domingo, 22 de julio de 2012

Recuerdos

Cuando era niño y asistía a algún concierto de piano, los concertistas me parecían siempre mayores, muy mayores. La idea que fui forjando era que para tocar el piano había que ser casi un anciano. De hecho, casi todos tenían el pelo blanco.
Me quedó grabada una escena que califiqué de romántica. Venía a actuar a la Academia de San Dionisio, en Jerez, Leopoldo Querol, a mediados de los setenta. No recuerdo el programa pero seguro que lo tengo guardado (si no tengo el síndrome de Diógenes se le parece mucho). Pero no fue eso lo que me llamó la atención.

La distribución de la sala era sencilla: puerta central con entrada directa a un espacio alargado rectangular y al fondo el piano sobre una pequeña tarima. Unas columnas podían impedirte la visibilidad si no buscabas un buen sitio, y detrás del todo un panel central con estandarte y dos puertas, una a cada lado, con acceso a la biblioteca y a los servicios (aún parece que la estoy recorriendo, pues no sólo actué allí en numerosas ocasiones, sino que dediqué largas jornadas a estudiar en el Yamaha C6 de los de antes, con ese sonido tan maravilloso, tan aterciopelado).
Poco antes del comienzo apareció por detrás (venía de la calle) el pianista, quien venía acompañado por mi profesor, don Joaquín Villatoro, y una señora mayor con abrigo de piel. Se dirigieron a la biblioteca que era el lugar destinado como camerino y sala de espera. Al rato salió don Joaquín, dirigió unas palabras al respetable y se apagaron las luces de la sala...
Durante el descanso nos dedicamos a comentar sin movernos del sitio y al terminar el programa, con bises incluidos, me llamó mi profesor para presentarme al concertista. Que si este niño promete, que si es buen estudiante, que si tiene cualidades, que si tiene unas manos enormes, que si acaba de tocar con la orquesta... (cuando mi cara se pone colorada, como a punto de estallar, siempre me acuerdo de los camaleones y esa leyenda urbana, pero falsa, que circula sobre que si los pones en el capó de un coche rojo explotan!!!). Cuando me echan más de un piropo seguido aún reacciono como un camaleón. A lo que iba, tengo grabada a fuego la frase que me dirigió: "esto es muy sacrificado y hay que estudiar todos los días, ¿te das cuenta?, todos los días, que si no los dedos no funcionan como deben y no se toca bien, así que, a estudiar mucho". (Más o menos, pues al grabar la frase a fuego ha quedado algo borrosa, que aún no se usaba el láser).
Y la escena que no pude olvidar nunca, esa sí, fue la salida de su señora cuando ya nos íbamos. Había permanecido todo el tiempo en la biblioteca.
Beatriz a menudo permanece también en el camerino, prefiere la tranquilidad, me escucha mejor. Y yo sé que está allí y es la primera cara que veo en el descanso y al terminar, el primer beso y el primer abrazo. Sus consejos son vitales (no abuses del pedal, puedes tocar relajado que se oye de sobra, ojo con el tiempo...) y su aprobación mi mayor triunfo: es la persona que más veces me ha oído y visto actuar, además de soportar las horas de estudio, así que sabe tan bien como yo cuál debe ser el resultado. Nadie mejor.
Otras veces tantea al público en la sala y me transmite los comentarios, los musicales y los terrenales, que también son un buen baremo para medir si lo que uno hace está llegando.
Está muy bien tener una persona querida tan cerca. Desaparecen la soledad, la inseguridad y el temor, y aparecen el bálsamo, la garantía y las respuestas. Como debe ser.

No hay comentarios:

Publicar un comentario