domingo, 24 de febrero de 2013

Relatividad

No tengo la más mínima duda: el paso del tiempo convierte todo en relativo. Cambia la perspectiva y también puede cambiar nuestra actitud ante un mismo hecho. Por eso hablamos a menudo de cómo el fervor juvenil se va atenuando con la edad. De todo hay, también los que ni tienen energía siendo jóvenes y los que andan en busca del tiempo perdido, que nunca es tarde.
Cada vez que recojo una obra, o releo para pasar el rato, me vienen a la memoria todos y cada uno de los detalles del proceso de estudio y de la posterior puesta en escena, si llegué a tocarla en público (no todo lo que he estudiado ha acabado saliendo de mi coto privado). Y uno de los aspectos que más me hace sonreír, con una extraña mueca, es la velocidad, el tempo adecuado.
No sé si mi experiencia es común, pero seguro que hay algún tarado más por ahí suelto en busca de respuestas o de similitudes a las que agarrarse para no perderse. Ya 'todos sabemos' que el primer contacto con una obra debe ser inmaculado, sin influencias externas, sin audiciones deformantes... Sólo la partitura y una mente limpia. A continuación aclararé que, al contrario de lo que sucede en la justicia ordinaria, el conocimiento de la ley no impide que 'no' la cumplamos. Que dé un paso al frente el que disfrute sentándose en una mesa, lápiz en mano (negro o de dos colores, rojo y azul) y pueda pasar horas o días sin probar en el piano de qué va aquello.
A lo que voy: al principio, el tiempo con el que tocamos/leemos la obra en cuestión siempre nos parece lento, sobre todo en los pasajes más farragosos. Las partes más asequibles son asimiladas enseguida y omitidas en beneficio del machaqueo demoledor de saltos, acordes complejos, graves y agudos delatores, cadencias endiabladas, notas dobles, y toda esa cantidad de regalos envenenados que los compositores nos dejaron a los sufridos pianistas.
La paciencia con la que el santo Job nos bendice a diario nos lleva a 'coger con alfileres' la pieza que nos acapara. A partir de ahora, nos obcecamos en coger velocidad, cuanta más mejor. Casualmente nos ha llegado a las manos una versión de tal o cual pianista que reduce la duración de nuestro engendro a casi la mitad, porque él o ella (la nunca suficientemente admirada Martha Argerich, por ejemplo) sí pueden. Y ahí estamos nosotros, pobres diablos, entrando al trapo como pardillos.
Conforme vamos sustituyendo la bufanda por las camisetas, aquello que nos parecía una montaña se ha convertido en un valle. ¡Qué grandes somos! Ahora resulta que nadie sabe cómo tocar esta maravilla en condiciones, sólo nosotros. Si es que deberíamos estar por el mundo dando lecciones magistrales y llenando auditorios, a ver si se enteran.
Pero, ¿y la velocidad? ¿Cuál es? ¿Acaso ahora nos preocupa? Por obra y gracia del Creador nuestro cerebro y nuestros dedos están en posesión de la verdad absoluta y aquello fluye de la única manera posible. Hasta que un día, involuntariamente, nos escuchamos en una grabación en directo y percibimos una leve discrepancia entre lo que estamos oyendo y lo que creíamos haber hecho. Ya tenemos otra preocupación más que añadir al concierto, el control del tiempo. Sería el teclado, que era de mantequilla, serían los nervios, que todo lo distorsionan, sería el frío, que me dejó las manos agarrotadas... Excusas y más excusas.
Años después, al retomar, la visión ha tomado perspectiva. Ya no queremos impresionar a nadie con el más difícil todavía (aunque los hay que siguen empeñados). Sólo nos interesa la verdad, servir con honestidad al compositor y a su obra admirada, intentar situarnos en su época, en su circunstancia y, en última instancia, abandonarnos al más grande deleite en la interpretación, en la música pura. No hacía falta correr, era todo más sencillo, sólo hacía falta esperar el tiempo adecuado para que las turbulencias se aplacaran y las aguas recuperaran su transparencia. Ahora sí, ahora es sólo música... y de la buena.

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