miércoles, 31 de octubre de 2012

Al salir de clase

La verdad, los recuerdos se mezclan y a veces hasta son contradictorios. Cuando escribo las entradas para el blog intento ser coherente y equilibrar su contenido. Si sólo me dedicara a soltar bilis o, por el contrario, a dibujar un mundo de luz y color, creo que no serviría para nada. Por eso me gusta rescatar los momentos alegres, intranscendentes quizás, que acompañan a cualquier actividad.
Nos creemos que somos únicos de tanto que nos ven como a bichos raros. Pero no lo somos, en absoluto. Somos gente corriente, lo que no significa vulgar, que hemos dedicado un buen número de horas a intentar 'domesticar' unas teclas que golpean unas cuerdas. Y, como la única manera que conozco requiere el uso de la mente, es posible que la tengamos algo más desarrollada, pero ya está.
Por eso sonrío cuando veo a jóvenes pianistas, niños aún, queriendo aparentar una edad mayor, medio disfrazados de adultos, con un porte altivo que diga a los demás con quién se están cruzando. Niños que piensan, o quizás les han hecho creer, que el piano, la música clásica, tiene que ir rodeada de seriedad. Si están estudiando, pobre del que se atreva a interrumpir tan sagrada dedicación; si hay visitas, que se vayan pronto y sin hacer ruido; si son preguntados por su afición, usarán un lenguaje rebuscado, falsamente culto. Pero, ¿hemos olvidado que detrás de cada músico hay un gamberro? ¡Que levante la mano el que no lo sea! En efecto, pura fachada.
Ya con otra edad, cuando acababa la clase, una encerrona colectiva de cinco o seis horas, era el momento de la cervecita. De alguna manera, la tensión acumulada tenía que liberarse y surgían las bromas, los chistes, las tonterías, las carcajadas. Era una distensión absoluta en la que las preocupaciones por el resultado de la clase pasaban a segundo plano. Mañana sería otro día. Pero se convertía en necesario desfogar, pasar un rato divertido, fuera la hora que fuera. Lo más importante, aprender a reírse de uno mismo, sobre todo porque, como hubieses metido la pata de alguna manera, te lo restregaban sin piedad a mandíbula batiente. Si intentabas justificarte era peor, así que, lo mejor era aceptar los hechos como venían y quitar hierro, con lo que se cumplía perfectamente la función de aliviar la carga mental.
Creo que, de no haber existido esos espacios de alegría, de juego, de normalidad, no habría resistido una carrera tan larga y tan exigente. Si sólo vemos el lado del estudio, de la responsabilidad, de la seriedad, de la temprana madurez y de la exigencia, sin haber rebasado la barrera de los veinte años, ¿de qué infancia y juventud hablaremos a nuestros nietos? Los años pasan a una velocidad que no podemos ni imaginar, pero, por mucho que lo digan los que van por delante, nos negamos a escucharlos.
Así que, si alguien tiene su vida basada en el recorrido piano/conservatorio/piano, y empieza a notar que falta alguna parada intermedia, igual puede plantearse un escape, asistir a una fiesta, quedar con ese alguien especial para ir al cine, trasnochar sin necesidad de caer derrengado, jugarse una partidita en la Play (ojo con la tendinitis) o relajar el horario y, antes de volver a casa, tomarse algo con los compañeros, que son quienes comparten nuestras inquietudes, las mismas, y con quienes, al comentar en voz alta, perderemos el miedo a tanta incertidumbre, a tanta desazón y a tanta angustia que, en la soledad, puede llegar a producir nuestra querida carrera, nuestro querido piano. 

domingo, 28 de octubre de 2012

Tirar la toalla

Una expresión propia del boxeo que se puede aplicar a cualquier actividad: tirar la toalla. Está llena de contenido y de connotaciones, generalmente peyorativas, y al referirnos a otros no solemos aplicarla con demasiado cariño.
En muchos de los comentarios que recibo me estoy encontrando con que las palabras 'desánimo', 'abandono', 'frustración', 'agobio' y otras del estilo, son demasiado habituales. Pensaba que formaban parte de un pasado, no muy lejano, en el que la enseñanza carecía de pedagogía, era más descarnada, heredera de la no menos famosa frase la letra con sangre entra.
Mi memoria me recuerda a menudo la infinidad de ocasiones en las que eran más fuertes las ganas de dejar el piano que las de continuar. El salir de cada clase con el ánimo por los suelos, el ver que la meta era inalcanzable, la incomprensión, la soledad... Un panorama nada apetecible, la verdad. Y si le añadía el tiempo, los años, en los que la respuesta para cualquier propuesta de diversión con los amigos era tengo que estudiar...
Que uno mismo se pregunte qué hace dedicándose o queriendo dedicarse al piano está bien; cuando es tu profesor el que te lo pregunta..., te quieres morir. Y eso todavía ocurre. Y hay que ser muy osado para emitir un juicio sobre cualquier persona sobre su valía. En esta carrera hay muchos 'patitos feos' a los que les perdimos la pista hasta que los vimos aparecer transformados en bellos cisnes. Insisto, que uno lo piense forma parte del crecimiento, pero quien debe guiarnos está obligado a no meter la pata (que, en este caso, no es la madre del pato; un poco de distensión).
He dedicado muchas entradas a la relación alumno/profesor, siempre con el ánimo de que cualquiera que ame la música y quiera que su vida pase por el piano pueda hacerlo. Esto no es una utopía, es posible. No hay excusas. Por desgracia, o mejor pensado, por fortuna, en última instancia la decisión sólo es nuestra, absolutamente personal. Luego somos únicamente nosotros los que decidimos si seguimos o abandonamos.
La edad en la que comenzamos los estudios es muy temprana y, sin darnos cuenta, nos vemos rodeados de partituras, de apuntes de Historia, de ejercicios de Armonía, de más partituras... Y, además, el instituto. ¿Y cuándo vivimos? ¡Que tenemos una edad maravillosa e irrepetible y nos tiene que dar el sol!
Tenemos que tomar las riendas, que ya hemos demostrado que somos inteligentes y, generalmente, muy maduros para nuestra edad. Mantengamos la cabeza fría y no nos dejemos llevar por un mal día, o varios malos días. Es imprescindible tener clara la idea que nos mueve. ¿Quién dijo que iba a ser fácil? ¿Qué empresa o carrera lo es? Es cuestión de perseverar, de tomar un respiro en un momento de agobio, de airearse cuando el ambiente está viciado y enrarecido, de salirse un poco para tomar distancia y, sobre todo, de no exagerar ni ser dramáticos. En un momento bajo hay que quitar importancia y transcendencia, ver el piano como una asignatura más; o, más sencillo, mirar alrededor y ver las ocupaciones de la mayoría de los mortales.
Si quien nos está dirigiendo sólo se dedica a mostrarnos la puerta de salida, es hora de hacerle caso, pero para buscar a la persona adecuada. En el fondo nos está haciendo un favor pues ya sabemos lo difícil que resulta romper un vínculo. Hay profesores entregados a sus alumnos, que los animan, que les muestran sus virtudes, sus cualidades, que les corrigen los defectos sin hundirlos en la miseria, que los respetan. Y en muchas ocasiones, por cuestiones burocráticas, no están en donde les corresponde, pero están ahí, podemos dirigirnos a ellos, podemos consultarles, pedirles consejo.
Hay que resistir, hay que aguantar. No vivimos en un cuento, esto es la vida misma. Puede que no lo entendamos, que no paro de repetir que somos material sensible, pero hay que apretar los dientes, concentrar la energía que nos quede y reanudar la marcha. Los baches hay que bordearlos y dejarlos atrás, y cuando el camino nos parezca demasiado pedregoso, igual podemos hacer un alto y admirar el paisaje.
 
Agarrémonos a cualquier asidero. Todo antes que tirar la toalla.

miércoles, 24 de octubre de 2012

El artesano

Me enseñaron que la única manera de lograr dominar una obra era con tiempo y dedicación. La labor requería paciencia y detalle. Los años, la madurez, la constancia, el rigor y la entrega irían añadiendo a cada partitura un poso que no se puede obtener de ninguna otra forma. De ahí mi idea de comparar nuestro oficio de pianistas con el de un artesano, a la manera antigua.
Parece claro que las prisas que acompañan la vida moderna no colaboran, así como la necesidad urgente de rentabilizar el más mínimo esfuerzo. La producción en cadena está asociada a la optimización de los recursos y quien no lo entienda está desfasado.

Pues bien, yo me resisto, y creo que lo haré siempre, a montar programas como churros, a medio leer cualquier composición para presentarla inmediatamente al público, a no dar vueltas a mi cabeza mañana, tarde y noche en torno a una idea, a ensayar de prisa en un fin de semana escatimando las horas, en definitiva, a no respetar la creación de autores que merecen nuestra admiración.
Cuando abrimos por primera vez las páginas de una obra pianística, se produce un sobrecogimiento casi religioso. Hay una emoción contenida por embarcarnos en una nueva aventura. Aunque podamos tener referencias previas, hasta que nuestros dedos se van deslizando por las teclas no somos conscientes de si esa nueva pieza va a pasar a formar parte de nosotros. Es preciso hacer antes un recorrido visual, más o menos detallado e inteligente, para que los músculos no guíen al intelecto (al igual que en la vida). La impaciencia nos hará sentarnos frente al teclado para 'ver' cómo suena. Enseguida nos atrapará una melodía o, mejor aún, una armonía. Sonidos nuevos aunque familiares, leves descargas eléctricas que nos inducirán al trabajo.
Ahora comienza ese proceso, lento, en el que tendremos que desmenuzar para luego reconstruir. Es posible que, si tenemos facilidad de lectura, en pocos minutos u horas, aquello suene más o menos, pero siempre es engañoso. Hay que llegar al fondo, profundizar, y ya todos sabemos que podemos hablar de años. No significa que no podamos tocar una obra al poco de tenerla en dedos, al contrario, que el rodarla nos va a ir descubriendo multitud de recovecos, de posibilidades distintas, de flaquezas o puntos débiles, de errores de planteamiento. A la vez, los aciertos se reafirmarán y se irán haciendo sólidos. Después llegará una etapa de reposo, de maduración, un tiempo largo en el que olvidaremos, con la distracción de otros trabajos, lo que nos parecía claro. Al retomar, comprobaremos que hasta la velocidad ha cambiado. Todo lo que nos parecía insuperable se volverá asequible. Es el momento de reestudiar, si no nota a nota, al menos frase a frase. Los pedales, la articulación, la línea melódica, los matices, los acentos, la tensión, los puntos culminantes... Todo al detalle para construir el conjunto a la vez que fortalecemos nuestra seguridad.
Y así una y otra vez, año tras año, década tras década, que dicen los que saben que nunca se termina de aprender. Ésa es la grandeza de nuestra profesión, que la música está viva a través de nuestro entendimiento y nuestro arte, eso sí, siempre que la entendamos como una labor de artesanía, como dije al comienzo, sin prisas, con dedicación y con respeto, todo ello fruto de nuestro constante buen hacer.

domingo, 21 de octubre de 2012

Helarte por el arte

Cada día es más difícil abrir un ojo y salir de la cama o, en su defecto, levantar la cabeza del teclado para contemplar cómo discurre la vida. Uno de los efectos que más me gusta de tocar el piano es la sensación de evasión, de atemporalidad, de burbuja aislante. Tocando el piano nada existe fuera de él, los sentidos se van concentrando paulatinamente en la música hasta que dejamos de pertenecer al presente y nos trasladamos a otro mundo, a otra vida.
Me estoy cansando de que la actualidad marque el contenido de lo que escribo, pero, por otro lado, no puedo ignorar el camino que está tomando la cultura a manos de los cuatreros de siempre. Es el momento de los charlatanes, de los embaucadores, de los mercachifles, siempre dispuestos a usarnos, exprimirnos y desecharnos.
Aquellos que pretenden justificar los cambios que se están produciendo son los mismos que tenían en sus manos todo el 'negocio' del arte. Sólo pretenden seguir manejando a su antojo a todos los ilusos e ilusionados artistas, que se entregan sin reservas a unos especuladores que sólo miran por su ganancia. Las riendas siempre las llevan los mismos. Un pianista no quiere, por definición, saber nada de lo que ocurre en los despachos ni entre bambalinas. Un pianista está a lo suyo: a estudiar, a mejorar, a perfeccionarse, a disfrutar, a hacer disfrutar... Por eso ya comenté lo importante que es depositar la vida artística (tan difícil de separar de la otra) en una persona de absoluta confianza, y no es una frase hecha.
Estamos sufriendo las consecuencias de haber dilapidado una importante suma de recursos económicos durante bastantes años de bonanza. España pasó a ser una especie de paraíso donde todos querían venir a tocar debido a las elevadas sumas que se ofrecían. ¿Por qué? Porque estábamos en manos de catetos y mangantes. Catetos ('personas palurdas, torpes, incultas'), aquellos que sólo querían contratar nombres conocidos en el mundo mundial, cuanto más caro mejor, que preferían dos conciertos de postín al año a una temporada estable, con treinta o cuarenta actuaciones de igual o superior calidad pero menor brillo mediático, que hubiera creado una afición que estaría exigiendo continuidad; mangantes ('sinvergüenzas, personas que viven aprovechándose de los demás'), aquellos que hablan en nombre del pianista exigiendo cachés desproporcionados que el músico jamás ve, importándole poco o nada el desarrollo artístico o musical de una persona entregada a su arte.
Entre unos y otros hemos dejado pasar unas décadas brillantes en las que parecía que España iba a codearse con los países tradicionalmente culturales. La primera paradoja es que, si mi memoria no me falla, siempre han salido artistas en todas sus ramificaciones que han dado la talla y han paseado el pabellón con la mayor dignidad, con lo que no entiendo a qué seguir con el dichoso complejo que arrastramos desde el desastre del 98 (1898, ¿eh?).
Queramos o no, el arte es intocable pues el tiempo pone cada cosa en su sitio. De nosotros, a nivel individual y colectivo, va a depender que nos manejen o que podamos mantenernos en una actividad que va mucho más allá que de lo estrictamente económico. El patio está lleno de buenas ideas y de buenos intérpretes, así que siempre me resistiré a que el matón de turno no me deje hacer y dedicarme a lo en su día elegí, que es mi vida, y que tanto esfuerzo y entrega me ha costado. Y, por supuesto, a mi manera.

miércoles, 17 de octubre de 2012

Afición

Hace unos días leí en El País un artículo sobre la música en España, más en concreto sobre la educación. Abarca varios aspectos pero me quiero centrar en el que se refiere a la afición, ésa que es capaz de llenar las salas.
Si, como dice, durante cuarenta años no se ha podido generar un público preparado para continuar asistiendo a los conciertos, es porque algo ha fallado. ¿Qué ha pasado?
Hace años que tengo mis propias teorías, aunque sea por llevar en este mundillo cuarenta y cinco, lo que se llama testigo directo.
Es muy fácil, facilísimo, echar la culpa a 'la gente', esa masa indefinida que se deja manipular por el primero que les silba (o les toca la flauta). Pero gente somos todos y parece que siempre se habla de los demás, que no va con nosotros. Empecemos pues con un 'mea culpa'. Igual podríamos reconocer que los músicos no somos los más fieles asistentes a las salas de concierto. Siempre tenemos una excusa, una clase, un inconveniente, una crítica por adelantado, un desprecio por el intérprete... Veinte razones esgrimidas al unísono que nos imposibilitan mover el culo para sentarlo en una más o menos incómoda butaca. A la excusa del precio de las localidades podemos enfrentar la gratuidad de algunos, la ridiculez de la mayoría y, en el caso de los Auditorios, más caros, la posibilidad de buscarse la vida con esas entradas que siempre pululan por los despachos, conservatorio incluido.
Desde mi niñez recuerdo los conciertos de la Orquesta de RTVE, televisados a las doce de la mañana de los domingos. Aquí viene una de las causas más graves que tengo en mente: de la orquesta, nada que objetar, que es gratis criticar y difícil ver las cualidades de una formación muy completa que mantuvo un nivel alto gracias a sus excelentes músicos. Pero, ¿y la programación? Era de juzgado de guardia. Durante todos estos años citados, no ha habido un empeño claro de difundir la música. Unos dirigentes más o menos cualificados optaron por la vía del compadreo y del beneficio propio a la hora de seleccionar el repertorio que iba a llegar a un público no formado: si sólo se podía escuchar música contemporánea, de estreno, por aquello de cobrar los derechos de emisión y de autor, de compositores que en su mayoría nadie recuerda, y que te miraban con desprecio si osabas referirte a, por ejemplo, Beethoven, poca labor de difusión se iba a lograr. Así año tras año, hasta lograr que se identificara la clásica con un bodrio.
La música está ahí porque es maravillosa, pero no toda. Y enseñar al que no sabe implica hacerlo con honestidad, con entrega, y no con intereses económicos de por medio.
Durante lustros hemos estado en manos de mediocres y de interesados que han bloqueado el acceso a las grandes obras de los grandes maestros. Sólo de vez en cuando la 9ª de Beethoven, que llena la pantalla.
A esto se le ha llamado toda la vida empezar la casa por el tejado. ¿Resultado? No tenemos casa y el tejado se ha hundido.
Pongamos de nuestra parte para que la buena música llegue constante a toda la 'gente' posible, que no se apague su volumen, que no se confunda con otros ruidos, que se haga necesaria e imprescindible. No bajemos el listón, esforcémonos por ofrecer calidad, que con la excusa de 'no entienden' o 'nadie se va a enterar', hasta una obra sublime puede llegar a causar rechazo (por decirlo finamente). 

domingo, 14 de octubre de 2012

Alto Standing

Estaba ayer mirando algunas páginas web dedicadas a la música cuando apareció ante mí una referencia al 3º de Rachmaninoff. Se trataba de la grabación en directo que, en 1958, se hizo de la final del Concurso Tchaikovsky, contando con la participación al piano de Van Cliburn (aquí podéis oír y ver la Cadencia del primer movimiento). Tenía 23 años. Los que ya hemos doblado esa edad vemos a los jóvenes como muy jóvenes, pero los que la tienen o están cerca para nada se ven así, sino mucho más maduros (al menos yo pensaba así a mis 23). Supongo que esa es la relatividad y no lo que dijo Einstein.
Leí la breve reseña biográfica que aparece en la Wikipedia y me llamó particularmente la atención el párrafo en el que menciona su actuación ante todos los presidentes de Estados Unidos desde Truman.
Ahí me vinieron a la cabeza ejemplos varios como el que ya cité de las actuaciones de Rostropovich ante la reina Sofía o del concierto de Reyes que se inventó Plácido Domingo para festejar el cumpleaños del rey Juan Carlos, al que poco o nada le gusta la música. También Pau Casals actuó ante la ONU y en la Casa Blanca para Kennedy.
Parece que hay una especial atracción por aparecer ante el poder, ante los poderosos, como si eso concediera un certificado extra de calidad. Yo me echo a temblar cada vez que me anuncian que va a asistir cualquier pez gordo al concierto. Entre las medidas de seguridad y la tensión que genera al personal parece que la música pasara al último lugar. En una ocasión prohibieron el acceso de mi mujer y mi hija al ensayo previo con una orquesta porque no estaban en el listado de músicos y sólo podían entrar los acreditados. A protestar, a llamar al superior, a recibir excusas, que si un exceso de celo, que si los nervios... ¡Cuánta chorrada! Ahora va a resultar que no somos todos iguales.
Todavía recuerdo un concierto en el que se esperaba la visita de un riquísimo y poderoso hombre de negocios (a mí me daba exactamente igual que viniera o que no pues iba a formar parte del público y nada más) y apareció rodeado ¡por cuatro guardaespaldas!
También me alucina el efecto en cadena que produce el anuncio de asistencia de alguien de arriba (no, Dios no viene a mis conciertos). Era en uno de esos festivales que se empeñan en nombrar a la reina presidenta de honor. Parecía que iba a asistir y, de repente, el teatro se quedaba corto para las invitaciones a cargos políticos, militares y civiles, siendo imposible conseguir una entrada normal. Ante la repentina suspensión de su real presencia, sin el más mínimo decoro por ninguna de las partes, las autoridades se relajaron y dedicaron la tarde a otras ocupaciones más productivas o, si no, más placenteras que tragarse un concierto de música clásica. Afortunadamente, quedaba el terreno, o sea, el patio de butacas, despejado para los aficionados de verdad.
Yo pensaba que Mozart y Beethoven habían marcado un antes y un después con respecto al vasallaje y la sumisión pero veo que no. Me entristece contemplar cómo se trata a grandes músicos como mercancía (de calidad, eso sí, que arriba sólo se consume en plan gourmet) y mucho más cómo ellos se prestan. Si los conciertos se desarrollan en los teatros o auditorios, pues que asistan como público, si quieren a su palco privado, pero que no den una imagen frívola de 'lo quiero, lo tengo' porque está de moda.
Eso no quita ser educados si vienen a saludar, que forma parte del juego social, pero sin perder de vista que hay un mínimo que respetar. Que asista tal o cual persona no debería ser el titular de la noticia en el periódico sino el músico que ha protagonizado el recital. Al menos, eso pienso yo. 

miércoles, 10 de octubre de 2012

La fiebre

Siempre he pensado que los años de grandes atracones de estudio se deben a un ataque de fiebre, en sentido figurado, obviamente. Así se lo decía a cuantos pianistas futuros me preguntaban cuándo iban a despuntar o a superar cierto nivel. Mi respuesta era la misma: llegará un día en el que entrarás en un estado febril y sólo existirá en tu vida el piano; las horas pasarán volando, las partituras serán devoradas, no habrá compositor que no quieras conocer y se te olvidará que existen el día y la noche.
La única advertencia era que cuidaran de no excederse. Debería durar lo que el cuerpo pidiese. Es como en las películas, las caras llenas de sudor y la mente delirando, hasta que una buena mañana se oye el canto de los pájaros, alguien descorre las cortinas y volvemos a tener ganas de desayunar.
Si todo es natural, sólo conoceremos las ventajas de haber dedicado una buena temporada al estudio con las capacidades al máximo de concentración. Es el momento de aprovechar para hacernos con obras difíciles, muy difíciles, de completar grupos sueltos de piezas breves, de preparar varios programas aptos para el concierto, de arreglar las patas cojas de nuestro repertorio, de poner a prueba nuestra seguridad, de recoger obras antiguas y pasarlas por chapa y pintura, de escuchar múltiples versiones de una misma obra juzgando hasta la más mínima respiración...
Las fuerzas para mantener una actividad física y mental muy intensa salen de la juventud, con lo que veo fundamental que este periodo se pase durante esa edad en la que tenemos todo el tiempo del mundo para nosotros y no tenemos otra actividad que nos distraiga.
Por supuesto, dado que hemos realizado previamente nuestro Viaje Interior, calibraremos con exactitud el punto de partida y el de llegada, que no queremos que la fiebre deje marcas en nuestro espíritu.
Si alguien no sabe reconocer el límite, debe tomar medidas preventivas para no caer en el famoso tópico 'se pasó de rosca'. Llevo muchas entradas dedicadas a la salud mental de los pianistas y la conclusión es que el único remedio para no desvariar es compatibilizar el piano con la vida. ¡Es que el piano es mi vida! Como frase es muy bonita, pero como declaración se queda corta. Hay vida fuera del piano, hay personas, hay actividades, hay ocio, hay alegría, hay obligaciones. Sí, ya sé que también entran ganas de no salir del estudio para no ver cómo está todo, pero eso no puede ser. Tenemos que ser capaces de distinguir lo que nos quieren vender de lo que nosotros mismos somos capaces de construir y mantener. Ésta debe ser nuestra vida, la que creemos a nuestro alrededor, y no la que indiquen los periódicos o los Telediarios.

Por tanto, tengamos a mano la caja de Paracetamol por si el delirio nos hace perder la realidad y así bajar la temperatura a sólo unas décimas. Sólo hablo de aprovechar esa etapa maravillosa en la que la ilusión aún no ha empezado siquiera a empañarse y brilla en nuestro rostro cual enamorados. En realidad, un acto de amor.

domingo, 7 de octubre de 2012

Lo mío es distinto

Anda el patio revuelto con las intenciones del ministro de Educación y Cultura (¿?) de, entre otras muchas lindezas, zarandear los planes de estudio. Cuesta entender ir a peor con la excusa de mejorar. Me gustaría reflexionar sobre por qué seguimos así después de tantos años, tras recibir varios comentarios y correos.
En su día viví (años 70) cómo una carrera que podemos considerar similar, Bellas Artes, no tuvo ningún problema en adaptar sus horarios y materias al modelo universitario. Incluso tenían un examen de ingreso en el que había que demostrar las capacidades artísticas, o al menos, técnicas. Como tramo preparatorio estaban, y están, las Escuelas de Artes y Oficios, que bien podríamos equiparar con nuestro grado medio.
¿Cómo es posible que los Conservatorios sigan emitiendo títulos 'equiparados' a la licenciatura? ¿Tan difícil es organizar el cotarro? Anoche, en la cama, mientras pensaba en qué iba a escribir, recordé a una profesora de Danza que cada vez que había que organizar las actuaciones de fin de curso levantaba la mano y decía: 'vosotros organizaos como queráis, pero a mí me dejáis a mi aire, que lo mío es distinto'. Esto para un acto que había que coordinar en espacio y duración. Y nadie podía con ella.
Pues me parece que a los músicos nos pasa un poco lo mismo: de tanto pensar y creernos que somos distintos, seguimos varados en un limbo inseguro, peleando por la terminología en vez de derribar de una vez por todas las ruinas y construir un edificio nuevo.
Obviamente, todo tiene trampa. Nos ponemos muy dignos, pero la verdad es que integrarse en la Universidad acarrea obligaciones, siendo la más problemática la de la titulación del profesorado. Y ahí está todo, no hay que darle más vueltas. ¿De dónde van a salir de un día para otro tantos 'doctores'?
Mientras todo siga con esta turbiedad seremos víctimas fáciles de cualquier figurón que quiera dejar su nombre para la posteridad en una nueva Ley, aunque sea para mal.
A pesar de todo, por mucha organización de horarios y asignaturas de nombres finísimos, no nos queda más remedio que compatibilizar los estudios generales con los musicales, como se ha hecho toda la vida. Ya comenté en otra entrada cómo muchas carreras se simultanean con otra en la Universidad. También tuve compañeros que se matricularon en Bachiller nocturno para poder dedicar el día al piano. Incluso había quien se quedaba sin ir al instituto a fin de sacar más horas de tecleo, quedándose sin el título correspondiente por no tener acabado COU. Yo mismo comenté que tuve que perder durante cuatro años un día lectivo para desplazarme al conservatorio de Sevilla, recuperando con apuntes ajenos las clases perdidas.
Nunca ha sido fácil ni creo que lo vaya a ser, a no ser que desde dentro se vislumbre una solución y se pelee por aplicarla. Y hay que empezar por que los responsables de esta lucha sean las personas adecuadas: no estaría mal que fuesen músicos en activo, que no se avergonzaran por decir que el instrumento necesita siempre más horas, que no rellenaran los horarios con fantasías animadas y que no se empeñaran en que un Conservatorio sea igual que un Colegio.

Ponernos el culo cuadrado de estudiar, dormir poco e ir siempre con la lengua fuera no nos lo quita ni Dios, que nunca nos han regalado nada, pero igual podíamos dejar de decir que lo nuestro es distinto, apencar de una vez por todas con los inconvenientes si queremos las ventajas y, aunque ya no nos acordemos, disfrutar de las generaciones de músicos que gozan de una cultura general muy amplia porque algunos entendieron que no sólo de música vivía el hombre. 

miércoles, 3 de octubre de 2012

Solista

¿De qué estará más cerca el término solista, de solo o de soledad? No es fácil acertar pues tiene algo de cada. Lo bueno es que no necesariamente está rodeado de connotaciones negativas.
Elegimos estar solos para estudiar, para concentrarnos, para interpretar, pero no tenemos que extender este estado a las demás parcelas de nuestra vida, no tenemos que vivir solos, ni tenemos que aislarnos del resto de la sociedad.
Elegimos la soledad para alejarnos del ruido, para no dejarnos influenciar, para contemplar, para aprender, y podemos disfrutarla porque sabemos cuándo se acabará.

A lo largo de muchos años en los que tenemos que experimentar largas jornadas al margen de la vida cotidiana, enfrascados en nuestras partituras, vamos perfilando un carácter y un comportamiento que, de no controlarlos, pueden llegar a ser permanentes. Y sólo estamos hablando de estudio y trabajo.
Es frecuente que veamos como estorbos las interrupciones, las llamadas de teléfono, las obligaciones diarias, hasta las comidas si somos muy exagerados. Queremos que el tiempo se detenga a nuestro alrededor, que el mundo deje de girar y traspasar la dimensión espacial. Ante nuestro piano nada existe salvo la obra en la que estamos sumergidos. Todo lo demás sobra.
¿Y dónde está el interruptor que permite no sólo conseguir este estado ascético, sino volver de él cuando se nos antoje? Me temo que no existe. Por eso es importante no llevar al extremo estas costumbres algo raras, necesarias a menudo, pero no imprescindibles.
¡Con qué facilidad ponemos el cartel de 'no molestar'! Pero, ¿qué ocurre cuando salimos de nuestra habitación con ganas de hablar o de comentar, de reír o de llorar, y no encontramos con quién, estamos solos?
Llega un momento en el que necesitamos compartir el resultado de nuestro esfuerzo, nuestros sentimientos y nuestras preocupaciones, y si no hemos criado un entorno pleno con nuestro cariño y nuestra dedicación podemos hallarnos ante el vacío más absoluto.
Incluso puede llegar el día en el que necesitemos de los demás para defender nuestros intereses, nuestra actividad, nuestra pasión, elegida por tantos otros en nuestra misma situación. Acostumbrados a la soledad perenne, no sabemos unir nuestras fuerzas para que se escuche nuestra voz y, lo que se va poniendo cada vez más difícil, nuestra música. Nuestros pequeños islotes están demasiado alejados unos de otros y somos pasto fácil de los piratas que inundan hoy día todos los mares. 

Si no ponemos remedio, acabaremos siendo definidos por las palabras de Juan Ramón Jiménez: "La torre se ve, cerrada, lívida, muda y dura, en un errante limbo violeta, azulado, pajizo... Y allá, tras las bodegas oscuras del arrabal, la luna caída, amarilla y soñolienta, se pone, solitaria, sobre el río.
El campo está solo con sus árboles y con la sombra de sus árboles. Hay un canto roto de grillo, una conversación sonámbula de aguas ocultas, una blandura húmeda, como si se deshiciesen las estrellas... (...) La esfera gira, sudorosa y blanda..."
(Platero y yo. Capítulo LXXIII: Nocturno).