miércoles, 8 de mayo de 2013

Vocación

Todo el mundo parece tenerlo claro: para ser pianista hay que tener vocación. Y, a poder ser, desde muy tempranito, desde antes de saber leer o escribir. Imagino que debe ser por la creencia de que esto de las teclas no tiene límite, de que te pasas media vida sentado y la otra media dándole vueltas al asunto, de que muy bonito pero muy sacrificado y de que a difícil le ganan muy pocas ocupaciones.
Entonces, ¿qué pasa, que si de bebés no pedimos teta con un llanto rítmico o con berridos líricos, o no cogimos los sonajeros a modo de maracas para seguir las nanas lo nuestro no estaba predestinado? Me parece que hay mucho mito en todo esto y mucho de invención biográfica a ver quién batía el récord mozartiano.
Por todo lo que he visto y oído hasta la fecha no creo que se pueda establecer una premisa necesaria para ser músico. Lógicamente, parece obvio que haya que poseer unas mínimas dotes, aunque también está demostrado que no garantizan nada. Más bien al contrario, gente poco dotada, a base de esfuerzo y tesón ha podido vivir la música. Igual esto tiene más que ver con esa vocación.
En la mayoría de los casos el comienzo en los conservatorios tiene mucho que ver con los padres de la criatura: sueños frustrados, idealización de la profesión, objetivos de fama y gloria, relleno del horario extraescolar, tradición familiar, herencia del piano de una tía abuela... Casi todos los niños, en principio, van obligados a recibir clases. Incluso los que pensaban que en dos días iban a salir dominando el instrumento, una vez explotado el globo de la ilusión, deben continuar como objetivo educativo.
Y ahora sigue lo difícil, continuar, compaginar, resistir, avanzar y, lo casi inalcanzable, disfrutar. Todos recordamos esa cantidad de años que pasamos sin enterarnos demasiado de lo que está ocurriendo, realizando ejercicios poco o nada placenteros, medio tocando alguna obrita con suerte algo conocida, leyendo nombres y palabras en 'extranjero', practicando mientras nuestros amigos se lo pasan en grande (casi siempre con esa maravillosa sensación de despreocupación que tiene la infancia) y así un año tras otro.
Pero, ¡oh dioses!, qué dicha tan grande ese día en el que prende la llama en nuestro interior y notamos que el deseo es fuerte, que no podemos separarnos del piano, que por fin sabemos a qué queremos dedicar nuestra vida, que por fin podemos soñar con realismo, que estamos convencidos de que la música nos va a devolver con creces todo lo que de nosotros le demos.
¿Tiene que ocurrir exactamente a los equis años o en tal curso? Si de verdad es vocación, entendida como una llamada, a lo religioso, cada uno la va a sentir cuando esté preparado y puede llegar de golpe o mostrarse paulatinamente. Realmente, qué más da. Lo que sí tiene que ser es sincera, nacer de lo más íntimo de nuestra naturaleza, sin forzarse, sin presiones u obligaciones impuestas, ni siquiera por ambición.
Cuando tienes que convivir con el piano cincuenta, sesenta o setenta años hay que tener vocación, creo que sí, pero pasa como con el amor, hay que cuidarla mimarla, atenderla y no confiarse. Para nada es suficiente con que un día el sol resplandeciera. Sólo en los casos en que la paciente labor, el esmero, la entrega, la humildad y la constancia se conjuguen con la vocación ésta dará resultado.
Ya lo he dicho, igual que en el amor.

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