domingo, 31 de marzo de 2013

Como una cabra

Dicen los del tiempo que este mes de marzo ha sido el más lluvioso desde 1947, y lo noto. Humedad por todas partes, aire denso a nada que sube la temperatura, presión cambiante con cada borrasca que entra... Un poco incómodo para una zona en la que el sol es la energía natural en todos los aspectos.
Por eso ayer, después de comer, como había un respiro, salí con Beatriz a dar un paseo aunque con la pereza lógica del momento en que la sangre baja de la cabeza al estómago. Aún no podemos caminar por los carriles que delimitan los campos, auténticos barrizales. Tomamos la ruta hacia la Ermita del Valle, asfaltada, llevando como siempre mi bastón de marcha de tres tramos anodizados y telescópicos en aleación de aluminio, sistema de amortiguación de choques y vibraciones 'antishock system', punta de..., vamos, un palo de toda la vida pero de la sección de deportes de El Corte Inglés.
El efecto de un invierno lluvioso en una zona templada es que la primavera llega como en las historietas de los tebeos, como una explosión, de un momento para otro. Lo que eran extensiones áridas y marrones ahora son alfombras de largo pelo verde; las ramas desnudas de los árboles revientan de brotes; el azahar vuelve a invadir con su fragancia el aire tibio; las golondrinas vuelven de su refugio africano... Sólo falta como banda sonora la Pastoral de Beethoven (o ésta).
De repente paramos en seco. Un lastimero balido llegaba hasta nosotros desde muy cerca pero no podíamos ver qué o quién lo producía. Junto al cruce de la ermita hay un abrevadero y una caseta, pero no veíamos nada. Siguiendo la procedencia del sonido descubrimos a una pequeña cabra de pelaje color miel que, más que balar, llamaba a su madre: se había quedado rezagada del rebaño que habitualmente nos cruzamos.
Aquí comenzó una aventura propia de Enyd Blyton y Los Cinco (aunque fuésemos dos). Lo primero fue convencer a la cabrita de que tenía que seguirnos, de lo que se encargó Beatriz tras bautizarla con el nombre de María (no creo que fuera por la Semana Santa). Y lo consiguió. Lo segundo, decidir si el rebaño había ido o vuelto, más que nada para darles el encuentro. Qué pena que no llevaba el móvil ni la cámara de fotos: queda para el recuerdo la escena de los tres en fila india carretera abajo, cuidando que cada coche o moto que pasara lo hiciese despacio. Los restos que dejan al pasar eran escasos, así que dedujimos que iban a pastar ya que, cuando van de regreso, el asfalto parece cubierto por la carga volcada del repartidor de Conguitos. Traíamos el viento por la espalda y no podíamos escuchar nada que proviniese de nuestro destino hipotético. Se mezclaban ladridos, motores lejanos, multitud de cantos de pájaros... pero ningún balido. Una curva marcaba con exactitud el desvío que habían tomado a base de los conguitos (así nos entendemos mejor y es visualmente más agradable). Un largo sendero de tierra apisonada delimitaba los sembrados de los que nuestra compañera iba dando buena cuenta a cada rato. Entonces Beatriz, con su agudo oído, los localizó. No se veía nada ni yo había escuchado ningún cencerro, pero ella estaba segura. Topamos con otro sendero, que nos desviaba del principal, lleno de barro. Como llevábamos las botas 4x4 decidimos aventurarnos pero en dos segundos salimos de dudas: María comenzó a soltar alegres berridos incontrolados e inició un trote que seguimos a duras penas por temor a resbalar y ponernos perdidos. Tras una suave loma divisamos al pastor, con su perra de agua, y la sinfonía animal al completo. Junto a la valla metálica María llamaba a su madre, que ya la había destetado. Explicamos al pastor la peripecia quien nos lo agradeció porque, según nos dijo, lo normal es que cualquiera hubiese parado el coche, la hubiera montado y ¡se la hubiese cenado! A partir de hoy tenemos a nuestra disposición leche de cabra recién ordeñada cuando queramos.
La vuelta a casa iba envuelta en una leve euforia por la borrachera de oxígeno puro y por el repaso del rescate. Para reponernos, un poco de butaca, libro en el regazo y, por la fecha, como todos los años, la Pasión según San Mateo, versión de Harnoncourt.
Un día perfecto y sin poner un dedo sobre el piano.

miércoles, 27 de marzo de 2013

Leer o estudiar

Hay muchos momentos en los que uno no quiere estar concentrado, que no quiere estar con los sentidos alertas. Al menos a mí me ocurre, que igual es cuestión de capacidades.
Dediqué una entrada a los Pianistas enciclopedistas en la que mostraba mi admiración e incluso envidia hacia esos pianistas que parecen absorber con la mirada las obras en cuestión de horas, pero no entraba en cuestión de por qué nosotros no hemos hecho lo mismo. Sí, es probable que hayan estado perfectamente dirigidos desde muy niños, que se haya sido con ellos muy exigentes y que ellos hayan respondido a la perfección. Nos queda la duda de con cuántos lo intentaron y se quedaron por el camino.
¿Qué hacemos los demás, los normales, los mortales? La primera reacción es resoplar para admitir que nosotros jamás podríamos haberlo hecho. Y la segunda es seguir con nuestra vida cotidiana, conocedores de nuestras limitaciones. Pero, ¡oh dioses del Olimpo!, llega un día en que descubres que las obras que te costaban tanto tocar eres capaz de leerlas sin demasiados problemas, y con mucho detallito resuelto casi a vista. Entonces viene esa especie de remordimiento vital en el que te culpas de haber sido un vago, un desastre, un inconstante, un viva la vida... Lo peor de lo peor.
Para no caer en el abismo, es necesario evaluar cada etapa objetivamente. No sería lógico, a todas luces, que hubiésemos resuelto las integrales matemáticas con seis o siete años, en el colegio; o que, con la misma edad, hubiésemos distinguido a Kant de Schopenhauer (Querer es esencialmente sufrir, y como vivir es querer, toda vida es por esencia dolor. Cuanto más elevado es el ser, más sufre...).
Por tanto, si vemos tan claramente en cualquier materia de estudio que la edad es importante para avanzar y aprender, no sé por qué somos tan intransigentes a la hora de compararlo con el piano. Es como si sólo tuvieran cabida aquellos cuya existencia emulara al pequeño Mozart. Y, claro, habiendo genios verdaderos, qué oportunidad tenemos nosotros.
Quizás un buen ejercicio, adecuado al avance de la edad, sería retomar esa infinidad de obras (y obritas, que también cuentan) que nos deleitaron incontables tardes (melancólicas o no) y echarles un rato de atención. Comprobaríamos que casi instantáneamente nos hacemos con ellas y, seguramente, reforzaríamos nuestra siempre escasa autoestima.
Hemos pasado la vida en constante esfuerzo hacia el más difícil todavía, con el sano estímulo del crecimiento, por lo que, obras en su día inalcanzables pasaron a conformarse con una o varias lecturas. Era placentero, por el gusto de tocar, que es muy loable y ya lo he defendido. Entonces, hoy, que tenemos multiplicadas las facultades, ¿qué nos impide abordar un buen puñado de ellas con un poco de más ganas y medios que un simple trapo del polvo?
Quizás estemos en un punto medio entre la lectura y el estudio, o en una especie de híbrido. Con menor esfuerzo lograríamos óptimos resultados. Sólo tendríamos que creérnoslo (de una maldita vez).

domingo, 24 de marzo de 2013

Córdoba

Con doce años tuve la primera visión de la ciudad de Córdoba con el estómago encogido (no recuerdo si antes estuve la había visitado en plan turista). Y lo del estómago era porque tenía que examinarme por libre en su conservatorio ya que en Jerez no podía. Durante muchos años la sensación de llegar por la Nacional IV (actual A-4) era la misma, nerviosa. Un tribunal desconocido de 'gente mayor' debía juzgar si podría pasar de curso, tanto de piano como de solfeo y conjunto coral. Algo estupendo para un niño.
Pasado el tiempo comencé a dar conciertos con relativa frecuencia en el Palacio de Viana e incluso en el Conservatorio Superior, que siempre da más pellizco. Por supuesto, a la vez iba conociendo una ciudad preciosa, en lo externo y en lo interno. Y aunque no sé si tiene que ver, mis dos abuelas eran cordobesas, o sea que el 50% de la sangre que corre por mis venas es de la tierra que vio nacer al filósofo romano Séneca.
Esta semana he pasado tres días inmerso en un curso de piano, organizado por el departamento de piano del Conservatorio Profesional 'Músico Ziryab', que tenía como base todo lo que escribo en el blog. El primer día lo dediqué a la Máster Class en torno al concertismo y el resto a escuchar a un buen grupo de alumnos con esta perspectiva, la de ir un poco más allá que dar las notas. No sé si sabré transmitir por escrito las sensaciones que tengo, todas estupendas.
En primer lugar es de justicia agradecer a Luis Tomás, viejo amigo, la coordinación del encuentro, algo nada sencillo. Mª Paz Ramos (CyberPax) llenó de optimismo y energía todas las sesiones, además de alentar a todo el mundo desde su blog, que recoge cuantas novedades pianísticas pululan por el Universo. Y Juan Carlos Morales, the boss, no quitó ojo ni oreja a todo lo que allí sucedió, participando constantemente para hacer más fácil la comunicación. Aunque no era su obligación, prácticamente todos los profesores de piano estuvieron pendientes de que sus alumnos ofreciesen lo mejor de su repertorio con el mejor de los talantes. Eso de que venga un intruso a poner todo patas arriba no está escrito que haya que aguantarlo. Como mi intención era sana y noble desde el minuto uno, se entendió perfectamente que este curso no iba a ser 'otro curso más', sino un intento de abrir los ojos y la mente para que el estudio del piano sea más placentero y duradero de lo que viene siendo.
Así lo entendieron también los destinatarios, los alumnos, que no vieron en mí a un censor sino alguien a quien hacer preguntas de todo tipo y que quería mostrarles las muchas posibilidades que tienen de tocar estupendamente bien.
El ambiente fue muy relajado y sólo guardo sensaciones positivas. Creo que he recibido más de lo que he dado. Intento plantar semillas porque vengo de vuelta de algunas cosas, pero también a mí me han insuflado energía, juventud y ganas.
Por eso, desde aquí, gracias a todos, de verdad, con un hasta siempre.

martes, 19 de marzo de 2013

Control

¡Qué difícil es controlar! Controlar, ¿qué? Pues todo, pero en este caso, lógicamente, me voy a referir a controlar una actuación, un recital.
Lo habitual es que el programa que hemos seleccionado lo tengamos sobradamente preparado y vayamos confiados al encuentro con el público. La repetición del mismo en varios conciertos nos va a ir soltando y estaremos cada vez más cómodos (siempre y cuando todo vaya sobre ruedas, que es lo que estoy dando por hecho).
Siempre he oído a los actores que cuando tienen que llorar, o gritar, o susurrar, o exagerar vocalmente una frase, han de controlar para que hasta el último espectador de la última fila sea capaz de distinguir tales matices. Si realmente se pusieran a llorar (según el método Staniswhisky, que diría Concha Velasco), las palabras podrían atragantarse en la garganta y la nariz se llenaría peligrosamente de fluídos no deseados.
También he escuchado a grandes directores de orquesta comentar que deben sujetar la emoción en esos momentos en que es fácil volverse eufórico o vibrar con un intenso parcial de los violonchelos. Controlar y no dejarse llevar. ¿Es esto bueno para la transmisión musical? Como siempre, pienso que cada uno tiene su propia opinión según le vaya la fiesta.
Después está la teatralidad, esos gestos estudiados que hacen mella en el público para que digan del intérprete que es muy sentido, que cómo cantaba, que cómo la mano izquierda (en el aire) dirigía la melodía de la derecha. No sé si arriesgarme, pero nunca me han gustado los gestos exagerados e innecesarios a la hora de tocar el piano. Las manos donde deben, sobre las teclas, que todo lo demás es ficticio. He presenciado demasiados casos de caras excesivamente expresivas elevadas hacia el techo cuando a una 'redonda' le seguía otra, todo bien despacito, para en los pasajes arriesgados cambiar radicalmente a no perder de vista el teclado. Allá cada cual con su manera de tocar, pero yo soy bastante más sobrio gestualmente, desde que nací, lo que no quita para que salga música de mis dedos.
De todas formas, hay veces en las que se produce tal magia que un escalofrío puede recorrernos el espinazo y debemos decidir si entregarnos a su disfrute o seguir actuando cerebralmente. La opinión de los que saben va más por la segunda opción, y yo la comparto; sin embargo, es posible que podamos soportar un extra de sentimientos provocados en definitiva por nosotros mismos, que somos los intérpretes, y compaginar el control con ese éxtasis, con esa embriaguez que lleva a las actuaciones en directo a superar a las grabaciones de estudio. Si no fuese por esos momentos mágicos no sería necesario acudir a los teatros en búsqueda de ese algo más milagroso que los buenos intérpretes saben lograr en cada una de sus apariciones.
Sinceramente, creo que no deben estar reñidas las palabras control y entrega. Quizás lo que no me guste sea la exageración gestual que camufla, la mayoría de las veces, una interpretación de peor calidad e intenta confundir a oyentes menos expertos.

domingo, 17 de marzo de 2013

Un paraguas, por favor

En estas semanas he pasado por unas cuantas salas, tocando solo, a dúo con mi hija, o acompañándola a ella como solista. Hay meses en los que se acumula el trabajo y otros en los que hay más distancia de una actuación a otra. Suele ser difícil de controlar que la agenda esté al gusto de uno, por lo que lo mejor es adaptarse y organizarse, sobre todo en el estudio. Nada nuevo.
El recibimiento suele estar a cargo de uno de los organizadores, con quien ya hemos tenido las conversaciones previas en cuanto a las necesidades del concierto. Todo es amabilidad y buena disposición para solucionar esos pequeños ajustes de última hora. Además, está el técnico de sala, que se encarga de la iluminación, sonido si hiciera falta, telón, camerino... El contacto con estas personas siempre es cordial e incluso amistoso si son conocidos.
Pero ocurre que, como personas que son, puede que tengan un mal día o, simplemente, tengan que realizar su trabajo fuera de horario, o como horas extras que no van a ser remuneradas, o han tenido que cambiar el turno sí o sí. En fin, que al igual que todos nosotros, la vida cotidiana interfiere en el trabajo y no siempre somos capaces de llevarlo con la misma soltura.
Por mucho bagaje que tengamos nos suele acompañar una carga, más o menos pequeña, de tensión. Son muchos los factores que influyen y a veces ni siquiera son psicológicos sino tan simples como llevar tres o cuatro horas conduciendo. Cuando atravesamos el umbral del teatro vamos adelantándonos a lo que queremos encontrarnos dispuesto y eso ocasiona pequeños desajustes en el tiempo, lo que viene a ser una inmensa tontería si no tuviésemos la mente puesta en el concierto. La más mínima pega puede desembocar en más tensión.
Cuando se unen la desgana o la hosquedad del técnico con nuestras necesidades sin satisfacer podemos llegar a un forcejeo verbal que hay que evitar como sea. La diplomacia, la experiencia, la educación, una palabra amable o un gesto amistoso nos pueden salvar la situación. Realmente no sabemos nada de la vida de esa persona y, aunque no debería mezclarla con nuestro trabajo y el suyo, repito que somos humanos, todos.
Es el momento de tener las ideas claras y dar unas breves pero precisas instrucciones acerca de lo que necesitamos, haciendo valer nuestra voluntad sobre una visible chapuza. Si nos ven dubitativos, débiles o temerosos, es probable que pasen olímpicamente de nosotros. Una orden dada sin alterarse, con la mejor de las sonrisas, con conocimiento de causa y, por supuesto, con un por favor al final de la frase es la mejor solución a este par de minutos de desconcierto. Si nos expresamos con claridad esta persona reaccionará positivamente y dejará sus preocupaciones de lado para hacer lo que sabe.
Puede parecer algo muy simple, pero en los momentos previos a un concierto tenemos que huir de cualquier sofocón, que cuando un músico sale malhumorado al escenario se le nota desde el primer paso a la última nota. Y si un intérprete debe transmitir, por definición, este estado de ánimo también se cuela en las ondas y llega a las butacas, que es lo último que deseamos.
Al final, un buen apretón de manos, un gracias sincero y un hasta la próxima borrarán la imagen de una situación que ya ni siquiera sabemos si realmente se llegó a producir.

miércoles, 13 de marzo de 2013

De justicia

Por definición, todo lo que escribo va orientado a prevenir, en la medida de lo posible, los batacazos, los chascos, los traumas, los desengaños y demás regalitos a los que esta carrera nos tiene acostumbrados. Y siempre lo hago a favor del alumno ya que pienso que es el que merece toda la atención pues suyo es el futuro.
Hoy me gustaría dedicar la entrada a los profesores (algo que ya he hecho anteriormente un poco más crudamente), pero a los que viven la docencia como una vocación, a los que anteponen los intereses de los alumnos a los propios. 
Tengo un amigo que ha dedicado su vida a la cirugía en hospitales públicos y siempre me comentaba que dichos centros funcionaban gracias al esfuerzo del 25% de los profesionales. El resto, pura figuración. No sé si es exagerado comparar esta cifra con los conservatorios, pero cada uno puede hacer su propio cálculo. 
No es fácil ser profesor y menos toda la vida. Podría parecer que el docente no tiene otra vida, no tiene vida privada, y ha de estar de guardia veinticuatro horas a nuestro antojo. Y podría parecer que esta vida no tiene altibajos, siempre ha de ser uniforme en la atención que nos presta. Para esto da exactamente igual que las condiciones laborales sean favorables o no, que estén enfermos o no, que sus relaciones afectivas fluyan tranquilamente o como el tramo alto de un río caudaloso, que las horas de un largo invierno transcurran como en una celda de castigo oyendo notas falsas por la falta de estudio...
Obviamente, conozco a muchos profesores. He de reconocer que admiro a un buen puñado de ellos por una entrega a la que, realmente, el sistema no les obliga. Es gente que se prepara las clases, que motiva a los alumnos indistintamente a su capacidad, que los orienta musicalmente, que va por delante en un camino que ya recorrieron, que los presenta a concursos para estimularlos, que organiza cursos de perfeccionamiento seleccionando cuidadosamente al ponente, que el tiempo de clase lo dedica a trabajar, que inventan continuamente audiciones, encuentros, intercambios y conciertos para normalizar la práctica musical, que guían las lecturas de libros específicos, que aconsejan repertorio añadido, que les gusta la música, que aman el piano... Y mucho más. Los buenos profesores existen pero suelen ser más silenciosos, hacer una labor más callada. Nada sucede de la noche a la mañana y ellos lo saben, que es cuestión de años, de paciencia, de trabajo continuo.
De una manera camuflada, los conservatorios han ido modificando su funcionamiento para igualarse al resto de enseñanzas por mucho que se repetía que no era igual. Es verdad que hay aspectos que han mejorado, pero el afán igualitario de una burocracia ciega hacen añorar las cualidades de hace no tanto. Pues bien, a pesar de las nuevas dificultades horarias y de la pérdida de autonomía, hay docentes que se las ingenian para que la enseñanza no salga perjudicada, para que el alumno, el fin último de todo el tinglado, no salga perjudicado.
Continuarán los profesores que desanimen a cualquiera que pase por su aula (y sé de quién hablo), continuarán los que pasan el tiempo lectivo charlando o tomando café, continuarán los que tienen poco que enseñar, continuarán los que hacen realidad la mala fama de los funcionarios, continuarán los que tienen como única preocupación el cobro puntual de su nómina... Pero, afortunadamente, también continuarán aquellos que, a pesar de sus propias luchas internas, habrán entendido la importancia de su labor y la responsabilidad que tienen con unos jóvenes llenos de ilusión y ansiosos de conocimientos. A esos profesores quería dedicar hoy esta entrada, porque lo merecen, porque no se puede generalizar, porque es de justicia.

domingo, 10 de marzo de 2013

El Club de los Viernes

El miércoles pasado acompañé a Beatriz a la tertulia literaria que dirige, siendo el libro a tratar El club de los viernes, de Kate Jacobs. Como si nada, comenzó a analizar el contenido y a desmenuzar los papeles que desempeñan las ocho mujeres protagonistas: cuanto más la oigo más aprendo y no dejo de admirar su capacidad y su inteligencia.
La continuación de este libro (El club de los viernes se reúne de nuevo) estaba sobre la mesa y lo hojeaba de manera distraída, cuando me llamaron la atención unas introducciones a las distintas partes de la novela que, teniendo el tejido de la lana como nexo, parecían pensadas para este blog. Así que, paso a transcribirlas, que son muy interesantes:

PRINCIPIANTE
El mero hecho de tener delante un patrón no significa que sepas cómo confeccionarlo. Ve paso a paso: no te fijes en la gente cuyas habilidades estén por encima de tu alcance. Cuando eres nueva en alguna cosa -o hace tiempo que no la practicas- puede llegar a resultar extremadamente difícil hacerlo bien. Cada paso en falso se vive como un motivo para abandonar. Envidias a todo aquel que sabe lo que está haciendo. ¿Qué te hace seguir adelante? La convicción de que algún día tú también serás así: elegante; capaz; segura de ti misma; experimentada. Y puedes serlo. Lo único que te hace falta es entusiasmo. Un poco de decisión. Y sentido del humor, eso siempre.

FÁCIL
Se trata sólo de pillarle el truquillo a las cosas. Basta con no forzarlas; tómatelo con calma. Con el tiempo lo entenderás todo. Pero, de momento, sigue intentándolo. Presta atención y evita la tentación de avanzar más de lo que tu nivel te permita. Habla menos. Y escucha más.

INTERMEDIO
Estás mejorando -eres más aguda, ágil  y rápida-, y sin embargo, sabes lo justo para darte cuenta de lo mucho que te queda por aprender todavía. Ahora es cuando ya estás preparada para asumir riesgos. Para calcular hasta dónde quieres llegar.

EXPERTA
Ahora ya sabes lo suficiente como para no tener que limitarte a seguir el patrón de otra persona. O a repetir siempre el tuyo. Puedes romper el patrón. Mejorarlo. Perfeccionarlo. Cambiar el plan. Adaptar e improvisar. Hacer lo que a ti te resulte mejor. Ahora tus habilidades te llevarán dondequiera que desees ir.

Creo que todos hemos experimentado estas etapas, o las estamos pasando. Si nos inculcaran desde pequeños que todo es posible, que todo es más sencillo, que depende de nosotros...
¡Ea, a darle vueltas al tarro!

miércoles, 6 de marzo de 2013

En comuna

Cada vez que voy a Sevilla, inevitablemente paso por la calle Jesús del Gran Poder, en la que, en el número 49, estaba el conservatorio donde estudié. Eso hace que mi subconsciente no descanse y me traiga miles de recuerdos, quiera o no.
La mayoría de los estudiantes éramos de fuera, lo que nos obligaba a residir donde podíamos, dados los problemas que un piano ocasiona. Yo me las apañé en un Colegio Mayor donde mi instrumento rotaba por habitaciones aisladas en busca de la menor molestia a los demás residentes, que casi siempre estaban en clase excepto en época de exámenes que el estudio era continuo, noches incluidas.
El resto de mis compañeros estaba en habitaciones alquiladas o pisos compartidos. El caso es que había que hacer malabarismos horarios por los vecinos y eso era incómodo para nuestra entusiasta y febril actividad. No digo ya cuando alguno quería tocar, cual romántico del siglo XIX, por la noche a la luz de la luna: impensable.
Lo que tiene la edad, la inocencia y la ilusión: en esos momentos de café o cervecita, los foráneos soñábamos con un espacio musical único en el que todo estuviera al servicio de nuestras necesidades, y en los momentos de descanso, las charlas versaran sobre tal o cual obra o compositor. Un poco empachoso, lo sé, pero eso hacían los médicos de mi Colegio, o los biólogos o cualquiera que tuviese un compañero de Facultad.
La idea no era mala del todo: ya que había tantas habitaciones alquiladas por separado, ¿por qué no alquilar una casa entera en la calle Amor de Dios, por ejemplo, paralela y cercana al conservatorio, en la que cada uno tuviera su propio cuarto para aislarse, y numerosos espacios comunes para compartir el resto de actividades diarias y evitar la soledad inherente a nuestra profesión? ¿Imagináis las tertulias, las audiciones espontáneas, los pequeños conciertos privados, las veladas oyendo discos difíciles de conseguir, las comilonas a lo bestia, y otras cosas más propias de la edad y del intercambio de géneros, que todo hay que decirlo?
Cuando esa semilla se plantó estaba todo el mundo dispuesto y se hacían futuros planes, muy idealistas y poco prácticos. Realmente era factible, contando con las ganas y la buena voluntad, pero, ¿cómo sonarían seis o siete pianos a la vez en una casa sin aislamiento acústico, algo que ya resulta insoportable en los propios conservatorios?
Habría que contar también con las propias relaciones de amistad, que no era oro todo lo que relucía, con los pequeños (y grandes) celos, en fin, con la multitud de detalles que implican una convivencia.
Supongo que la solución hubiese sido no ir tan atrasados en la escala académica oficial y que el conservatorio hubiese sido parte de la Universidad, que existieran Colegios Mayores específicos para los músicos, plagados de cabinas de estudio y un buen salón de actos, en los que los músicos, no sólo los pianistas, habríamos encontrado un centro mucho más completo que la simple residencia, en la que forjar relaciones duraderas en lo personal y en lo artístico.
Como digo, la idea tenía su encanto pero no germinó. Tienen que darse demasiadas circunstancias favorables para que una cosa así se ponga en pie, pero... fue bonito mientras duró.

domingo, 3 de marzo de 2013

Imprevisto

Tenía la semana perfectamente planeada, mañanas, tardes y noches. Tres programas distintos, sin meternos en demasiados berenjenales, que no voy a alardear, pero cada uno con su cosa y, por supuesto, los dedos más que a punto.
Orgulloso de mí mismo por mi capacidad, un mensaje en el contestador automático vino a dar al traste con tanta división horaria y con tanta antelación de los hechos. Así es la vida. Un asunto familiar inesperado (bueno, esperado, pero no cuando a mí me venía fatal) se coló en la agenda como un elefante en una cacharrería, que dicen en Cádiz.
En primer lugar, a hacer kilómetros, como está mandado. Esa tarde, en la que ya tenían su lugar un repaso tranquilo, un breve descanso, un paseo para la espalda y una merienda atractiva, se convirtió en paisaje a través del parabrisas, a la ida, y contemplación de las estrellas entre las nubes, a la vuelta (sin dejar de mirar el asfalto, claro).
Los días siguientes, un estado de ansiedad creciente se iba apoderando de mí en una mezcla difícil de discernir: no sabía si se debía a la interrupción laboral o al problema causante de esta fractura, porque eso es lo que fue, una ruptura del modo de vida ordenado. Nunca pensamos cuando hacemos planes que algo se puede cruzar por el camino, ni tampoco sería sano vivir pensando que en cualquier momento algo va a suceder, trágico, por supuesto.
Así que no tuve más remedio que poner en marcha los mecanismos mentales que conozco pero que, aun así, cuesta que funcionen espontáneamente. Las tonterías sobraban, que lo importante era lo primero y tenía claro que era el asunto familiar (todos conocemos casos en los que el trabajo tiene prioridad absoluta). Me tenía que repetir que los programas estaban más que preparados, que los dedos, por un poco de falta de entrenamiento, no se iban a atrofiar, que las mañanas cunden mucho si estamos con todos los sentidos alertas, que cuando llega el momento damos mucho más de lo que creemos, que si llevo cuarenta y seis años tocando el piano no me voy a quedar en blanco...
Creo que estoy exagerando un poco (¿o no?). Tengo que estudiar, tengo que estudiar, tengo que estudiar... Pero, ¿el qué?, si ya me lo sé. ¿Por qué el piano nos tiene amarrados de esta manera? ¿Acaso un oficinista tiene un sólo pensamiento fuera del lugar de trabajo, y a veces ni eso? Si tenemos listo lo nuestro, porque para eso somos previsores, por qué cuando llega el imprevisto nos atacamos como si todo estuviera perdido.
Las veces en que me ha ocurrido algo similar no he podido quitarme de encima la mirada perpleja de Beatriz, con una sonrisa de 'pobrecito, cómo sufre; si supiera que no le va a pasar nada...'. Y es gracias a ella que he aprendido (el automático cuesta que salte libre de temores, pero va mejorando) que es así, que no pasa nada, que llegado el momento hay tiempo para todo, que es más una cuestión de exigencia interna y de intransigencia que de realidad, que es un problema de educación.
Y el remedio es único: hacer en cada momento lo que haya que hacer, dando prioridad a lo importante, a lo verdaderamente importante. Y el piano lo es y siempre va a estar ahí, pero hay cosas y personas que no son eternas y es mejor actuar con disponibilidad total. Nuestra conciencia y nuestro organismo lo agradecerán. Demostrado ante notario.