domingo, 27 de enero de 2013

Estudiante

 Un pianista no hace otra cosa en su vida más que estudiar. A cualquiera que se le diga no se lo cree pues es extendida la suposición de que, alcanzado un nivel, podemos tocarlo todo, así, sin más. Eso me lo han dicho infinidad de veces y doy por hecho que proviene del total desconocimiento del funcionamiento interno de esta carrera.
Hasta muchos años después de haber obtenido el título superior no me atreví a decir que era pianista, y casi siempre le colocaba la muletilla del estudio al lado. Si miras todo lo que queda por delante, todo lo que queda por aprender, cómo reconocer de una manera tajante que se ha terminado el periodo de instrucción.
Me he dado cuenta que no se puede desligar una cosa de la otra, que somos pianistas y estudiantes para siempre, y que no es malo en absoluto. Al contrario, pobre del que crea que ya no necesita estudiar.
De todas formas, sí es importante delimitar con una especie de línea divisoria las etapas. Si seguimos pensando demasiado tiempo que nos falta mucho repertorio puede que la inseguridad o el miedo a dar el siguiente paso nos impida llegar a tocar, al principio en un acto de inmensa honestidad y al poco en un lío mental del que cada vez es más difícil salir. No hay que mezclar. Claramente, durante los años de conservatorio somos pupilos (¿hace falta usar sinónimos para no repetirse?) y trabajamos bajo la supervisión de los profesores. Cuando hasta el conserje se ha cansado de nosotros es hora de tomar las riendas de nuestra profesión (y de nuestra vida) y asumir que, al fin, somos pianistas.
Esto no se acaba nunca y, en activo o no, un pianista siempre que le pregunten usará el verbo estudiar en la primera frase: tengo que estudiar, me voy a estudiar, hoy no he podido estudiar... Si hasta Rubinstein reconocía cuánto le quedaba y poseía un repertorio inmenso. No hace mucho me crucé con una antigua compañera, dedicada a la docencia, que me reconoció que seguía con sus tres horas diarias y, salvo alguna actuación muy secundaria perdida entre la multitud, no es capaz de dar un recital. Parece como si la línea de llegada se alejara en la misma proporción que su avance.
Éste es el peligro, no saber cambiar el chip, quedarnos detrás de la barrera cuando durante muchos años nos hemos dedicado a preparar nuestra alternativa. Y lo peor es que desde esa posición aparentemente segura sólo podemos ver cómo los más lanzados se arriesgan aunque sintamos que estamos más capacitados y dotados que ellos. Bonito comienzo de una larga y duradera frustración.
Lo venimos oyendo por todos lados, que es mejor probar que no quedarse con las ganas, que la vida sólo se vive una vez y hay trenes que pasan para no volver.
Cada uno tiene su ritmo y sus sueños, y no todos tenemos que coincidir en el cuándo, lógicamente, pero sí es triste contemplar cómo de tantas energías que desbordábamos de jóvenes ahora queda un regusto extraño, agridulce por no decir amargo, por ni siquiera haber sido capaces de haberlo intentado. Creo que no existe otra carrera que requiera tanto esfuerzo y tanta dedicación con tan pocos profesionales en activo. Ya lo he dicho muchas veces, que no hace falta llegar a la cumbre, que cada uno se hace la carrera a su medida y lo que realmente importa es llegar a tocar. Si entre todos lográsemos normalizar esta actividad sería como tocar el cielo. Si todos los músicos hiciésemos música seríamos mucho más benévolos con nosotros mismos y no nos castigaríamos en función de unos parámetros artificiales que, para colmo, varían según la época. Aunque fuésemos estudiantes eternos, podríamos decirlo a boca llena, sin complejos, más bien al contrario. Y cada vez que nos excusáramos sonaría mucho mejor: me voy a estudiar, que mañana tengo concierto.

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