miércoles, 20 de junio de 2012

Glenn Gould

Siempre me sorprendió que Glenn Gould se retirara de los escenarios tan joven, con poco más de treinta años. Según he leído, el primero en enterarse fue el tramoyista a quien, justo al acabar su recital, le comentó que acababa de presenciar su último concierto. Eso no significó que abandonara su carrera ni su contacto con el piano sino que la enfocó hacia la grabación de discos.
Al preguntarle las razones nadie lo entendía. Estaba en lo más alto, con contratos por delante, solicitado en los mejores teatros del mundo y, de repente, se acabó. Podría haber múltiples motivos habituales entre los mortales, desde el miedo escénico hasta la inseguridad con el instrumento, desde el cansancio al aburrimiento.
Pero, al parecer, no fue nada corriente, más bien lo contrario: no quería que la influencia del público y de la fama interfirieran en su manera de tocar ni en su repertorio. Y hubo un momento en el que se vio esforzándose por querer agradar, por tocar a gusto del consumidor. Se vio como en una jaula o en un escaparate al que todos se asomaban sabiendo de antemano lo que iban a ver. ¿Una decisión drástica? ¿Una decisión responsable? No es fácil juzgar algo así. Hay que estar en la piel de la persona para conocer los detalles de lo que le llevaron a renunciar al estrellato.
Lo que sí está claro es que significaba una entrega absoluta a la música con una actitud casi reverencial, monástica. La misma con la que siguió estudiando y grabando sus versiones, tantas veces criticadas pero siempre justificadas. No es un pianista al que se pueda recurrir a modo de referente pues corremos el peligro de que nos abucheen o nos expulsen del concurso. El genio era él y, como tal, inimitable.
Las excentricidades a las que nos tenía acostumbrados podrían parecer algo estudiado desde el punto de vista propagandístico. Hoy parece imprescindible recurrir a lo que sea con tal de llamar la atención y destacar. Pero él era así. Su manera de abrigarse, la casi imposible manera de sentarse, sus cantos simultáneos a la música que llegan a desesperar, su horario sin control, sus exigencias técnicas...
Quizás no sea razonable, pero para mí una persona con una inteligencia de tal nivel no hace nada porque sí, todo tiene una explicación. Por eso no lo considero extravagante, en absoluto. Creo que estaba convencido de la necesidad de hacer las cosas como las hacía, de tocar como tocaba. La demostración a todo esto está en su libro, imprescindible, Escritos críticos. La visión que tenía sobre la música, los músicos, los conciertos, los concursos, la estética, la crítica y mucho más hay que conocerla pues viene de alguien que lo ha vivido. Y no sólo eso, sino la ironía, el darle la vuelta a todo, el plantearse los más mínimos detalles, el no dar nada por sentado, el humor, la creatividad...
Podremos estar de acuerdo o no con los resultados pero con una atenta audición, partitura en mano a ser posible, descubriremos un universo musical de una altura inimaginable. El respeto que le tengo viene de ahí, de no haberse conformado con lo obvio ni con lo tradicional, de no haberse entregado a una vida más fácil, que ya tenía, de poner toda su inteligencia en guardia sin descanso, de ser honesto consigo mismo para serlo con los demás.
En tiempos en los que es más fácil encontrar una vedette que un músico, por aquello de vender, pienso que no está de más replantearse la profesión, cada cual a su nivel y con su cabeza, no vaya a ser que perdamos el control con tanta vorágine y acabemos cambiando tanto que no nos reconozca ni la madre que nos parió.

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