miércoles, 6 de marzo de 2013

En comuna

Cada vez que voy a Sevilla, inevitablemente paso por la calle Jesús del Gran Poder, en la que, en el número 49, estaba el conservatorio donde estudié. Eso hace que mi subconsciente no descanse y me traiga miles de recuerdos, quiera o no.
La mayoría de los estudiantes éramos de fuera, lo que nos obligaba a residir donde podíamos, dados los problemas que un piano ocasiona. Yo me las apañé en un Colegio Mayor donde mi instrumento rotaba por habitaciones aisladas en busca de la menor molestia a los demás residentes, que casi siempre estaban en clase excepto en época de exámenes que el estudio era continuo, noches incluidas.
El resto de mis compañeros estaba en habitaciones alquiladas o pisos compartidos. El caso es que había que hacer malabarismos horarios por los vecinos y eso era incómodo para nuestra entusiasta y febril actividad. No digo ya cuando alguno quería tocar, cual romántico del siglo XIX, por la noche a la luz de la luna: impensable.
Lo que tiene la edad, la inocencia y la ilusión: en esos momentos de café o cervecita, los foráneos soñábamos con un espacio musical único en el que todo estuviera al servicio de nuestras necesidades, y en los momentos de descanso, las charlas versaran sobre tal o cual obra o compositor. Un poco empachoso, lo sé, pero eso hacían los médicos de mi Colegio, o los biólogos o cualquiera que tuviese un compañero de Facultad.
La idea no era mala del todo: ya que había tantas habitaciones alquiladas por separado, ¿por qué no alquilar una casa entera en la calle Amor de Dios, por ejemplo, paralela y cercana al conservatorio, en la que cada uno tuviera su propio cuarto para aislarse, y numerosos espacios comunes para compartir el resto de actividades diarias y evitar la soledad inherente a nuestra profesión? ¿Imagináis las tertulias, las audiciones espontáneas, los pequeños conciertos privados, las veladas oyendo discos difíciles de conseguir, las comilonas a lo bestia, y otras cosas más propias de la edad y del intercambio de géneros, que todo hay que decirlo?
Cuando esa semilla se plantó estaba todo el mundo dispuesto y se hacían futuros planes, muy idealistas y poco prácticos. Realmente era factible, contando con las ganas y la buena voluntad, pero, ¿cómo sonarían seis o siete pianos a la vez en una casa sin aislamiento acústico, algo que ya resulta insoportable en los propios conservatorios?
Habría que contar también con las propias relaciones de amistad, que no era oro todo lo que relucía, con los pequeños (y grandes) celos, en fin, con la multitud de detalles que implican una convivencia.
Supongo que la solución hubiese sido no ir tan atrasados en la escala académica oficial y que el conservatorio hubiese sido parte de la Universidad, que existieran Colegios Mayores específicos para los músicos, plagados de cabinas de estudio y un buen salón de actos, en los que los músicos, no sólo los pianistas, habríamos encontrado un centro mucho más completo que la simple residencia, en la que forjar relaciones duraderas en lo personal y en lo artístico.
Como digo, la idea tenía su encanto pero no germinó. Tienen que darse demasiadas circunstancias favorables para que una cosa así se ponga en pie, pero... fue bonito mientras duró.

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