miércoles, 13 de marzo de 2013

De justicia

Por definición, todo lo que escribo va orientado a prevenir, en la medida de lo posible, los batacazos, los chascos, los traumas, los desengaños y demás regalitos a los que esta carrera nos tiene acostumbrados. Y siempre lo hago a favor del alumno ya que pienso que es el que merece toda la atención pues suyo es el futuro.
Hoy me gustaría dedicar la entrada a los profesores (algo que ya he hecho anteriormente un poco más crudamente), pero a los que viven la docencia como una vocación, a los que anteponen los intereses de los alumnos a los propios. 
Tengo un amigo que ha dedicado su vida a la cirugía en hospitales públicos y siempre me comentaba que dichos centros funcionaban gracias al esfuerzo del 25% de los profesionales. El resto, pura figuración. No sé si es exagerado comparar esta cifra con los conservatorios, pero cada uno puede hacer su propio cálculo. 
No es fácil ser profesor y menos toda la vida. Podría parecer que el docente no tiene otra vida, no tiene vida privada, y ha de estar de guardia veinticuatro horas a nuestro antojo. Y podría parecer que esta vida no tiene altibajos, siempre ha de ser uniforme en la atención que nos presta. Para esto da exactamente igual que las condiciones laborales sean favorables o no, que estén enfermos o no, que sus relaciones afectivas fluyan tranquilamente o como el tramo alto de un río caudaloso, que las horas de un largo invierno transcurran como en una celda de castigo oyendo notas falsas por la falta de estudio...
Obviamente, conozco a muchos profesores. He de reconocer que admiro a un buen puñado de ellos por una entrega a la que, realmente, el sistema no les obliga. Es gente que se prepara las clases, que motiva a los alumnos indistintamente a su capacidad, que los orienta musicalmente, que va por delante en un camino que ya recorrieron, que los presenta a concursos para estimularlos, que organiza cursos de perfeccionamiento seleccionando cuidadosamente al ponente, que el tiempo de clase lo dedica a trabajar, que inventan continuamente audiciones, encuentros, intercambios y conciertos para normalizar la práctica musical, que guían las lecturas de libros específicos, que aconsejan repertorio añadido, que les gusta la música, que aman el piano... Y mucho más. Los buenos profesores existen pero suelen ser más silenciosos, hacer una labor más callada. Nada sucede de la noche a la mañana y ellos lo saben, que es cuestión de años, de paciencia, de trabajo continuo.
De una manera camuflada, los conservatorios han ido modificando su funcionamiento para igualarse al resto de enseñanzas por mucho que se repetía que no era igual. Es verdad que hay aspectos que han mejorado, pero el afán igualitario de una burocracia ciega hacen añorar las cualidades de hace no tanto. Pues bien, a pesar de las nuevas dificultades horarias y de la pérdida de autonomía, hay docentes que se las ingenian para que la enseñanza no salga perjudicada, para que el alumno, el fin último de todo el tinglado, no salga perjudicado.
Continuarán los profesores que desanimen a cualquiera que pase por su aula (y sé de quién hablo), continuarán los que pasan el tiempo lectivo charlando o tomando café, continuarán los que tienen poco que enseñar, continuarán los que hacen realidad la mala fama de los funcionarios, continuarán los que tienen como única preocupación el cobro puntual de su nómina... Pero, afortunadamente, también continuarán aquellos que, a pesar de sus propias luchas internas, habrán entendido la importancia de su labor y la responsabilidad que tienen con unos jóvenes llenos de ilusión y ansiosos de conocimientos. A esos profesores quería dedicar hoy esta entrada, porque lo merecen, porque no se puede generalizar, porque es de justicia.

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