miércoles, 29 de agosto de 2012

Sobresalto

Al finalizar su relato, las futuras tías acompañaron a mamá hasta la parada del coche de línea, y después de entregarle unos paquetitos con dulces, salchichas y pan civraxiu y de acariciarle la larguísima cabellera lacia, como se llevaba entonces, mientras esperaban el coche de línea, por cambiar de tema, le preguntaron qué quería hacer en la vida.
-Tocar la flauta- contestó mamá.
De acuerdo, pero ellas se referían a un trabajo, un trabajo de verdad.
-Tocar la flauta- repitió mi madre.
Entonces, por la forma en que mis tías abuelas se miraron se entendió a la perfección lo que estaban pensando.

Es que no se puede ni leer en paz, tranquilamente. Cuando menos te lo esperas, te vuelve a asaltar un diálogo por sorpresa que te hace revolverte en la butaca o en la cama.

Cuando vuelve a Cagliari, mi padre viene aquí a tocar su viejo piano, el de las señoritas Doloretta y Fanni. Lo hacía incluso antes de que abuela muriera, porque mamá ensaya con la flauta, y entonces, en su casa, tienen que ponerse de acuerdo con los horarios. Papá recogía sus partituras y se venía aquí, y abuela se ponía a cocinar todas las cosas que a él le gustaban, pero después, a la hora de comer, llamábamos a la puerta y nos contestaba: "Gracias, enseguida voy, enseguida voy, empezad vosotras". Pero yo no recuerdo que después viniera a la mesa. Salía del cuarto sólo para ir al lavabo, y si lo encontraba ocupado, por ejemplo por mí, que soy lenta en todo y en el lavabo ya ni te cuento, se cabreaba, él que era un tipo tranquilo, y decía que había ido a la calle Manno para tocar y que al final no había nada que funcionara como era debido. Cuando el hambre, sin horario alguno, se hacía notar con violencia, iba a la cocina, donde abuela solía dejarle el plato cubierto y una olla de agua al fuego para que se calentara la comida al baño María. Comía solo, tamborileando sobre la mesa con los dedos, como si solfeara, y si en una de ésas nos asomábamos a la cocina para preguntarle algo, contestaba con monosílabos para que se nos quitaran las ganas de charlar y lo dejáramos en paz. Lo bonito era que siempre estábamos en pleno concierto y no en todas las casas se come, se duerme, se va al lavabo, se hacen los deberes, se ve la televisión sin el volumen puesto, mientras un gran pianista interpreta a Debussy, Ravel, Mozart, Beethoven, Bach y demás. Y aunque con abuela nos sentíamos más cómodas cuando papá no venía, era estupendo cuando estaba, y de pequeña, en honor a su presencia, yo le escribía algo, una redacción, un poema, un cuento.

Como la descripción es tan potente, ni me he atrevido a resumirla. Pertenece al libro Mal de piedras, de Milena Agus, de apenas cien páginas. La historia no va del pianista, sino de su madre: interesantísima. No sé si la autora tiene relación con la música pero a nosotros nos resulta de lo más familiar. Aunque, a decir verdad, siendo consciente de haber sido la banda sonora cotidiana de mi casa, no he sido tan intransigente con los horarios ni creo que haya que serlo.

Y si lo somos, a intentar corregirse, que hay vida fuera de las teclas y nos la estamos perdiendo.

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