domingo, 30 de septiembre de 2012

¡Qué buena idea!

He pasado la mañana del domingo estudiando, como un niño bueno. Ahora acabo de bajar de tomar un poquito el sol y contemplar las nubes. Es curioso cómo estos trozos de algodón van cambiando su forma: de caballo al galope a pterosaurio (el que vuela); de Bambi recostado a polluelo de águila en el nido; de gallina de Guinea a... Me gusta jugar mientras los ojos no bajan el telón de la siesta. Y hay otras nubes más ligeras que aparecen y desaparecen sin más, se condensan a la misma velocidad que se evaporan.
Y en esto estaba yo cuando he recordado que nos quieren quitar el Bachiller Artístico (lo sé, la tara me viene de nacimiento). ¡Por fin, alguien con cabeza! ¡Qué va a ser esto de que los músicos y demás monicacos tengan una formación reglada! ¡Anda que no están pesados con querer ser universitarios! ¡Qué más da que los directores de Instituto hablen en favor de esos estudiantes que no sólo no dan un ruido sino que tienen excelentes expedientes! El que quiera molestar a los demás con las cuerdas o los pitos que lo haga en su casa, que dé la tabarra a sus padres.
La música no debe estar al alcance de cualquiera. El que de verdad valga, que lo demuestre en sus ratos de ocio. Hombre, Caruso, el gran Caruso, era mecánico, y mirad dónde llegó. Lo tengo claro: a los músicos ni agua. Fuera el Bachiller artístico y también el Bachiller de Ciencias, el Tecnológico, el de Humanidades y el de Ciencias Sociales. A estos hay que enseñarles con mano dura, que sepan lo que es la vida: un pico y una pala, que tengan callos de verdad.
De paso, ya que estamos constructivos, vamos a cerrar los Conservatorios. Pero no por gusto, no, sino porque los estudiantes (a cualquier cosa le llaman estudiar) no van a poder asistir a clase, a no ser que sea usando la noche y parte de la madrugada (dónde está el problema: me contaron que en Moscú los estudiantes de órgano lo hacían para poder usar el instrumento del conservatorio).
Y aquí me llegó la inspiración: los músicos tenemos que retroceder un par de siglos y convertirnos en institutores e institutrices, a lo Jane Eyre, o mejor aún, a lo María, en The sound of music con la familia von Trapp. ¿Ventajas? Todas: cama y comida gratis, más una gratificación por tener contentos a los niños; posibilidad de ascender por matrimonio (aunque suene novelesco); relación con las clases altas a la hora de la cena (por supuesto, amenizando el festín, que ya se encargó Rostropovich de mostrarnos el camino); nada de horarios para la administración sino jornada completa, de veinticuatro horas, que para eso nos gusta; y en los ratos libres, se acabó el ocio aburrido, a ayudar en las tareas domésticas como buen sirviente, o a barrer el jardín, para tener un poco de vida sana al aire libre.
No encuentro inconvenientes. Nos va a cambiar la vida a mejor. Se acabaron los problemas. El que quiera estudiar música que nazca donde debe, y si no, si el buen Dios lo ha dotado, ya aparecerá en su camino un buen samaritano que lo saque del arroyo y lo exprima como es debido.
Creía yo que el ministro de Hacienda había acaparado toda la materia gris de este gobierno, pero me equivoqué: el de Educación, Cultura y Deporte le hace la competencia. Me tranquiliza que nuestro futuro esté bien custodiado y que velen por nuestra inteligencia, por nuestra formación y por nuestra integridad como personas, que para algo somos animales racionales.
¡Cuántos padres van a respirar por fin tranquilos porque sus niños van a seguir la senda verdadera y no se van a descarriar!

Por cierto, que no se me olvide: lo antes posible, en el próximo Consejo de Ministros a lo más tardar, tengan sus señorías a bien restaurar la Ley de Vagos y Maleantes, o, en su defecto, la de Peligrosidad y Rehabilitación Social, que hay demasiado músico suelto y así nos va.

miércoles, 26 de septiembre de 2012

No puedo imaginar...

No puedo imaginar la que se ha liado por una carta.
No puedo imaginar que se esté destapando el funcionamiento interior de un deporte de élite.
No puedo imaginar que unas chicas jóvenes hayan pasado por lo que están contando.
No puedo imaginar que la humillación forme parte de la educación.
No puedo imaginar que la respuesta a la entrega sea el desprecio.
No puedo imaginar que los padres no sepan o no quieran ver el sufrimiento de sus hijas.
No puedo imaginar que la meta esté por encima de las personas.
No puedo imaginar que por abrir la boca te puedan llover las críticas.
No puedo imaginar que se siga pensando que a un dictador haya que reconocerle el mérito.
No puedo imaginar que frases desterradas como quien bien te quiere te hará llorar sirvan de modelo.
No puedo imaginar que nadie tenga poder de decisión sobre las ilusiones de otra persona, más aún si es menor de edad.
No puedo imaginar que tantos años de infancia y juventud se pierdan por el desagüe porque sí.
No puedo imaginar que actitudes vejatorias cercanas al delito puedan quedar impunes sin que se intervenga de oficio.
No puedo imaginar que a nadie le importe que se machaque a niñas que van a quedar marcadas de por vida.
No puedo imaginar que la venda en los ojos tape tanto despropósito.
No puedo imaginar que lo que debería ser disfrute y satisfacción se convierta en sufrimiento y desesperación.
No puedo imaginar que en el siglo XXI valga tan poco el individuo.
No puedo imaginar que se acepte lo anormal por el "todo vale".
No puedo imaginar que se trate de "o lo tomas o lo dejas".
No puedo imaginar...
No puedo...
No...
...

No puedo imaginar, porque para imaginar hace falta que no sea real. Si es real, ya no puedes imaginar.

domingo, 23 de septiembre de 2012

SuperNanny

Una de las ventajas de hacer zapping es que, cuando más tranquilo estás, una imagen, una frase o una idea te golpea en la cabeza, estimulando las conexiones neuronales y removiendo el pasado lejano.
Me gustaría retomar la relación profesor/alumno, ahora que comienza el curso para ambos. Me llamó poderosamente la atención el razonamiento que SuperNanny, en su programa del mismo nombre, hizo a una pareja de padres: "Si cuando vuestro hijo hace algo mal recibe un castigo, o una reprimenda, cuando hace algo bien no puede quedarse sin premio. Hay que reconocerle los méritos para que se vaya educando en positivo y pueda reconocer cuál debe ser su comportamiento" (no es literal, pero sirve).
Traslademos el dulce núcleo familiar (impresionantes los gritos que se oyen en este programa) a la no menos dulce aula del conservatorio (...). El principio que damos todos por sentado es que el profesor debe corregir los errores del alumno hasta llevarlo a la excelencia. Como no nacemos sabiendo y tocar el piano me han dicho que es bastante difícil, es imposible que nos prevengan por anticipado de todo lo que hay que hacer y cómo hay que hacerlo. Lo normal es que nos den unas líneas generales y en cada clase vayamos puliendo lo que vaya saliendo. Hasta aquí, podemos estar de acuerdo.
Pero, claro, a base de estudiar, de observar, de escuchar y de meditar, poco a poco vamos construyendo nuestra manera de tocar que incluirá numerosos aciertos: sonido, digitación, pedalización, fraseo, tiempos, estilo... Si en vez de un profesor de piano tuviésemos delante a SuperNanny, se pasaría la clase entera cubriéndonos de alabanzas. Y al repasar el vídeo de nuestro comportamiento (musical) nos señalaría los pequeñísimos detalles que son susceptibles de mejorar (no sé por qué me ha venido a la cabeza la sintonía de La Abeja Maya).
¿Por qué el alumno tiene que salir de cada clase con sensación de fracaso? ¿Por qué tiene que sentir que el piano no es lo suyo? ¿Quién se cree con derecho sobre nadie para truncar sus ilusiones?
Está claro que el conservatorio no es un país multicolor, que hay condicionantes espacio/tiempo, que no todos los días la pendiente es ascendente, que cada obra nueva necesita su cuarentena y que ni uno ni otro vivimos cual abeja Maya.
Sólo me gustaría pensar que de un intento por cambiar la metodología reprensora, histórica en la enseñanza desde el siglo XIX, sólo podrían salir actitudes positivas, ganas por seguir con el esfuerzo, buenas sensaciones, seguridad en uno mismo, alegría por el triunfo y, fundamentalmente, pérdida del miedo. Si el camino estuviese lleno de estímulos, todos podríamos alcanzar la meta que, serenamente, nos hemos fijado.

No es de recibo, bajo ningún concepto, que un trabajo bien hecho y desarrollado por un alumno pase sin pena ni gloria, sin el más mínimo comentario. Hasta un caballo recibe su terrón de azúcar o un perro su galleta. Y los pianistas no tenemos por qué ser menos que los animales..., ¿o alguien piensa que sí?

miércoles, 19 de septiembre de 2012

Emoción

La primera vez que lo hizo tenía siete años. Un buen amigo que estaba entre el público se me acercó con voz temblorosa y ojos brillantes para preguntarme cómo lo había hecho.
El viernes pasado volvió a ocurrir. Ahora tiene veintisiete y durante estos veinte años ha sido un efecto/reacción continuado. Nos llamaron para ofrecer un concierto en la clausura de la VIII Bienal Iberoamericana de Arquitectura y Urbanismo, en Cádiz. Al recibir las felicitaciones habituales (no por ello obvias), una de las asistentes nos reconoció que no había podido contener las lágrimas y que lo mismo había ocurrido a otros congresistas, todos ellos arquitectos.
¿Aún no he dicho que hablo de mi hija Beatriz? Es violonchelista y yo tengo el placer de acompañarla. Llevamos tantos años tocando juntos que, como se observa desde fuera, respiramos juntos sin necesidad de mirarnos. Da gusto participar de lo que es capaz de arrancar a esas cuatro cuerdas (con esto me he ganado una buena difusión a través de su facebook).
Pero bueno, al grano, que no se trata de hacer autobombo sino de seguir hablando de música. ¿Sería mucho pedir(nos) a los músicos que el concierto se convirtiera en algo mágico? No paro de darle vueltas y llego a una dicotomía antigua: el artista, y su arte, ¿nace o se hace? ¿Esto se puede llegar a enseñar en los conservatorios o es innato?
Si intentara solucionar estas incógnitas es probable que empezara a divagar. Ya sé que habrá respuestas tanto en un sentido como en otro. Quizás sea más fácil recurrir a nuestra experiencia como público. No es frecuente que escuchando a un intérprete desconocido un escalofrío de emoción recorra nuestro cuerpo. Y, ojo, que no estoy hablando de una obra bonita y maravillosa. Estoy hablando de interpretación, de comunicación, de transmisión, de sentimientos, de alma.
Por el contrario, a cuántos conciertos hemos asistido en los que hemos empezado a contar butacas vacías, o a admirar los decorados del techo, o a calcular lo lejos que podríamos lanzar cualquiera de los teléfonos móviles que constantemente iluminan el oscuro.
Todavía recuerdo cómo las lágrimas empezaron a caer por mis mejillas con la Sonata de Rachmaninoff, para violonchelo y piano, tocada por Natalia Gutman y Elisso Wirsaladze; o la Suite Iberia en directo de Rafael Orozco; o la Sonata nº 7 de Prokofiev por Sokolov; o la Tercera Sonata de Chopin por María Joao Pires; o...
Parece que hay gente buena por ahí tocando, pero no tanta. Vivimos una época, demasiado larga ya, en la que el mecanismo puro y duro se ha convertido en lo principal, relegando al hecho artístico, a la música, a un segundo plano. El nivel de virtuosismo es muy alto y muy extendido, pero eso no basta, al menos a mí no me basta. Ya comenté aquel concierto del que me salí en el que tocaron la Fantasía de Schumann como si se tratase de la tabla de multiplicar cantada a la hora de la siesta.
Por eso hablaba en mi anterior entrada de la necesidad de sentir la música durante el estudio y no dejarlo todo a la improvisación del momento, aparte de que es más llevadero.

Me acuerdo de un cuento que le regaló a mi hija un amigo pintor de una niña que con su violín hacía llorar a todos los que la escuchaban, personas y animales. Y ella iba por todo el mundo y por todos los lugares imaginables haciéndolo. Hasta que un día fue a la selva y se la comió un león: ¡era sordo!

domingo, 16 de septiembre de 2012

El pintor y el pianista

Hay una diferencia clara en la presentación ante el público entre un pintor y un pianista: el directo. Siempre pensé que para un pintor el trabajo difícil era crear su obra, desde imaginarla hasta plasmarla en un lienzo. Éste debía ser el equivalente con los pianistas, el estar horas y horas en torno a una misma obra hasta darla por finalizada. El artista plástico sólo tendría que colgar su cuadro en exposición para que el público pudiese contemplarlo, admirarlo y comprarlo, así de fácil. Sin embargo, los pianistas, con el mismo trabajo previo (no vamos a discutir quién trabaja más o qué es más fácil) nos la jugamos en el directo, por muy bien que nos saliera en casa media hora antes.
(Por favor, antes de poner en duda mi planteamiento, seguid leyendo, que no he terminado). Parecería que el pintor tendría la gran ventaja de ahorrarse los nervios, la tensión y el riesgo al enmarcar los cuadros... Pues no. El razonamiento, que puede parecer obvio y sencillo, no se suele dar. He visto pintores temblar de miedo minutos antes de una inauguración, ponerse lívidos y sudorosos, estar a la que salta por cualquier tontería, dudar de todo su trabajo y querer salir corriendo... (¿era el pintor o el pianista?).
Las carreras artísticas tienen en común un sólo final que es el que hace que se disparen todas las alarmas: el beneplácito y la aprobación del respetable. Lo mismo le sucede a los compositores, a los actores, a los escritores, a los toreros... Da igual si el trabajo puede quedar fijado en el tiempo o debe reproducirse en riguroso directo. Cada uno tiene su entripado.
Andaba yo dándole vueltas a esta idea (por la orilla de la playa, por si le doy envidia a alguien) y se me cruzó otra que está muy relacionada: 'No hay dos conciertos iguales'. En una ocasión le hicieron esta observación a María Callas y respondió que si se esforzaba al máximo era justo para conseguir lo contrario, que cada concierto pudiera ser como el anterior.
Estoy harto de discutir con los amigos si hay que llegar al concierto con una dosis de improvisación o todo tiene que estar bien atado. Me inclino por la segunda opción, del lado de la Callas. Ya sé que no hay dos salas iguales ni dos pianos idénticos, por lo que parece que la afirmación se desmonta por sí misma. Pero voy más allá, no al hecho físico, sino al artístico. Si estudio a destajo es para conseguir hallar el sentido de la obra que toco, para encontrar su discurso, su espíritu. Eso no se puede dejar al azar o a una tarde de gloria. Es más, soy incapaz de tocar en casa sin imaginarme en un escenario con oyentes muy exigentes en las butacas. No puedo pensar que el último retoque se lo voy a dar en directo, a lo que salga, que para eso soy artista y los artistas somos así.
No sé si todo el mundo estará de acuerdo, pero he tocado con mucha gente que venía a los ensayos a dar, como mucho, las notas. Cuando les preguntaba por qué no se entregaban un poco más, me respondían sistemáticamente lo mismo: el día del concierto ya lo haré como es debido. Lo siento, pero no puedo compartir este razonamiento.

Creo que un pianista debe ser como un pintor: llevar la obra al máximo de perfección antes del recital e imaginar que la va a colgar para que todos los que la vean en sucesivos días puedan tener la misma impresión. De no ser así, habrá días buenos y días menos buenos, con la excusa famosa de 'el directo es lo que tiene'. Que le pregunten a la Callas.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

Disponible

Como todos los años, estas fechas son de cierta vorágine. Es una costumbre instalada que el verano sea un periodo ocioso y no voy a ser yo el que lo critique. Todo lo que podamos echarnos al cuerpo de relax, disfrute, tranquilidad y diversión bienvenido sea, que la vida es corta.
Ahora bien, existe un pequeño inconveniente en el mundo de la cultura y más para el concertismo: el tiempo de parón es excesivo. Me explico. Prácticamente podemos ceñir la temporada de conciertos al curso escolar. Durante el verano se transforma en Festival y aire libre, aunque escasa. Pues bien, rellenar una agenda y cerrar fechas es algo que todavía se hace a plazo medio y corto. Salvo excepciones de grandes representaciones operísticas, orquestas de renombre y solistas galácticos (Ronaldo y Messi no cuentan), que han de fijarse con dos o tres años de antelación, los auditorios presentan antes del verano sus programaciones con algunas de las fechas abiertas. El resto de entidades, sociedades y demás, suelen programar trimestralmente, con oscilaciones de un mes más o menos.
¿Por qué cuento todo esto? Porque con este sistema es difícil que la agenda sea estable. Más bien es una completa anarquía. El concertista está a la espera de la confirmación de las fechas encerrado en su estudio, para estar preparado. Con todo el repertorio listo, las propuestas enviadas y el teléfono pidiendo un respiro (viva la tarifa plana), sólo queda cerrar la fecha.
Cada vez que alguien me va a decir un día para celebrar un concierto le digo 'dispara', como si tuviera una diana por delante en la que acertar en vez de un planning anual. La larga experiencia me permite estar tranquilo pues, milagrosamente, todo acaba cuadrando. Pero hay que hacer verdaderos juegos malabares para no acabar mareado con tanto ir y venir.
Esta disponibilidad absoluta fue la que me llevó hace veintiséis años a abandonar mi plaza en el conservatorio. Fue una decisión difícil, muy difícil. Sólo tenía ilusión, una mujer estupenda para quien la palabra miedo no existe y una hija de un año en el mundo. Necesitaba estar dedicado en exclusiva por varios motivos: el primero y fundamental era el de incrementar y estabilizar las horas de estudio, que los conciertos y los concursos no se preparan con un repasito; el segundo era sentir y vivir como un concertista, sin distracciones ni otras ocupaciones; y el tercero, que enlaza con lo expuesto más arriba, era poder estar disponible para cualquier oferta sin que nada ni nadie me pudiera poner traba alguna.
Aún tengo el arañazo en mi armadura (recordad la entrada "La armadura abollada") de una compañera que me quiso denunciar en la Delegación de Educación por dar conciertos: ¡otra pianista! Cuando vives la música intensamente no puedes perder energía ni tiempo con la envidia de los demás ni con los recelos. Mucho menos puedes permitir que un funcionario, gris, anónimo y aburrido (por ser suave), tenga en sus manos el poder de concederte un permiso o no.
Si quiero ser concertista tengo que lanzarme a la piscina. No puedo nadar con un brazo en el agua y una pierna corriendo por el suelo. No puedo rechazar una fecha por tener otro trabajo. No puedo renunciar a una gira, aunque sea breve, porque no me autorizan las faltas. No puedo estudiar a medio gas por tener menos tiempo y menos ganas por culpa de otro trabajo.
Ser concertista ya es un trabajo, por si no lo había dejado claro hasta hoy. Y como tal trabajo, como todos los trabajos, tiene sus pros y sus contras. Y..., un momento... ¿Hemos estudiado tantos años, y los que nos quedan, para...? ¿Yo soñé alguna vez con...? ¿Mi vida la maneja...?

Aunque nos tachen de locos, de temerarios, de inconscientes, somos justo todo lo contrario: cuerdos y responsables, inteligentes y audaces, capaces y valientes. Que no hemos decidido vivir en Marte, que sólo queremos tocar el piano... y que nos dejen hacerlo en paz.

domingo, 9 de septiembre de 2012

Septiembre

Puede que aún nos quede alguna telaraña en el cerebro tras las vacaciones. Todos nos merecemos un descanso, que dedicarse al piano es agotador, pero ya va siendo día y hora de comenzar la puesta a punto.
Como ya he comentado en entradas anteriores, mis veranos se caracterizaban por el estudio continuado, por aquello de no perder facultades (ni que fuera un paquete que pudiera dejar olvidado en la barra de un bar). Siempre sentí una leve envidia de mis compañeros cuando contaban lo bien que se lo habían pasado en un viaje, en su pueblo o tumbados a la bartola en vida contemplativa.
Ahora sé que apenas dos días bastan y sobran para que los músculos muevan las articulaciones con alegría. Lo demás es un problema mental. Si confiamos en nosotros mismos, asunto cerrado.
Este es un mes estupendo para recordar cómo ha sido el curso anterior, sacar conclusiones y reconducir el sentido de nuestra ruta. Por supuesto, también, para reencontrarnos con los compañeros y amigos tras una larga separación.
Incluso un día como hoy, un domingo, es estupendo para revisar nuestro repertorio. ¿Por qué siempre nos sentimos como disminuidos en este aspecto? ¿Por qué nos parece que 'el otro' toca mucho más que nosotros? Haced la prueba, que es muy sencilla. Con un folio en blanco por delante, anotad los autores que han pasado por vuestras manos, los habituales (Bach, Scarlatti, Haydn, Mozart, Beethoven, Schubert, Chopin, Schumann, Liszt, Mendelssohn, Brahms, Debussy, Ravel, Albéniz, Granados, Rachmaninoff, Prokofiev, Falla, Turina, Shostakovich, Mompou...). En cada uno de ellos escribid las obras completas que habéis estudiado. Ahora añadid las incompletas y las que casi estuvieron en pie, las que les falta un empujoncito.
No olvidéis incluir los conciertos para piano y orquesta y las obras de cámara (esperad un momento, que me he quedado sin folios).
¿Os dais cuenta? Somos unos máquinas. Tenemos un repertorio tremendo. Entonces, ¿por qué pensamos que no? Muy fácil: todas estas obras las hemos ido trabajando a lo largo de muchos años pero han ido quedando aparcadas porque siempre teníamos alguna nueva que montar. ¿De verdad pensáis que no servís para esto? No me lo puedo creer.
Siempre he tenido clara una comparación: si hubiésemos sido pianistas a finales del siglo XIX o principios del XX (y más todavía), con nuestro nivel, ni más ni menos, habríamos estado en la primera línea del piano mundial. ¿Por qué no valorar adecuadamente el resultado acumulado de tanto trabajo?
Por último, tras esta inyección de optimismo, escribamos una última columna, la más ilusionante: aquellas obras que nos gustaría llegar a tocar. Igual no puede ser este año, pero plantemos la semilla. Hay obras que son como árboles, que necesitan años para crecer, pero la gran mayoría no van más allá de ser florecillas silvestres.

Cuando dudemos de nosotros mismos, de nuestra capacidad, de nuestro potencial, de nuestra valía, de nuestras agallas, echemos un vistazo a esos folios y sintámoslos no como un pasado, sino como un presente latente a la espera de una bayeta abrillantadora. Os dejo, que me voy a 'zampar' la Fantasía de Schumann, que me han entrado ganas.

miércoles, 5 de septiembre de 2012

Digitando

La versión que me sirvió de guía para mi primer concierto con orquesta, cuando contaba trece añitos, fue la de Ingrid Haebler con la Orquesta Sinfónica de Londres dirigida por Alceo Galliera del año 1971. Era el KV 466 en Re menor de Mozart (el número 20 de toda la vida). Aún no era consciente de la que se me venía encima.
Si he recordado a Ingrid Haebler es porque años más tarde, en 1983, ofreció en Sevilla un concierto junto al violonchelista Peter Dauelsberg, y yo le pasé las páginas. Fue una emocionante velada junto a la pianista que ocho años atrás, en la distancia, me ayudó a poner en pie esa obra maestra tan compleja (que venga alguien a decirme que eso no se debe hacer; los discos los compramos sólo para comparar versiones, ¿no?).
Recuerdo que la Sonata de Beethoven (ahora no caigo si fue la segunda o la tercera) estaba plagada de digitaciones. No exagero si digo que cada nota tenía su número marcado. Me llamó la atención pues por entonces yo pensaba que cuantos más años pasaras al piano más fácil sería resolver esa cuestión (y otras).
Y aquí estaba yo el pasado lunes, hace dos días, rellenando mi partitura de números, como un parvulito musical. Con los años es fácil que la mayoría de los pasajes se resuelvan espontáneamente. Pero eso está bien para leer, para pasar el rato. ¿Y si queremos fijar la digitación más conveniente tras un buen rato de estudio? Nada tan sencillo como coger el lápiz y anotar, sin apretar mucho, por si acaso.
La imagen repetida del codo izquierdo apoyado en el borde de la tapa y el brazo derecho extendido anotando (que me perdonen los zurdos) no deja de ser evocadora. Durante años nos mostramos reacios a trabajar conscientemente por las prisas de tocar, de obtener resultados. ¿Cuántas partituras tenemos llenas de anotaciones, marcas, dedos, exclamaciones, pedales y matices, que, al ser recogidas en el tiempo, nos facilitan enormemente la labor de puesta a punto? ¿Y cuántas veces hemos echado de menos esas digitaciones, tan frescas en la cabeza entonces y ahora olvidadas por no estar escritas?
Me ocurre que, al tener más recursos técnicos, me resultan igual de cómodas varias opciones, lo que me lleva a anotar dos o tres posibilidades que voy alternando hasta intentar quedarme con la válida, lo cual no siempre ocurre. Pero sí tengo claro que, con vistas a un concierto, es fundamental no dudar al respecto. El simple cambio de un dedo por otro puede producir un traspiés (¿debería decir trasmanos?) ya que la memoria muscular se desorienta. Lo normal es que sea imperceptible para quien nos oye pero a nosotros nos creará un leve estado de inquietud e inseguridad que no queremos para nada.
Si somos dados a efectuar arreglos del tipo 'cojo esta nota con la izquierda y esta otra con la derecha', cuando la escritura no nos conviene o nos resulta mucho más cómodo (otro tema para el debate), es todavía más necesario el apunte para que el paso del tiempo no haga caer en el olvido lo que nos costó horas de esfuerzo mental y físico.

Por eso me gustan mis partituras de toda la vida: deshojadas, sucias (sin exagerar), emborronadas, con las esquinas casi deshechas..., como si su compañía pudieran darme la seguridad necesaria para abordarlas de nuevo sintiéndolas amigas, buenas amigas.

domingo, 2 de septiembre de 2012

Ilusión

Al próximo que me diga que ya se acabó el verano..., le doy. Como de Madrid para arriba refresque un poco, aquí nos podemos achicharrar, que 'estamos acostumbrados'. Ahora bien, con la misma, pienso estirar la playa hasta que las coquinas tengan escarcha, que no hay terapia mejor que pasear con los pies metidos en agua y dejarse llenar los pulmones con la brisa marina, por no mencionar el fabuloso efecto de ionización negativa (la buena) que produce el batir de las olas.
Es en estos momentos cuando la cabeza se despeja, se desanuda, y nos deja ver nuestro horizonte a la vez que disfrutamos del infinito límite marino.
Tenemos que pensar que no todos estamos en la misma situación emocional a la vez. Unos estarán como locos por retomar la actividad en septiembre y otros se estarán planteando cómo retrasar lo inevitable. Algunos ni habrán notado las vacaciones y los más se mirarán las manos, desconocidas de tan morenas por el sol.
Tampoco estamos en el mismo nivel. Quienes vuelvan a iniciar el curso como estudiantes no piensan igual que los que lo hagan como profesores. Y de estos últimos, no será lo mismo estrenar destino que tener desgastado el camino de casa al aula. No será igual tener por delante un programa surtido que preparar para junio que hacerlo para actuar ante el público. Cambiará la mentalidad si nos sentimos cómodos y seguros con nuestra técnica que si tiramos la toalla hace años por uno de esos motivos que nos corroen de por vida.
¡Qué difícil es amueblar la azotea! (sin recurrir al nuevo folleto de IKEA). ¿Por qué no nos planteamos de una vez por todas que nuestra profesión sea, como poco, satisfactoria? ¿Cómo? Pues considerándola sólo como una profesión, en su justa medida, y sintiéndola como una pasión, además. Cuando estemos cansados, hastiados, deprimidos, obtusos y enfadados, tiraremos de la profesionalidad: es nuestro trabajo y hay que hacerlo; cuando salgamos del estado anímico negativo sentiremos que una fuerza interior (vieja amiga) inundará nuestros sentidos dotándolos de entusiasmo.
Nuestra lucha debe centrarse en mantenernos todo lo posible en este segundo estado. Todos tenemos altibajos y sólo nos diferencia la capacidad para salir airosos sin llegar a marearnos. Vamos a intentar fijar las ideas positivas, ésas que en los momentos de lucidez nos empujan a saltar, a correr, a gritar de alegría, a reír. Y cuando venga el frenazo brusco, agarrémonos a estos pilares, sólidos por bien construidos.
Cuidemos la ilusión, es lo único que merece la pena. ¿Qué sería de nosotros sin ella? Por eso, ojo avizor: cualquiera que intente robarnos una porción, por pequeña que sea, debe ser apartado de inmediato de nuestra vida (¡cualquiera!). Conforme pasan los años, sin dejar de analizar el pasado, vamos recordando situaciones y momentos que fueron más o menos decisivos para nuestra trayectoria. Hicimos lo que hicimos, actuamos como actuamos, porque en ese momento así lo pensamos con nuestro mejor criterio, con toda nuestra energía. Desde la lejanía se ven perfectamente los factores y las personas que quisieron alterar el curso de nuestra trayectoria (¿con qué derecho?) y que hoy no llegan ni a la categoría de un mal sueño.

Lo he dicho muchas veces ya: tomemos nuestras riendas, mantengamos viva la ilusión y hagamos que el camino recobre su sentido.
(Sinónimos de ilusión: anhelo, esperanza, deseo, ánimo, confianza, fe y seguridad.)