miércoles, 29 de agosto de 2012

Sobresalto

Al finalizar su relato, las futuras tías acompañaron a mamá hasta la parada del coche de línea, y después de entregarle unos paquetitos con dulces, salchichas y pan civraxiu y de acariciarle la larguísima cabellera lacia, como se llevaba entonces, mientras esperaban el coche de línea, por cambiar de tema, le preguntaron qué quería hacer en la vida.
-Tocar la flauta- contestó mamá.
De acuerdo, pero ellas se referían a un trabajo, un trabajo de verdad.
-Tocar la flauta- repitió mi madre.
Entonces, por la forma en que mis tías abuelas se miraron se entendió a la perfección lo que estaban pensando.

Es que no se puede ni leer en paz, tranquilamente. Cuando menos te lo esperas, te vuelve a asaltar un diálogo por sorpresa que te hace revolverte en la butaca o en la cama.

Cuando vuelve a Cagliari, mi padre viene aquí a tocar su viejo piano, el de las señoritas Doloretta y Fanni. Lo hacía incluso antes de que abuela muriera, porque mamá ensaya con la flauta, y entonces, en su casa, tienen que ponerse de acuerdo con los horarios. Papá recogía sus partituras y se venía aquí, y abuela se ponía a cocinar todas las cosas que a él le gustaban, pero después, a la hora de comer, llamábamos a la puerta y nos contestaba: "Gracias, enseguida voy, enseguida voy, empezad vosotras". Pero yo no recuerdo que después viniera a la mesa. Salía del cuarto sólo para ir al lavabo, y si lo encontraba ocupado, por ejemplo por mí, que soy lenta en todo y en el lavabo ya ni te cuento, se cabreaba, él que era un tipo tranquilo, y decía que había ido a la calle Manno para tocar y que al final no había nada que funcionara como era debido. Cuando el hambre, sin horario alguno, se hacía notar con violencia, iba a la cocina, donde abuela solía dejarle el plato cubierto y una olla de agua al fuego para que se calentara la comida al baño María. Comía solo, tamborileando sobre la mesa con los dedos, como si solfeara, y si en una de ésas nos asomábamos a la cocina para preguntarle algo, contestaba con monosílabos para que se nos quitaran las ganas de charlar y lo dejáramos en paz. Lo bonito era que siempre estábamos en pleno concierto y no en todas las casas se come, se duerme, se va al lavabo, se hacen los deberes, se ve la televisión sin el volumen puesto, mientras un gran pianista interpreta a Debussy, Ravel, Mozart, Beethoven, Bach y demás. Y aunque con abuela nos sentíamos más cómodas cuando papá no venía, era estupendo cuando estaba, y de pequeña, en honor a su presencia, yo le escribía algo, una redacción, un poema, un cuento.

Como la descripción es tan potente, ni me he atrevido a resumirla. Pertenece al libro Mal de piedras, de Milena Agus, de apenas cien páginas. La historia no va del pianista, sino de su madre: interesantísima. No sé si la autora tiene relación con la música pero a nosotros nos resulta de lo más familiar. Aunque, a decir verdad, siendo consciente de haber sido la banda sonora cotidiana de mi casa, no he sido tan intransigente con los horarios ni creo que haya que serlo.

Y si lo somos, a intentar corregirse, que hay vida fuera de las teclas y nos la estamos perdiendo.

domingo, 26 de agosto de 2012

En primavera

Estaba remoloneando en la cama cuando una brisa fresca, recibida como un regalo, me trajo un recuerdo lejano de luz y olor.
Sevilla (y sus alrededores) es una ciudad que tiene como gran inconveniente el calor sofocante, que se extiende antes y después del propio verano. Esto hace que la primavera sea más corta de lo que marca la ciencia. Y a pesar de esta fama de calor, el invierno, por húmedo, es de un frío que te cala hasta los huesos.
Por esto, durante aproximadamente un mes, entre abril y mayo, se dan las condiciones climáticas para disfrutar de esta capital en su esplendor (parece que escribo un blog de viaje).
A lo que iba (cada vez que tecleo 'iba' se me cruza la 'v', de contento que me tiene el gobierno): tengo una asociación de ideas curiosa que renace cada año por esas fechas. A un cielo limpio y muy azul, con el sol subiendo una cuarta sobre el horizonte, hay que añadir el olor a azahar, inconfundible.

El piano, cercano a la ventana, recibe unos rayos tibios que las manos agradecen. Ya ha pasado el bullicio mañanero de primera hora y la calma doméstica vuelve a las calles. Alguna voz lejana y poco más. Aunque no se echase de menos, el canto de los pájaros parece más alegre, más vitalista. El cuerpo se estimula como si rejuveneciera y una leve euforia crece en el interior.
Me pongo contento. Seguro que hay una explicación química, pero tengo claro que durante ese mes mi organismo da con la fórmula adecuada (igual es porque nací en mayo).
No me preguntéis por qué, pero la música de Debussy, Ravel, Fauré, Albéniz y Turina (igual alguno más) la tengo como banda sonora ideal de esta atmósfera. Música clara y limpia, colorista, renovadora. Cada año me sorprendo revolviendo las partituras para disfrutar de una evocación completa, como si existiese una conexión entre Sevilla y París.
Puede ser que, durante la carrera, éstas fueran las fechas en las que caía este repertorio y la asociación haya venido, inconscientemente, con los años. No lo sé. Pero sí sé que me gusta tocar y oír esas obras transparentes que coinciden en luz con el exterior. No me hace falta que sean las más difíciles, al contrario: la Pavana para una Infanta difunta de Ravel, La fille aux cheveux de lin de Debussy o la 1ª Arabesque, alguna Barcarola de Fauré o su Segunda Sonata de violonchelo y piano, Granada o El Puerto de Albéniz, la Sonata Sanlúcar de Barrameda de Turina... Y muchas, muchas más.

El solo placer de tocar, de sentir, de oír, de respirar, de ver, de oler...
Como el verso de Baudelaire usado por Debussy: Les sons et les parfums tournent dans l’air du soir, aunque en este caso sería du matin (Los sonidos y las fragancias giran en el aire de 'la mañana').

miércoles, 22 de agosto de 2012

Estreno

Los pianistas somos, por definición, intérpretes, es decir, tocamos música compuesta por otros, habitualmente compositores. La felicidad nos viene de poder compartir las partituras con Mozart, Beethoven, Chopin, Schumann, Brahms, Albéniz, Granados, Debussy, Ravel, Rachmaninoff, Prokofiev, Falla y muchísimos más.
Pero hoy no quiero referirme a ellos, sino a esa legión de creadores que nos rodea por ser coetáneos y que están vivitos y coleando, de momento. He tenido ocasión de mostrar al público por primera vez el sonido de una obra de nueva creación muchas veces. Por el simple hecho de dedicarme al concertismo es lógico que me lleguen partituras de amigos y de enemigos (perdón, de desconocidos).
De las de los amigos, que llevan un componente afectivo añadido, hablaré en otra ocasión. Hoy me apetece escribir sobre los encargos casi obligados, esos que parecen la condición indispensable para lograr el contrato.
Hasta donde mi memoria alcanza, creo que mi bautismo fue en 1984. Ya había finalizado la carrera y estaba dando clases en el conservatorio de Sevilla, que celebraba su cincuenta aniversario. Hacía falta un pianista para acompañar al violinista Pedro León y que fuera tan inconsciente como para aceptar el reto de un programa nuevo en sólo tres semanas. La segunda parte la formaban obras de Falla y Turina, que hasta el día de hoy he seguido tocando y disfrutando. La primera era otro cantar. 'Tres obras tres', de otros tantos autores. La mejor, sin duda, la Sonata de violín y piano de Manuel Castillo, entonces catedrático de Composición del centro. Muy difícil pero perfectamente escrita por ser él muy buen pianista también. Su felicitación tras el concierto la llevaré en mi corazón de por vida. La segunda obra era del profesor de música de cámara y era muy agradable de oír y de tocar por lo que no presentó ningún problema. Pero, ¡ay!, la obra que tenía que abrir el concierto..., ¿qué era eso? ¡Qué cosa más fea! ¡Qué asco! Tengo que añadir que las tres obras estaban manuscritas, lo que añadía dificultad a la lectura por el poco tiempo. ¿Alguna vez os han entrado ganas de romper una partitura? ¿No habéis lanzado las hojas contra la pared o contra el suelo para pisotearlas? ¡Qué impotencia! Para colmo, la obra era del director del conservatorio, muy ilusionado por recuperar una obra de juventud (que nadie había querido estrenar, claro). Creo que hasta lloré, que quise tirar la toalla... Y dificilísima. La criatura se llamaba Elegía cromática y yo decía Herejía cromática. Pero no hubo nada que hacer y fue como tragar una botella de lejía y sonreír.
En otras ocasiones los encargos llegaban de los propios organizadores porque, o bien ellos eran compositores, o hacían labor divulgativa. Cuando la obra era de ellos mismos, resultaba imposible negarse. Sólo intentaba disuadirlos si el programa no admitía intrusiones, con la promesa de una próxima ocasión. Pero la osadía tiene mucha fuerza. Es difícil estudiar una obra sabiendo que sólo la vas a tocar una vez, que tiene poca o ninguna calidad, que durante ese tiempo podrías haber montado una de las que siempre están esperando. Lo único que cabe es poner la mejor voluntad y rogar para que sea un parto rapidito.
Cuando el encargo es para lanzar a los creadores, a veces he pensado si no habría que lanzarlos literalmente al espacio. En el 98% de los casos te engañan, con buenas palabras pero te engañan. Una vez me dijeron que la obra constaba de cinco partes, una cosa no muy extensa que no llegaba a veinte minutos: tocada a su velocidad fueron... ¡cincuenta y dos! Además, manuscrita, tamaño A3 y grafía diminuta (la autocensura no me deja expresarme adecuadamente).
Pero hay un caso reciente que me dejó perplejo: una joven compositora me envió su obra, otra colección de piezas breves que tampoco eran nada del otro mundo. Pero, en fin, todo sea por la música y los músicos. Insisto en que estudiar sabiendo que es para nada no es fácil. Lo peor fue que esta frase me la dijo ella misma al acabar el concierto, no por mi interpretación, que sí, sino porque ella había decidido que iba a estar en otra onda y ya no le interesaba lo más mínimo lo que acababa de tocar, como si fuera de otro autor. ¡Será...! 

domingo, 19 de agosto de 2012

Rayos y truenos

Con todo esto de los concursos, de la crítica, de las audiciones, del público..., estoy repasando, sin darme cuenta, años y años dedicados a la música.
Intento que lo que escribo tenga algo de sustancia para compartir por si alguien puede evitarse un tortazo o encuentra un ejemplo a seguir. No sé muy bien por qué, esta mañana he recordado un concierto que ofrecí junto a mi hija, de violonchelo y piano, hace ya casi diez años, cerca de Navidad.
A través de mi querido amigo Arnold teníamos que tocar en la Casa de la Cultura de un ayuntamiento cercano a su conservatorio, a fin de ampliar la cantera de estudiantes. Era un concierto en toda regla, nada en plan didáctico y con pamplinitas: la 1ª Sonata de Brahms, las Piezas de Fantasía de Schumann, la Elegía de Fauré y los Requiebros de Cassadó.
Ella podría tener entonces diecisiete o dieciocho años y aún cursaba el grado superior y, aunque no lo supiera, tenía a su favor un pianista siempre disponible, la gran cruz de casi todos los instrumentistas.
En diciembre, aunque los del tiempo piensan que esta zona de Andalucía es como el Sáhara, hace un frío que te cala hasta los huesos, gracias al río Guadalquivir (estábamos cerca de Sevilla) y la humedad permanente. Por supuesto, que los locales estuvieran acondicionados era cuestión más de suerte que de previsión. Total, para dos meses (en los que puedes morir congelado). Menos mal que logramos una pequeña estufa que colocar cerca del violonchelo para que la escarcha se derritiera.
Y si hacía frío, ¿por qué no añadir una buena tormenta? Agua a cántaros, rayos y truenos, como en las películas de miedo. Afortunadamente, ninguno de estos elementos echó para atrás al público, que abarrotó la sala (algo de calor humano).
El programa lo teníamos trillado, de conciertos anteriores por lo que estábamos tranquilos. Muchos alumnos de música llegaban acompañados por sus padres y hermanos, además del claustro de profesores, formado por antiguos compañeros y amigos. Así que, en ese aspecto, todo a favor.
El piano llegó un poco tarde y apenas pudimos ensayar (más bien, calentar). Sin problema: para eso están los profesionales, para capear los inconvenientes.
Aunque a mí ya me conocían de sobra por haber tocado solo y a cuatro manos con mi compañero de fatigas Beethovenianas (las Sinfonías deberían ser obligatorias para todos los pianistas), había cierta expectación por ver cómo continuaba la saga, algo no muy frecuente aunque parezca mentira.
Llega la hora, breve presentación en plan familiar, introducimos a don Johannes, y, de repente, suena el mismo trueno que oyeron cuando Jesucristo expiró en la Cruz... Apagón total en el pueblo. Gritos de los pequeños, sillas rodando, adultos poniendo orden. Evidentemente dejamos de tocar (aunque lo de tocar a oscuras tiene su encanto). Reunión de emergencia, llamadas a la policía local, a la Sevillana de electricidad... Nadie sabía nada y había que decidir si suspender o esperar para reanudar. Optamos por lo segundo.
En vista de que el pueblo era experto en apagones, se contaba con que la luz volvería en unos minutos. Aún así, la prudencia aonsejó traer linternas, velas y cualquier cosa que pudiese alumbrar, más que nada por los niños (y los adultos que se ponen muy juguetones en la oscuridad).
Como pasaba el tiempo y la corriente no volvía, se me ocurrió que alumbrando las partituras podríamos tocar. Hicimos una pequeña prueba y perfecto. Mi hija es muy atrevida y se lo tomó estupendamente. De nuevo se hizo el silencio y vuelta con la gravedad inicial de Brahms. Magnífico. Estupendo. Ningún problema... ¡No! Las pilas de las linternas estaban bajas y de luz blanca pasamos a amarilla y a la nada. Quisimos seguir pero los murmullos y demás nos hicieron detenernos. Cuando volvíamos a debatir se encendieron los focos y el aplauso correspondiente a este tipo de situaciones (como cuando aterriza el avión tras unas buenas turbulencias).
Por fin pudimos seguir sin más contratiempos. Felicitaciones por doquier, firma de autógrafos multitudinaria, euforia colectiva... Un éxito.
Por último se me acercó uno de los profesores y, sin maldad ninguna, se permitió hacerme una crítica: había notado que al principio habíamos estado un poco descentrados. Le pregunté si había olvidado las circunstancias de dicho comienzo y, con cara sorprendida, respondió que se había metido tanto en el concierto que ni había caído en la cuenta.
Pensé, un poco perplejo, que, a pesar de las inclemencias, habíamos triunfado, había ganado la música.

miércoles, 15 de agosto de 2012

¡I love Zarzuela!

Esta frase, en boca de un surcoreano y de un neoyorkino, me dejó patidifuso. Les pregunté si tenían alguna favorita, cómo la conocían, si se estudiaba en la Manhattan, si habían leído algo al respecto... Se miraban muertos de risa y yo no entendía nada.
Como ya era la hora de comer nos dirigimos al restaurante habitual, de excelente relación calidad/precio. Cuando llegó nuestro camarero me preguntó sólo a mí qué quería comer. Cuando le demandé por la comida de ellos me respondió con rotundidad: para estos dos lo de siempre, Zarzuela..., ¡Zarzuela de marisco!
Con su langosta, sus cigalas, sus gambas, sus mejillones, su mero, su rape y sus calamares. ¡Qué cara de felicidad tenían! Llevaban toda la semana comiendo lo mismo. Además, les salía baratísima con sus dólares de entonces (1988). Pues que sean tres.
Eran los momentos de distensión entre las pruebas del concurso, el Jaén. O estábamos estudiando o estábamos concursando. Fue agotador, pues había que añadir la preparación previa de varios meses. Aún recuerdo mi segunda prueba como una de las ocasiones en las que he tocado impecablemente (tuvo que ser así para pasar a la final). En vez de los cuatro concursantes previstos llegamos a la última tanda siete pianistas. Y, claro, ahí salieron las navajas, que no había para todos.
La maldición de la Zarzuela se cumplió: todos aquellos que la hubieran probado se quedarían sin premio. No era justo. Recuerdo, como si hubiera sido hace media hora, que el que me quitó el segundo premio (de todo se tiene uno que enterar, para mayor cabreo) no dio la talla en la semifinal y tenía que haber sido eliminado. Pero no, los dioses estaban de su lado. Aún sigo sin entender el premio de música española a una japonesa cuando mi Fantasía Baetica fue insuperable y, sin duda, más Baetica (de todo se tiene uno que enterar, insisto).
Me dio pena por los trabajadores de mi hotel (en el que me alojaba, no es que fuera el propietario), que ya hacían sus apuestas y me veían subido al podio. Y me dio pena por mí, que ya hacía mis planes, no sólo económicos, sino profesionales por la repercusión del premio.
Yo siempre he sido un ingenuo y me resisto a dejar de serlo, aunque ya no soy tan tonto. Pero es verdad que duele competir en buena lid y sentir las injusticias y los manejos subrepticios. El colmo fue la justificación por uno de los gloriosos y reiterados miembros del jurado de algo que no tenía sustento. Mejor hubiera estado calladito. En vez de comprender la situación logró aumentar mi malestar, compartido con mis compañeros de mesa, que tampoco entendían nada (teníais que verlos tocar, dos genios, cada uno a su estilo).
Por eso, siempre que me llaman para formar parte de un jurado, me esfuerzo por estar del lado de los concursantes, enfrentándome a quien haga falta. A veces me duele el desprecio que algunas personas vierten sobre jóvenes ilusionados y con talento. No puedo desligar mi experiencia de concursante de la de jurado. Es un todo.
Hay cosas que sigo sin entender. De nuevo un primer premio desierto en Santander... (algún día me gustaría opinar abiertamente sobre este concurso; ¿merecerá siquiera la pena?)
De todas formas, fue mi amigo Young-Ho Kim, más rodado que yo, quien me aconsejó sobre la actitud a tomar. No había que poner todas las expectativas en una sola competición, ya que la repetición exacta de las pruebas con otro jurado y en otra ciudad daba siempre un resultado diferente. Era mejor quitar hierro, por mucho coraje que diera (él también se llevó un disgusto, que no somos de piedra). Si sale bien, estupendo; si no, a reciclar y a por el siguiente.
Un concurso no es un concierto. Esto de comparar pianistas no sé yo si es sano ni si es posible, pero es lo que hay. Así que, a reírnos (aunque sea a toro pasado), a disfrutar y a no desfallecer, que el camino es muy largo.
Y si lo hacemos, si flaqueamos, ¡a por la Zarzuela! 
 

domingo, 12 de agosto de 2012

Concierto benéfico

Me gustaría pasar, aunque sea por encima, por este tipo de recital, muy frecuente, del que tengo una opinión clara que quiero compartir.
En cuanto empecemos a ofrecer nuestros primeros recitales se nos van a acercar amigos y desconocidos a proponernos que colaboremos con su asociación, colegio, fundación o causa, a fin de recaudar los fondos necesarios para un proyecto concreto o continuar con la investigación de determinada enfermedad.
Hasta aquí, ninguna objeción. Nuestro talante solidario y nuestra sensibilidad nos llevarán a aceptar ese concierto que, dicho sea de paso, todo el mundo, sin excepción, piensa que no nos va a costar ningún trabajo preparar. Da lo mismo. No queremos ser pedantes. Lo importante es que, cuando nos enteramos de las necesidades tan variadas que nos rodean, es imposible permanecer al margen. Así que, si podemos echar una mano, adelante.
Ocurre que, con frecuencia, quienes recurren a nosotros están en nuestro entorno, o sea, en nuestra ciudad. Por muy grande que ésta sea, debemos cuidar de no actuar constantemente, primero porque perderá valor el acto en sí al ser recurrente, y segundo, porque es posible que si queremos tocar de modo profesional a través de la entidad musical pertinente o el ayuntamiento, nos insinúen que esperemos un tiempo prudencial (un año o dos) dado que acabamos de hacerlo, aunque haya sido en otra sala y con otra organización.
Quizás esto sea un matiz de poca importancia, pero la carrera hay que cuidarla y es vital dosificar las apariciones para no ‘quemarse’.
El verdadero motivo para dedicar esta entrada a los conciertos benéficos es el siguiente: si se organiza un acto de este tipo es porque una atracción artística, un espectáculo, genera ingresos seguros a través de la venta de entradas. Este dinero es el que irá destinado a la noble causa en cuestión.
Mi humilde opinión es que cuanto mayor sea la recaudación mayor será el éxito de la gala. Algo muy simple. Pues bien, parece estar instalado en el comportamiento de los organizadores que los gastos generados deben salir de dicha taquilla. Y aquí es donde empieza mi disconformidad. Si el acto es benéfico, la colaboración es más extensa, no se reduce a nuestra presencia. Lo normal es que el teatro o la sala sean cedidos generosamente, que la imprenta no cobre por los programas y que la prensa inserte los anuncios altruistamente. Un tema espinoso puede venir con el instrumento. Si fuésemos violonchelistas no habría ningún problema al respecto pues iría con nosotros. Pero un piano tiene que servir para el concierto. Si el local cuenta con él, estupendo, si no, hay que alquilarlo (habrá que llevarlo a la sala que nos han prestado). A lo mejor la empresa quiere aportar su granito de arena y lo cede, pero si es su concierto benéfico número cien, está obligada a cobrar por sus servicios, aunque ajuste el precio. Primer gasto indispensable (a no ser que corra con él alguna firma comercial; dependerá de la habilidad de los promotores). Como digo, primer gasto…, y último.
A partir de aquí viene una sangría de la recaudación, a la que, por principio y por definición, me opongo, dejándolo muy claro desde el primer momento a las personas correspondientes. Me niego a recibir un regalo, o un ramo de flores, o cualquier cosa que haya que comprar con cargo a las entradas. Mucho menos a que cubra una cena colectiva en agradecimiento o una copita con aperitivos para los concurrentes (a cenar a casita o al bar de la esquina). Si hay desplazamiento largo y hotel, igual puede colaborar una agencia de viajes (para no ser tan intransigente, acepto que tampoco nosotros vamos a tener que poner de nuestro bolsillo). No me voy a alargar con ejemplos múltiples. Cada euro conseguido es más valioso si se dedica al beneficio buscado que a la autocomplacencia. Ésas son mis condiciones: ningún euro de la taquilla tiene que ser destinado a pagar esa infinidad de detalles que tan poco nos cuesta inventar cuando salen del bolsillo ajeno.
He dicho.

miércoles, 8 de agosto de 2012

Confianza

Es inevitable seguir las Olimpiadas de Londres. Aunque no te guste el deporte, siempre hay una final con tirón, un español (o, mejor dicho, una española) dejando el pabellón lo más alto posible, o un partido del deporte que practicabas cuando joven.
Hay muchas similitudes en determinadas especialidades con el piano: horas interminables de entrenamiento/estudio, individualidad/soledad y, cómo no, el directo, la hora de la verdad. Me deja a veces una sensación de inquietud observar determinados comportamientos.
Vamos a fijarnos en primer lugar en la gimnasia, en concreto, el salto de potro femenino. Dos saltos, uno detrás de otro, en los que, tras una carrera potente, el cuerpo se eleva y gira para caer y clavarse en la colchoneta. En esta final, una de las chicas, canadiense, cayó mal y se hizo daño; aún así, intentó realizar el segundo aunque no pudo. Tanta preparación al traste en un instante. Pero lo que más llamó mi atención fue la actitud de la segunda clasificada, McKayla Maroney (USA), que perdió el oro tras ser penalizada por el culazo (perdón, pero cayó de culo) en uno de los saltos. Inconsolable. Pero era su cara de enfado (aunque fuese con ella misma), la poca deportividad que demostró a partir de ahí, los malos modos al no saludar a las otras medallistas... Me acordé de aquel concurso de piano en que una amiga no pasó a la final y lloró sin parar con una pataleta. Creo que esto se acerca más a la soberbia que al pundonor.
Quiero fijarme en segundo lugar en la relación con el entrenador: la concentración con la que salen también es inculcada y ensayada. No pueden permitirse una distracción ya que la prueba dura dos segundos. Apenas las dejan solas, les dirigen miradas tranquilizadoras y de ánimo, las consuelan ante el error y las abrazan con el triunfo. La verdad, no deja de ser un papel incómodo en cuanto que todo tu saber es exteriorizado por otra persona en la que tienes que confiar y a la que tienes que inyectar confianza.
Ya he hablado de esto nada más empezar el blog. Lo que ocurre es que, constantemente, me vienen a la cabeza los recuerdos de nuestro 'entrenamiento' como pianistas.
Y una última imagen (podría seguir con cada especialidad) es la de la natación sincronizada, medalla de plata también para las españolas. Las entrenadoras parece que se juegan algo más que la vida y esa presión la transmiten a las nadadoras que, finalizada la prueba, más que estar contentas parecía que habían ejecutado una venganza de sabor agridulce.
He visto pianistas, buenos pianistas, zapatear malhumorados mientras salían del escenario por haber errado un par de notas; he visto pianistas, buenos pianistas, llorar de rabia por observar cómo alguien tocaba mejor que ellos; he visto pianistas, buenos pianistas, venirse abajo por una mirada asesina de su profesor... ¿Sigo?
Tocar el piano no es que sea difícil, a veces me parece imposible. Ahora imaginad que tenemos que cargar con una mochila durante la carrera: ¿cuál elegiríamos, la de la confianza en uno mismo con enormes reservas de la que nos ha infundido nuestro profesor y nuestro entorno, o la de la inseguridad, igualmente personal y potenciada por el profesor, inagotable?
Si elegimos la segunda jamás lograremos nada. Por miedo y por insatisfacción. La primera nos hará felices, que no tontos, pues tan sólo sabiendo matizar y relativizar cualquiera de nuestros pequeños lapsus notaremos que somos pianistas completos al apreciar el todo, el conjunto de una vida.
Si tenemos la suerte de que nuestro profesor/entrenador/guía nos ha potenciado el optimismo y nos ha hecho fuertes, sabremos enfrentarnos a cualquier reto, que siempre será ilusionante. De lo contrario, el bloqueo mental será en poco tiempo insuperable y tan siquiera llegaremos a pisar un escenario por miedo a... ¿nada?, ¿fantasmas? De verdad, no merece la pena, tanta pena.
No estrechemos nuestro horizonte y confiemos en nuestras posibilidades, disfrutando antes, durante y después del concierto, si no parecerá que nos ha dado un berrinche inconsolable que, visto desde fuera, resulta incomprensible.
¿Habéis caído en la cuenta de que tocar el piano nunca debe ser contemplado como una competición...? 

domingo, 5 de agosto de 2012

Por puro placer

Hoy me he levantado con un recuerdo ya lejano en el tiempo. Al final del día, un día cualquiera, tras largas horas de estudio rodeado de partituras, a cual más difícil, me gustaba ver cómo la habitación se iba quedando, poco a poco, en penumbra. No encendía la luz y sólo quedaba un leve resplandor, si acaso, de alguna farola de la calle. Las sombras tomaban relieve y comenzaba mi hora mágica.
Ahora no había obligación, ni obras impuestas, ni rentabilidad. El estado de quietud que transmitía la oscuridad me impulsaba a dejar caer las manos sobre el piano de manera pausada, sin prisas ni virtuosismo.
De siempre he tenido un defecto (o una virtud): cuando escucho una canción o cualquier obra, del tipo que sea, sólo oigo notas. Creo que tengo el récord mundial de no saberme ni una sola letra de ninguna canción; igual el comienzo, pero enseguida llega una modulación, los graves por un lado, la melodía por otro, el recorrido por las secciones instrumentales, el ritmo... Una locura. Es como un dictado permanente con todas las voces a la vez.
Claro, que también tiene su parte buena y es que, a la primera, sin trámite alguno, lo que fuera que hubiese oído podía tocarlo directamente en el piano.
Supongo que por una cuestión de carácter, siempre me han gustado las baladas de música moderna. Hay piezas realmente bellas que da gusto tocar sin más, por puro placer. En las tardes melancólicas que me colocaba los cascos para aislarme de todo, podía emocionarme con cualquier 'segundo movimiento' para piano y orquesta, o una sinfonía del XIX (aún no tenía en disco la 2ª de Rachmaninoff). Pero también me gustaba la otra música, las otras músicas: country, jazz, pop, rock, blues, bandas sonoras y poco más, que también tengo un filtro.
Un día coloqué en mi tocadiscos un Lp de mi padre dedicado a The Beatles. Cuando escuché Yesterday en la versión de Paul Mauriat, con tanto piano solo, ahí que pegué un salto y en dos zarpazos la hice mía (me acuerdo, y por ahí debe estar, que la presenté como ejercicio para la clase de Armonía y la única pega que me puso el hueso de mi profesor fue que modulaba demasiado pronto). 
No mucho tiempo después me puse nervioso en el cine pues ya quería tocar el tema de la película El cazador (The deer hunter). ¡Qué maravilla! ¡Y qué peliculón!
Si mi hija entrara por la puerta diría ¡papá, qué bajona! Pero me gusta, no lo puedo remediar. Y como éstas, muchas otras que me permitían relajarme, disfrutar, evadirme..., todo ello tocando el piano.
Una más, lagrimilla incluida, Dear father, de Neil Diamond, en la película Juan Salvador Gaviota (Jonathan Livingston Seagull).
Si tenemos la manera, cada cual la suya, de no ver el instrumento sólo como trabajo, sino como algo placentero, los momentos que pasemos metidos en 'nuestra' música dejarán una huella imborrable que vendrá acompañada de otros recuerdos simultáneos. Que tocaba para mí pero también era un exitazo si me escuchaban mis amigos.

miércoles, 1 de agosto de 2012

Pianistas enciclopedistas

Seguramente, junto a una gran admiración, siento una gran envidia. No me importa reconocerlo en absoluto. Me refiero a esos pianistas capaces de tocarlo todo, no en potencia, sino de verdad, grabaciones incluidas.
Mi máximo referente siempre ha sido Vladimir Ashkenazy. ¿Cómo se puede tener ese repertorio? Me resultaba abrumador irme encontrando con sus discos cada vez que buscaba algo que yo estuviese estudiando. Además, tenía las integrales. Querías una Sonata de Scriabin, las tenía todas. Querías un Preludio de Rachmaninoff, los tenía todos. Querías una Balada de Chopin, allí estaba. Y Shostakovich, y Schumann, y Mozart, y Beethoven, y Bach y...
Esto no es humano, es sobrehumano. Sus integrales recogen hasta esas obras desconocidas o poquísimo interpretadas, a veces de gran dificultad, como ocurre con Chopin o Schumann. No tenéis más que echar un vistazo a su página web con el catálogo discográfico.
Pero es que no deja un Concierto para piano y orquesta por grabar. Y se lía la manta a la cabeza y te lo encuentras con la música de cámara más importante también registrada. Como hace tiempo que se aburre, decidió compaginar las teclas con la batuta y ahí está, llenando el universo sonoro con sus versiones orquestales. ¿Esto cómo se hace?
Imagino que tiene que haber un previo excepcional. Mientras los mortales estamos intentando dominar los pasajes de determinada obra, machacando una y otra vez, este tipo de pianista lo hace con un par de lecturas, y ya está la obra lista en estilo, tiempo y memoria. ¡A por otra! Así desde el principio, con lo que, desde los diez años, más o menos, están construyendo el catálogo de su repertorio con vistas a un futuro predeterminado. Que estos nacen con una partitura bajo el brazo.
Están perfectamente dirigidos y su técnica les permite aprender una obra en tiempo récord. Mientras nosotros gastamos las horas en ojear partituras, quizás por el gusto de tocar, y tenemos una cantidad de obras, como solemos decir, 'leídas', pienso que ellos, con una pasada más, las incorporan a la mochila. Está claro que requiere un esfuerzo extra. Mantener una concentración extrema a diario durante, imagino, tantas horas, ni estando acostumbrado. ¿No se cansan? ¿No se aburren? ¿Les queda para una vida privada? 
Yo, al menos, necesito que una obra me guste para dedicarle tiempo y trabajo, porque sé lo que es tener que estudiar algo insoportable por obligación o por compromiso.
Cuando echas un vistazo a la lista de pianistas del tipo enciclopedista crees que no vas a encontrar más que dos o tres, pero esto es deprimente: hay un montón. Por citar sólo algunos, podemos recordar a Andras Schiff , Sviatoslav Richter, Jenö Jandó, Idil Biret, Arthur Rubinstein, Claudio Arrau, Alfred Brendel, Marc-André Hamelin..., y tantísimos más.
Pero es que la mayoría de los que conocemos no se quedan atrás. Puede que no tengan tantas integrales pero tienen en su haber lo más destacado, lo más importante de la literatura pianística, tanto de solista como con orquesta.
Y después te enteras que gente como Pollini o Rubinstein tuvieron que retirarse un par de años a estudiar para hacer repertorio porque no tenían suficiente para hacer carrera. ¡Madre mía!

Sólo me queda un consuelo. Entre tanto disco, esbozo una sonrisa, pequeña, como de satisfacción, cuando encuentro una obra tocada de manera superficial, como montada deprisa y falta de sustancia. Eso me da ánimos para seguir por el camino de otros pianistas que reconocen abiertamente haber optado por un repertorio más corto (o menos extenso) pero mejor trabajado (después miras lo que para ellos es corto y se te tensan hasta las pestañas).