su pundonor. Puede que yo conserve aún una idea romántica de lo que fue Rusia en el plano musical. En los 80, cada vez que aparecía una orquesta, un violinista o un pianista, era para llorar y no parar.
Y me vinieron en torrencial cascada infinitos recuerdos. 

domingo, 9 de junio de 2013

La vida pasa

Si la memoria no me falla, exactamente hoy, a la misma hora en la que escribo, hace treinta años que realicé mi último examen en el conservatorio, concretamente el de Pedagogía Musical, con Francisco García Nieto, ya fallecido. El título superior al bolsillo (es un decir, porque tardaban más de un año en enviarlo) y la calle para correr.
Sólo hay una materia que eché de menos a lo largo de tantos años, y es por donde van los tiros de este blog. Quizás podría llamarse ¿Qué puñetas hago ahora que he terminado?, o Y ahora, ¿qué?, o algo parecido. Nadie te cuenta nada, nadie te prepara para nada. Año tras año sin levantar la vista del teclado y, de repente, te encuentras desamparado (mal que bien, el conservatorio y sus planes de estudio te marcan un camino). La inercia colectiva es la que manda y ni te atreves a sacar los pies de la línea amarilla que hay que seguir.
Tengo otro pasaje del libro de Katherine Pancol Las ardillas de Central Park... reservado para la ocasión, como los buenos vinos. Ahí va, sin anestesia (cuidado que duele):
"De repente, en mitad de la noche, su soledad le parecía insoportable. Su libertad también le parecía insoportable. Su hermosa casa, sus cuadros, sus obras de arte, su éxito. Era como si todo eso no sirviese de nada.
Como si su vida fuera inútil... Insoportable.
(...) De qué sirve vivir, pues, si no se vive para nada. Si vivir es simplemente añadir un día al anterior y decirse, como tanta gente, qué rápido pasa el tiempo... En un fogonazo, entrevió la imagen de una vida lisa, plana, que se hundía en el vacío, y otra llena de altibajos e incertidumbres en los que el hombre se comprometía, luchaba por mantenerse en pie. Y, curiosamente, era la primera la que le aterrorizaba...
No era la primera vez que se abría en él el gran precipicio, pero esta vez era demasiado grande, demasiado profundo. Quería gritar, pero de su boca no salía ningún sonido.
En un fogonazo, atisbó la lucha por vivir, el valor que eso exige, y se preguntó si tendría ese valor. La imagen de esa carrera sin final que lleva a la humanidad hacia su destino. Voy a morir y no habré hecho nada que exija un poco de valor y determinación. No habré hecho más que seguir dócilmente el curso de mi vida, tal y como estaba trazado desde mi nacimiento, el colegio, buena formación, una bonita boda, un hermoso hijo y después...
Y después..., ¿qué he decidido que exija un poco de valor?
Nada. No he tenido ningún valor. He sido un hombre que trabaja, que gana dinero, pero no he corrido ningún riesgo.
Sintió una oleada de terror que le oprimía el corazón y empezó a transpirar un sudor helado.
(...) Mi vida pasa y yo la dejo pasar. Descubría con espanto un futuro de noches semejantes, de días semejantes, en los que no pasaba nada, en los que no hacía nada, y no sabía cómo detener esa visión que le dejaba helado.
Esperó, con el corazón en un puño, a que el día se filtrase a través de las cortinas. Los primeros ruidos de la calle... Él también tendría que levantarse. Olvidar la pesadilla.
No olvidaría la pesadilla, lo sabía."

No todos tienen la inmensa suerte de que se cruce en su camino una persona tan especial, tan generosa y tan valiente como me ocurrió a mí. Ella me dio clases particulares intensivas aunque, a la hora de la verdad, como también me enseñó, depende de uno mismo. 
Siempre llega ese día en el que nos preguntamos si mereció la pena, si algo nos hizo sentir orgullosos de nosotros mismos, si nos atrevimos a vivir.
Es paradójico, pues tenemos una profesión que por sí sola ya responde afirmativamente a esta cuestión. Dedicarse al piano ya es ser valiente, ya tiene altibajos e incertidumbres, ya llena la vida, al menos una buena parte. ¿A qué esperamos? 
Ánimo. 

miércoles, 5 de junio de 2013

Original y copia

Me gustan las partituras. Mucho. Su color, su diseño, su tamaño, su tacto y, cómo no, su contenido.
Cuando mis estudios fueron avanzando, el momento de recibirlas por correo suponían un auténtico placer. Incluso una sorpresa ya que, a veces, el envío no se correspondía exactamente con lo pedido y aparecía ante mí, por obra y gracia de un anónimo partiturero, alguna otra obra que, por supuesto, jamás era devuelta.
Me gustan las partituras, pero no todas. Reconozco que es algo muy personal, casi irracional, que debería darme igual, pero no logro superarlo. Me pasa cuando he usado durante años una determinada edición y la comparo con las que continuamente publican con la excusa de una nueva revisión por tal o cual eminente musicólogo y/o pianista. No puedo. Quiero la portada original, con su color original, con la tipografía original, con el tamaño de las cabezas de las notas original, con la maquetación original, con el gramaje del papel original. No quiero una 'copia' con sabor a falsificación. Lo sé, debería importarme el contenido y no el continente, pero es lo que hay.
En especial tengo un inmenso problema con las nuevas (en términos relativos) ediciones Urtext. ¿Por qué lo cambian todo? ¿De verdad eran así? No soporto que me cambien las notas de sitio, que algún pianista decida que su arreglo o distribución es mejor. Una casa editora de reconocido prestigio, como es Henle Verlag, logra marearme a base de jugar al escondite en este sentido y debo recurrir a otras versiones para leer aunque use ésta como referencia indiscutible. Y que conste que conservo como un tesoro, por ser la primera que tuve, su publicación de las Sonatas de Mozart, entre otras muchas.
Cuando una de mis partituras se vuelve reliquia, intento conseguir la misma pero nueva, para no sufrir estos cambios caprichosos (supongo que será lo de la memoria espacial y que la vista va directa al sitio que recuerda): misión imposible. Que si descatalogada, que si agotada, que si revisada, que si reeditada... Mucho cuento para disparar el precio y reducir la calidad.
¿Qué ocurre ahora? Pues que, a base de comprar partituras cada vez más deficientes, incluso escasas de tinta, que ya es el colmo, recurrimos a la fotocopia (no puede ser que dos páginas tamaño A3 cuesten diez euros por la cara, sean de quien sean). Es verdad que el huevo fue antes que la gallina, o sea, que hemos estudiado muchas obras sobre fotocopias para, finalmente, hacernos con el tomo adecuado. Y, por otro lado, gracias a páginas del tipo IMSLP, nos saltamos el trámite de hacer ningún pedido pues nos limitamos a imprimir como bellacos (venga a gastar tinta negra). 
Es el momento de hacer una defensa de la partitura, del libro. Vamos a pasar muchas horas de nuestra vida volviendo unas páginas que contienen algo que nos apasiona. Muchas de las obras de estudio son fragmentos de una colección mayor y si sólo conocemos las cuatro páginas que nos tocan para la clase difícilmente vamos a poder aventurarnos en terrenos por explorar (un volumen de Sonatas o de Preludios, por ejemplo). Cuando empezamos a acumular un número considerable de ellas, las ordenamos (porque las tenemos ordenadas, ¿verdad?) en una estantería exclusiva y da gusto contemplar cómo crece, incluso se abarrota.
Igual estaría bien que los alumnos empezaran a conocer que existen infinidad de editoriales, que no son todas iguales, y que no es de recibo que aparezcan en clase con dos folios enrollados, arrugados y aplastados, por mucho que, repito, lo importante sea el contenido.

domingo, 2 de junio de 2013

Pasajeros al tren...

Siempre he sentido una gran atracción por los trenes. Igual se debe a que tuve un bisabuelo ferroviario, el padre de mi abuela Emilia, de la que he aprendido mucho años después de su muerte y por la que siento una continua y creciente admiración.
Igual se debe a que durante una buena parte de mi vida de estudiante fue mi medio de transporte obligatorio para asistir al conservatorio (y para volver de él con una sensación de alivio).
Igual se debe a que he pasado noches y días enteros al ritmo caprichoso del traqueteo, con la cabeza chocando contra la ventanilla, tumbado en la litera, desvelado en el pasillo siempre concurrido o soñando en la mullida cama del compartimento privado.
Me gustaban mucho más los trenes de antes. No eran tan impersonales, ni tan rápidos, ni tan puntuales. Sentía el viaje. Notaba el desplazamiento. Veía salir el sol. Disfrutaba la melancolía del crepúsculo. Memorizaba la sinfonía de la estación.
Hoy todo es más veloz, más práctico, más aséptico, más deshumanizado.
Llevo días con la frase en la cabeza, tan usada, hay trenes que sólo pasan una vez en la vida. Y, por más vueltas que le doy, no alcanzo a comprender que sirva como sinónimo de fracaso. ¿De verdad nos creemos a pies juntillas esta máxima? Si lo pensamos despacio, es como si nuestra existencia dependiera de una única oportunidad que, lo más normal, perdimos o no supimos aprovechar. ¿Y para un solo tren se construyeron las vías, las estaciones y los vagones? Mucho lujo me parece a mí.
Es curioso que los años permitan a la cabeza analizar los actos pasados con otra perspectiva, o con la misma pero con mayor benevolencia. Y, de igual manera, permitan recordar decisiones importantes que cambiaron nuestro rumbo e imaginar distintos resultados. Todo ello sin caer en la intranquilidad, al contrario, casi como en un juego.
Es fácil quejarse, culpar, criticar, añorar, y todo por un mensaje repetido hasta el cansancio: hay trenes que sólo pasan una vez en la vida. Falso. Hay trenes que pasan constantemente  y circulan en todas direcciones. ¿Cómo saber cuál es el único, el adecuado? Imposible. Todo eso son patrañas de resentidos que pretenden manipularnos para que actuemos a su antojo. Tenemos en la mano el horario completo y no sólo para un día concreto. Tenemos libertad de decisión y, lo más importante, tenemos libertad para bajarnos en el momento que queramos y subirnos a otro. O seguir a pie. O establecernos. O, como dicen por ahí, si el tren pasa sólo una vez, hay un autobús cada media hora.
Cada día cuenta. Nunca es tarde. Igual hemos esperado todo este tiempo a que llegara el último, del que ni siquiera conocemos el destino, el que nos sacará de nuestro existir perezoso. O que, simplemente, es el mismo en el que llevamos años viajando sin ser conscientes de ello, sin habernos permitido asomarnos a la ventanilla ni bajar en una estación de paso a estirar las piernas o tomar un café en la cantina.
Da igual un cercanías que un regional que un largo recorrido. El tiempo es el mismo. La vida es la misma.