domingo, 25 de noviembre de 2012

No es lo mismo

Durante muchos años no he dejado de pensar en que, a pesar de todos los pesares (en sentido literal), la etapa final del conservatorio no acaba de prepararnos para lo que nos vamos a encontrar una vez salgamos a explorar la jungla (también en sentido literal).
Aunque siempre con matices, dependiendo de los profesores, lo habitual es seleccionar un programa variado en estilo para trabajarlo durante el curso académico: un puñado de estudios, una obra barroca, una sonata clásica, algo romántico, una pieza a elegir entre todos los 'ismos' del siglo XX y un concierto para piano y orquesta. ¡Qué largo!, o..., ¡qué corto! Todo es relativo, os lo puedo asegurar.
Lo que quiero comentar es cómo disponemos de mucho tiempo para hacernos con un número concreto de obras. El curso viene a durar unos ocho meses, de octubre a mayo, si acaso algo de junio (es un poco desperdicio cuatro meses en blanco que cada uno debe rellenar a su albedrío). Además, el número de clases se reduce con vacaciones intermedias, puentes, festivos y enfermedades, reales o imaginarias, que de todo hay.
Es verdad, añadamos en la coctelera el elevado número de asignaturas complementarias y presenciales que nos 'roban' esas preciosas horas que pasaríamos torturando a vecinos y familiares. Así que, sin saber muy bien cómo, siempre vamos asfixiados y con un estrés más propio de un agente de bolsa neoyorquino.
Bueno, pues a pesar de que el grado superior parece pensado para una reducida élite, me parece un paseo con lo que viene después. Y ahora que recuerdo el pasado, el concertismo me parece un paseo comparado con aquellos años. ¿En qué quedamos? ¿Qué es mejor? ¿Qué es peor?
Creo que, como todo, es algo mental y, también, una cuestión de perspectiva.
Los años de estudio van inevitablemente ligados a la repetición, al machaqueo, sobre todo por falta de entendimiento: hay que entender la obra, el estilo y el autor, y entender el sistema o el método de estudio. Todo es nuevo y por eso nos entra la sensación de que no vamos a poder, de que no es lo nuestro, de que es mejor abandonar. ¡Ojo!, ocurre en todas las carreras y profesiones, que siempre pensamos que somos únicos. Pero tienen como ventaja que, con sus inconvenientes, tenemos dedicación exclusiva y nos cunde, y montamos obras con una solidez que va a durar toda la vida gracias a tantos meses de insistencia. Además somos jóvenes, ilusos, estamos llenos de energía y la cabeza está centrada en una labor concreta.
¿Por qué somos tan inseguros cuando realmente deberíamos ir sobrados al examen o a la audición? La cabeza... Esa bola que parece que se rellena por sorteo, al azar, con la que tenemos que conformarnos. El profesor... Esa ¿bola? que parece que nos toca por sorteo, al azar, con el que tenemos que conformarnos. Si logramos que las dos 'bolas' caminen con ánimo hacia el mismo objetivo, entonces sí podremos hablar de un verdadero y placentero paseo.
Recordemos que un estudiante (casi) siempre tiene la intendencia cubierta. No es poco. Supone tiempo y energía. Por contra, un profesional tiene toda su vida para él, pero para gestionarla tiene que ordenar el horario y ahí es donde empieza a echarse de menos la libertad inconsciente. Comienzan a entremezclarse las obligaciones haciendo que los días corran de dos en dos. Ahora sí que es complicado seguir montando programas completos con el sistema recién abandonado. Es necesario cambiar el chip pues debemos optimizar las horas de estudio. Hay que mantener repertorio, incorporar obras nuevas, interpretar varios programas simultáneamente... ¿Quién me manda a mí meterme en este jaleo?
Mi compañera de viaje es quien mejor me ha hecho comprender que el uso de la cabeza lo es todo. Ahí está la clave y la solución. Cada etapa es distinta de la anterior, y en vez de quejarnos tenemos que sacar lo positivo y aprender de verdad. Afortunadamente, nada va a ser igual, nada va a ser lo mismo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario