martes, 26 de junio de 2012

Así será mi vida

Aún no me lo creo del todo, pero aquí va la entrada número 50 y, como se suele decir, acabo de empezar. Ya sé, por los comentarios y correos recibidos, que hay mucho de qué hablar, que todos andamos un poco perdidos desde el momento en que decidimos levantar la vista del teclado y mirar hacia el horizonte infinito, que casi nadie nos va a prevenir de los obstáculos ni nos va a dar la mano, ni siquiera nos va a acompañar en la travesía. Cuanto antes asumamos que estamos solos y tomemos las riendas, mucho mejor (¿recordáis el viaje interior?).
De las decisiones que tomamos cuando somos jóvenes depende el resto de nuestra vida. Suena algo drástico pero no voy a poner paños calientes, no sirven de nada. Lo bueno es que decidimos, gracias a esa juventud, con convicción, con idealismo, con ilusión, con el corazón y con toda la energía de la que somos capaces, es decir, con sinceridad hacia nosotros mismos, sin engañarnos o sin dejarnos influenciar por intereses más prácticos.
Corren tiempos difíciles, pero para la cultura siempre lo fueron. Ya nos han dejado claro que un euro destinado a la creación o a la interpretación es un euro malgastado. ¿Vamos a dejar que unos seres sin moral, a los que la especie humana les importa menos que la calidad de la piel de su butaca, que nos tratan como números rojos de unas cuentas imposibles que ellos mismos han malversado y manipulado, nos digan cómo tenemos que vivir lo que, que se sepa hasta ahora, es la única vida que tenemos? (Ya estoy viendo la cara de mi hermano pequeño).
Hace unos días he visto la película This must be the place, con un impresionante Sean Penn. A la mitad, aproximadamente, hay una escena en un bar donde una frase suelta dicha por la camarera es objeto de una reconversión por esta vieja estrella del rock. La cara que se me puso es la misma que se le queda a ella cuando la piensa. He subido un pequeño video a Youtube para que no perdáis detalle. En qué momento nos damos cuenta de que hemos pasado de decir, o pensar, 'mi vida será así' a la susodicha 'así es la vida'. ¿Nos damos cuenta de lo que encierran estas cuatro palabras?
Nos pasamos todo el tiempo consciente desperdiciando energía, luchando batallas inútiles, recorriendo caminos sin salida, siguiendo cantos de sirena y creyendo a charlatanes iluminados, en vez de oír nuestra voz interior, decidir por nosotros mismos, pelear por nuestros claros objetivos y recorrer la senda que nunca se ha de volver a pisar.
Desde este pequeño estrado quiero gritar muy alto algo que sólo una persona me hizo ver, quien más y mejor me ha querido: nadie, repito, nadie puede decidir por nosotros qué vamos a hacer con nuestra vida; somos dueños absolutos de ella y, como tales, tenemos el poder de dedicarla a lo que verdaderamente queramos; nada debe hacernos tener miedo, que es lo único que nos inculcan con la educación; nada ni nadie es más fuerte que nuestra voluntad, y el día que desfallezcamos, miraremos ese comienzo y recordaremos por qué lo hicimos y por qué tenemos que seguir aunque el camino se vuelva pedregoso y desértico.
De vez en cuando Beatriz me regala frases de libros que lee y que le hacen pensar en mí. Os dejo ésta de Almudena Grandes que me parece única: La alegría hace fuerte. No existe trabajo, ni esfuerzo, ni culpa, ni problemas, ni pleitos, ni siquiera errores que no merezca la pena afrontar, cuando la meta, al fin, es la alegría.

Si queremos tocar el piano, toquemos. Si queremos dar conciertos, luchemos. Si queremos hacer de la música nuestra vida y soñamos despiertos pensando 'así será mi vida', no le demos el poder a nadie para que un día, sin saber ni cómo, con gesto cansado y vencidos, lleguemos a decir 'así es la vida'.

domingo, 24 de junio de 2012

Estudiar de memoria

Hace un par de días he recibido un comentario relativo a la memoria que me ha hecho recordar una situación que viví y que tuve que resolver yo mismo.
A la hora de preparar los recitales es obvio que decidimos qué programa vamos a tocar. Una vez elegidas las obras, ya sean nuevas o recogidas de años anteriores, tras el consabido esfuerzo de estudio y pasándolas por el túnel de lavado y pulimentado, solemos repetirlas un número ilimitado de veces hasta que logramos memorizar las miles de notas, acordes, pedales, matices, tiempos, digitaciones... Hasta aquí creo que describo una rutina común a nuestra especie.
El hecho en cuestión me empezó a ocurrir en el transcurso de la temporada, es decir, con el programa bien agarrado y la memoria segura. Día tras día, el estudio preparatorio a los recitales consistía grosso modo en la repetición minuciosa de determinados pasajes y en la interpretación de las obras, de arriba a abajo, cual si del propio recital se tratase, metiéndome en situación. Era la manera de comprobar si la memoria seguía funcionando y de ir evolucionando en la interiorización musical. Digamos que no me permitía machacar mecánicamente para ejercitar los dedos sino que buscaba mejorar la faceta artística.
Un buen día empecé a notar una cierta fatiga mental acompañada de una leve inseguridad. Poco a poco iba sintiendo que dejaba de controlar el conjunto y que se iban cayendo poco a poco una nota aquí y otra allí. Cuando una digitación dudaba y no venía correctamente, por ejemplo, tenía que retomar el pasaje completo para poder continuar. Otras veces una nota en los graves era tocada a una octava distinta. Otras confundía la armonía que llevaba a la repetición de la exposición con la que abría el desarrollo. Incluso llegué a comenzar una obra con la tonalidad alterada en un semitono (las menos veces; por cierto, hay una anécdota de Brahms al respecto con la Sonata Appassionata cuyo primer tiempo tocó en Fa sostenido sin despeinarse).
Eran pequeñeces, pero era como si las obras se fuesen llenando de pequeñas trampas. Al acabar la jornada de estudio salía intranquilo, incluso desasosegado, y no veía el momento de volver a tocar de nuevo para comprobar si seguía todo en su sitio. Como me podía ocurrir indistintamente con un obrón que con una pamplina, empecé a analizar y a estar atento a las claras señales de que algo no iba bien. Afortunadamente nunca me ocurrió en los conciertos, sólo era en casa. Pensé que igual el grado de concentración era inferior, pero ya he dicho que me gusta estudiar metiéndome en situación, imaginándome en la sala a la que voy a ir y recreando la sonoridad que sé que me voy a encontrar.
La luz se encendió un día. Había dado con la tecla (no es un chiste, que conste). Era tan sencillo que no me lo podía creer. Resultó que, como todo estaba listo y lo último era la memorización, la lograba tocando de memoria: lógico. Si lees no hay memoria: ¡error! Cuando noté como si a cada nueva interpretación fuese desgastando la obra, perdiendo notas poco a poco, a jirones, como si ésa pudiese haber sido la última vez que me saliera correctamente, entendí que el problema estaba precisamente ahí, en la manera de mantener la memoria, o sea, de memoria. Caí en la cuenta de que mi cabeza necesitaba refrescar los recuerdos visuales para mantener frescos todos los elementos ya citados. Simplificando, tenía que volver a estudiar regularmente con la partitura delante. Fue mano de santo. Volvieron las imágenes a mi mente con facilidad, volví a relajar la tensión, volví a confiar en mis capacidades, entendí que la obra no se iba a desintegrar por tocarla.

Una cosa es que la música sea un arte inmaterial y otra cosa es que no pueda quedar fijado de una vez para otra. Desde entonces me gusta estudiar, además, con la partitura en la mano, sin tocar, leyendo y descubriendo nuevos detalles que, sentado al piano, pueden pasar inadvertidos por estar preocupado con los dedos. ¡Con lo cómoda que es mi butaca!

miércoles, 20 de junio de 2012

Glenn Gould

Siempre me sorprendió que Glenn Gould se retirara de los escenarios tan joven, con poco más de treinta años. Según he leído, el primero en enterarse fue el tramoyista a quien, justo al acabar su recital, le comentó que acababa de presenciar su último concierto. Eso no significó que abandonara su carrera ni su contacto con el piano sino que la enfocó hacia la grabación de discos.
Al preguntarle las razones nadie lo entendía. Estaba en lo más alto, con contratos por delante, solicitado en los mejores teatros del mundo y, de repente, se acabó. Podría haber múltiples motivos habituales entre los mortales, desde el miedo escénico hasta la inseguridad con el instrumento, desde el cansancio al aburrimiento.
Pero, al parecer, no fue nada corriente, más bien lo contrario: no quería que la influencia del público y de la fama interfirieran en su manera de tocar ni en su repertorio. Y hubo un momento en el que se vio esforzándose por querer agradar, por tocar a gusto del consumidor. Se vio como en una jaula o en un escaparate al que todos se asomaban sabiendo de antemano lo que iban a ver. ¿Una decisión drástica? ¿Una decisión responsable? No es fácil juzgar algo así. Hay que estar en la piel de la persona para conocer los detalles de lo que le llevaron a renunciar al estrellato.
Lo que sí está claro es que significaba una entrega absoluta a la música con una actitud casi reverencial, monástica. La misma con la que siguió estudiando y grabando sus versiones, tantas veces criticadas pero siempre justificadas. No es un pianista al que se pueda recurrir a modo de referente pues corremos el peligro de que nos abucheen o nos expulsen del concurso. El genio era él y, como tal, inimitable.
Las excentricidades a las que nos tenía acostumbrados podrían parecer algo estudiado desde el punto de vista propagandístico. Hoy parece imprescindible recurrir a lo que sea con tal de llamar la atención y destacar. Pero él era así. Su manera de abrigarse, la casi imposible manera de sentarse, sus cantos simultáneos a la música que llegan a desesperar, su horario sin control, sus exigencias técnicas...
Quizás no sea razonable, pero para mí una persona con una inteligencia de tal nivel no hace nada porque sí, todo tiene una explicación. Por eso no lo considero extravagante, en absoluto. Creo que estaba convencido de la necesidad de hacer las cosas como las hacía, de tocar como tocaba. La demostración a todo esto está en su libro, imprescindible, Escritos críticos. La visión que tenía sobre la música, los músicos, los conciertos, los concursos, la estética, la crítica y mucho más hay que conocerla pues viene de alguien que lo ha vivido. Y no sólo eso, sino la ironía, el darle la vuelta a todo, el plantearse los más mínimos detalles, el no dar nada por sentado, el humor, la creatividad...
Podremos estar de acuerdo o no con los resultados pero con una atenta audición, partitura en mano a ser posible, descubriremos un universo musical de una altura inimaginable. El respeto que le tengo viene de ahí, de no haberse conformado con lo obvio ni con lo tradicional, de no haberse entregado a una vida más fácil, que ya tenía, de poner toda su inteligencia en guardia sin descanso, de ser honesto consigo mismo para serlo con los demás.
En tiempos en los que es más fácil encontrar una vedette que un músico, por aquello de vender, pienso que no está de más replantearse la profesión, cada cual a su nivel y con su cabeza, no vaya a ser que perdamos el control con tanta vorágine y acabemos cambiando tanto que no nos reconozca ni la madre que nos parió.

domingo, 17 de junio de 2012

No pido la luna

Ayer oí en la radio que en Austria la gente va a la ópera con la misma facilidad que va al cine. Igual es la típica exageración pero lo que sí es seguro es que en España no, ni a la ópera ni a un concierto. Y hace varias décadas tendría sus motivos simplemente por una cuestión cultural, de estudios, de formación intelectual, pero ¿hoy?
No voy a ponerme a despotricar sobre lo mal que está todo, lo mal dirigidos que estamos, lo mal que se gasta el dinero público... Por principio, quise dedicar el blog a lo positivo justamente en contraposición a la negatividad en la que estamos sumidos.
Cuando terminé la carrera, en Andalucía creo que había siete conservatorios. Esa cifra se ha multiplicado por diez. El grado superior de piano lo terminé solo y puede que alguien más lo hiciera en otro instrumento. Eso hoy es impensable. Podemos calcular en miles los alumnos actuales matriculados en los centros dependientes de la Junta de Andalucía. Si añadimos el resto de autonomías y los privados nos salen cifras astronómicas.
Ahora echemos un vistazo a las salas de concierto y auditorios. Las capitales de provincia a duras penas sostienen la programación anual en las que la música clásica ocupa un lugar rezagado. Las que cuentan con orquesta sinfónica estable, a base de recortar en plantilla y producción propia van subsistiendo. Las asociaciones musicales que han formado un tejido estable y duradero hacen verdaderos malabarismos para no tirar la toalla.
En todo esto hay algo que no me cuadra. Si miles de personas dedican tanto esfuerzo y años a la música será porque les gusta. Si les gusta la música igual querrían dedicarse a tocar. Si quieren tocar necesitarían hacerlo en una sala ad hoc. Si dichas salas dependen de organismos públicos o privados con escasos recursos estarán infrautilizadas. O bien, si dichas salas funcionan correctamente, no dan cabida a los jóvenes músicos llenos de ímpetu porque son novatos o desconocidos (o no son extranjeros, que es más mejón).
Soluciones: acudir en tropel (aunque me gusta más en manada) a pedir el uso de los locales para no sentir la pena y la vergüenza de verlos cerrados. Ya que damos por hecho que las subvenciones han muerto, establecer de una vez por todas el sistema de taquilla, es decir, quien quiera ver un concierto que pague una entrada a un precio razonable (si nos vamos por las nubes, apaga y vámonos). Organizar ciclos de intérpretes y de música de cámara para dar continuidad a la actividad (¡que no decaiga!). Igual que muchos de nosotros sólo servimos para tocar, hay otros que tienen una epidermis facial más consistente y podrían dedicarse al tema de la organización. Si se lograse incrementar la frecuencia de conciertos, el público, sin duda, crecería, lo que permitiría seguir apostando por esta carrera y muchos músicos podrían vivir de su pasión. Si se estabilizara el número de actuaciones podrían pagarse unos cachés moderados, pero más que suficientes, y cubrirlos con la taquilla. Si los intérpretes lograran mantenerse igual podrían dedicar su tiempo a estudiar repertorio y no tener la obligación de dar clases si no lo desean, al menos durante un cierto tiempo. Si los que dan clases se hubieran curtido en los escenarios seguramente animarían a sus alumnos a tocar sin miedo. Si tocásemos sin miedo viviríamos mejor e incluso más tiempo. Si viviésemos mejor no estaríamos crispados o frustrados. Si...

¿Dónde estoy? ¿Qué hora es? Vaya, me he quedado dormido. Cada vez sueño cosas más raras. ¿Pues no parecía que en España había conciertos a diario y los músicos podían dedicarse a tocar? Seguro que al agua le echan algo para atontarnos (igual que en la mili nos echaban bromuro). Por si acaso voy a ponerme a estudiar, no vaya a ser que me coja desprevenido. 

miércoles, 13 de junio de 2012

La batidora

Tengo tantas cosas en la cabeza, tantas cosas que hacer, que, como me he levantado algo aturdido y en vez de ver cada elemento por su orden de prioridad los tengo amontonados y mezclados, voy a tomar una decisión drástica: ¡me voy a la playa!
¿A perder el tiempo? Espero que justo lo contrario. El estrés viene de la acumulación de días como éste en los que no se puede pensar con claridad, en los que no actuamos con tranquilidad, en los que la justa medida de las cosas desaparece, en los que estuviste más tiempo del debido oyendo las noticias sobre el fin del mundo (tenemos entradas de preferente para contemplarlo), en los que tienes que hacer llamadas sin ganas de hablar, en los que los correos electrónicos sólo pretenden venderte vacaciones, ropa de verano, libros para el verano, tiempo para el verano...
La batidora empieza a recalentarse y a oler a chamusquina. Lo mejor entonces es ponerla en remojo, al abrigo de una muy suave brisa del suroeste, al oído del constante rumor del oleaje moderado previsto y con la marea empezando a bajar dentro de unos minutos.
Lejos del ordenador y de las teclas y sin posibilidad de producir, aunque no quiera me voy a ir relajando. Aunque sea por unas horas, el descenso en la velocidad del pensamiento va a dejar que cada asunto vuelva a su sitio. Beatriz siempre me dice que hay que tener la cabeza ordenada por cajones y que sólo hay que abrirlos de uno en uno. Es un ejemplo muy gráfico de cómo debemos controlar la mente. Se abre uno primero, se cierra, abrimos otro... Si los vamos dejando abiertos va a comenzar el desorden y la ineficacia. No me cansaré de repetir que tenemos mucha más capacidad de la que pensamos, que podemos con todo y más, pero eso no significa que no podamos cansarnos o agobiarnos, somos mortales (la muerte..., casi nunca pensamos en ella pero está ahí. ¿Será todo relativo...? Buena idea para otro día).
Es muy probable que durante este mes de junio estemos todos desbordados, con prisa, con exámenes, con interferencias de última hora, con tensión acumulada después de tantos meses intensos... El día tiene veinticuatro horas para todos y hay veces en las que no se puede más. La mejor opción es provocar un corte, un parón que nos dé aliento, que nos despeje lo suficiente para poder continuar sin meter la pata o ponernos agresivos, sobre todo con nosotros mismos, incluso intransigentes. Nuestra cabeza es nuestra desde el día que la razón empieza a clarear, y básicamente lo que hacemos es rellenarla con datos, fechas, imágenes y personas. Pero su mecanismo, los resortes por los que se mueve son idénticos desde nuestra infancia, aunque nos pasemos la vida intentando entenderlos y asumirlos. A lo más que llegamos es a domesticarlos, poco más. Pues eso, como ya nos conocemos, no vamos a seguir chocando contra la misma pared. ¿Que hoy estamos espesos?... a despejarnos; ¿que estamos cansados?... a dar una vuelta; ¿que nos sentimos agobiados?... a comunicarnos. En sólo unos minutos lo que parecía oprimirnos desaparece o, al menos, deja de apretar.
Y cuando nos contemplemos desde fuera, como si fuésemos espectadores, sólo podremos esbozar una sonrisa, a veces lastimera, por descubrir que el motivo de nuestra inquietud tenía una fácil solución.

Lo dicho, me voy a la playa, que me espera.

domingo, 10 de junio de 2012

Directo a la salida

Quiero retomar la idea del viaje interior, ése que nos permite tomar las riendas de nuestra vida, de nuestra carrera, en todo momento, sobre todo en los de bajón.
Uno de los problemas más habituales y de más fácil solución, por evidente, es embarcarnos en proyectos que pueden superar nuestras posibilidades. Hablando en plata, elegir obras que, sólo por el momento, no estén a nuestro alcance. No siempre funciona el flechazo, el amor a primera vista. A veces es necesario esperar unos años a que hayamos madurado, a que la lectura mental sea casi inmediata, a que las manos se anticipen a lo que va a venir, a que la armonía no sea la suma de notas sueltas sino un baile fluido en nuestra cabeza...
La mejor manera de venirse abajo es colocarnos en un nivel al que aún no hemos llegado. Insisto, aún. Y de esto estoy convencido y nada ni nadie me va a hacer cambiar de opinión. ¿Por qué? Porque lo sé, porque lo he vivido. Durante un buen número de cursos, mi profesor se dedicó a jugar con nosotros de una manera muy peligrosa. Un símil quizás no muy preciso pero sí gráfico podría ser el del burro y la zanahoria, que nunca iba a alcanzar aunque la tuviese delante. Siempre había un inconveniente, una pega, un obstáculo, un detalle, un defecto, una digitación, un fraseo, un pedal, una camisa, unos... (ya estoy desvariando). A ver si lo digo claro sin que suene alto: nunca la obra iba a estar bien porque siempre podía estar mejor. Esta casi obviedad podría resultar cierta si no hubiese sido por un error, por un pequeño matiz: estar mejor era sinónimo de más rápido si había que correr, de más lento si era adagio, de más fuerte si era mezzoforte, de más piano (hasta PPPP) si sólo indicaba P. En resumen, el más difícil todavía. Como resultado, un desánimo continuo, una frustración perenne y una inseguridad marcada a fuego. La consecuencia: nadie se atrevía a siquiera imaginar poder dar un solo concierto o presentarse al más ínfimo concurso. Conclusión: de la carrera de pianista no salen pianistas.
¿En qué punto exacto se vuelve la situación irreversible? Cada uno tiene el suyo propio. Va a depender del aguante emocional, de las propias condiciones físicas y musicales, de la cara dura (que a veces es una bendición), de la ceguera temporal pero larga que nos hace ver a nuestro mentor como un dios, de nuestra ingenuidad, candidez, bondad e ilusión que nos convierte en crédulos entregados... ¿Sigo? ¿Hace falta que describa más situaciones comunes a miles de estudiantes?
Ya he hablado de esto antes. El profesor debe cuidarnos, orientarnos, reforzarnos, protegernos y guiarnos, que somos material extremadamente sensible. Y nuestra obligación es encontrar a la persona adecuada, no depender de unas listas o unos sorteos al azar. Es vital caminar con paso firme por el camino adecuado lo antes posible pues vamos directo a nuestro futuro. Si erramos a conciencia sólo encontraremos el camino directo a la salida.
Por esto es muy importante que nos conozcamos, que nos aceptemos y que, con los mimbres que hay, saquemos el mejor cesto posible. No hay un único destino, hay multitud de ellos y, sí, todos queremos el mismo, el mejor, pero creedme, sólo nos va a hacer felices el que esté a nuestro alcance, dejando por sentado por enésima vez que es mucho más elevado de lo que pensamos. Tenemos mucha capacidad oculta y casi siempre es cuestión de tiempo, de dejar madurar la fruta. No es cuestión de vivir comparándonos con ese compañero que de una semana para otra viene con un estudio de Chopin nuevo a tempo, toca de memoria a la media hora y encima es campeón de tenis. Nosotros, seguro, somos mejores músicos y transmitimos más emoción al tocar, somos únicos. Las prisas en música no sirven para nada salvo para el circo.
Vamos a elegir bien el repertorio, con corazón y con cabeza, y con la ayuda de nuestro querido profesor, que por fin nos atiende, nos mima y vela por nosotros, llegaremos a esa meta que, no sé todavía por qué, nunca está a la vista y parece no existir. Y la salida... para la juerga padre.

miércoles, 6 de junio de 2012

Tengo que estudiar

Tres palabras que, si nos pagaran un euro cada vez que la decimos, podríamos tranquilamente tumbarnos a la bartola el resto de nuestra vida. Y no está mal usarla si es verdad, es decir, que vamos a estudiar. Pero, cuando es una excusa...
Me voy a referir a una situación concreta, un terreno común, a ver si podemos sacar alguna conclusión positiva. Audiciones, exámenes, conciertos y similares de otros instrumentistas. De eso se ocupan los profesores de acompañamiento, ¿no es cierto?, que, en la mayoría de los casos, están desbordados, o acaban de incorporarse, o vienen de otra especialidad y aún no dominan las obras. Y ahí estamos nosotros, pianistas de pro, en nuestros últimos cursos de carrera, tocando obras más que difíciles, machacando sin cesar los pasajes imposibles, con la vista arriba y abajo, de la partitura al teclado, sin tiempo ni para beber agua. Y, claro, cuando un compañero (sí, aunque no toquen el piano son compañeros) se nos planta delante en medio de un pasillo al salir de clase y con la cara del gato de Shrek nos implora que le acompañemos una o dos obras, pues se ha quedado sin pianista a última hora, nuestro primer impulso nunca es preguntarle qué obras, o dónde podríamos ensayar, o de cuánto tiempo disponemos, sino que, dando un paso atrás (reculando que se llama) y aún sin reponernos del escalofrío que nos ha recorrido la médula, esgrimimos esa pequeña frasecilla tan demoledora para nuestro interlocutor: no puedo, lo siento, tengo que estudiar.
¿No hemos quedado en que estamos tocando obras de alto nivel? ¿Qué pueden suponernos unas Sonatas clásicas o románticas, o incluso contemporáneas? Que hay que intercalarlas con el resto, obvio, pero podemos. De verdad, tenemos mucho más potencial del que pensamos. En la mayoría de los casos podríamos tocar a primera vista porque ninguna pieza va a ser más complicada que las que ya hemos hecho. Y un sí rotundo sólo puede traernos ventajas. Esto sí que es dar otro paso hacia nuestra incipiente carrera de concertistas.
Empieza una sucesión de carambolas como esas fichas de dominó que se tumban en cadena. Lo primero de todo, estamos aprendiendo una nueva obra, que no es poco. El autor puede ser conocido por nosotros o no (nos queda mucho, no lo olvidemos). El periodo musical puede que lo dominemos o que nos quede algo lejos. Vamos a aprender de primera mano cómo estudian otros instrumentistas (siempre menos que nosotros y les cunde mucho más). Les vamos a oír términos nuevos para nosotros. Vamos a entender los fraseos y algunos ataques mejor que en cualquier clase. Vamos a tener un amigo para toda la vida. Comenzamos a ampliar nuestro repertorio camerístico. Vamos a perder tensión al compartir la responsabilidad, entendiendo por fin que sí se puede. Vamos a recibir una llamada proponiéndonos un recital en tal o cual sala que el susodicho ha conseguido y el público será más amplio que nuestra familia. Vamos a ponernos en boca de otros muchos que vendrán en tropel a solicitar nuestras manos (incluso para matrimonio). Y sin darnos cuenta, por una indecisión de una décima de segundo en la que dijimos por qué no, empujamos esa ficha primera que fue abriendo posibilidades de futuro.
¿Qué pensáis, que los grandes no acompañan o hacen cámara? Todos, prácticamente todos, y eso también es música y también son conciertos. Ahí están Rubinstein, Barenboim, Richter, Pires, Argerich, Brendel, Schiff, Ashkenazy... 

A veces es más fácil empezar compartiendo que solos. El caso es empezar, poco a poco y paso a paso. Y, quién sabe, igual hasta nos gusta.

domingo, 3 de junio de 2012

¡Pasen y vean!

Acabo de visitar el museo Calouste Gulbenkian en Lisboa, del que salí extasiado. Desde el comienzo con piezas egipcias al final con joyas de Lalique, todo está expuesto con el máximo cuidado, siendo un recorrido por la historia de la civilización. Además, el grado de conservación es excelente, pudiendo contemplar no sólo formas originales sino colores y texturas. Ahí te das cuenta de quiénes somos y de dónde venimos (a nivel artístico, se entiende).
El nombre (y el contenido) se lo da un armenio nacionalizado británico que hizo su fortuna con el petróleo. Y me gustó saber que no sólo se dedicó a comprar objetos de tanto valor como inversión sino que supo disfrutarlas a diario ya que las tenía decorando sus casas, que no eran precisamente unos adosados en una urbanización.
Esta introducción viene al caso porque no hay manera de zafarse ni por un minuto de la cuestión económica que vivimos. Y quiero hacer una pequeña reflexión acerca del sostenimiento de los conciertos. En los casi treinta años que llevo moviéndome, he visto crecer el número de conservatorios, escuelas de danza, auditorios, teatros, fundaciones, festivales, orquestas, concursos... Es decir, se ha incrementado notablemente la infraestructura necesaria para poderlos llevar a cabo. Si exceptuamos las programaciones habituales de dichos auditorios y los grandes eventos, con entradas a precios a veces nada populares, nos queda el recital de formato pequeño y mediano, o sea, los solistas y la música de cámara. Siempre he sostenido que con lo que cuesta un sólo espectáculo sinfónico (lo más básico) es posible organizar una temporada completa con un concierto a la semana, incluso más. En un día se gasta lo que daría para un año. Esto no es demagogia, son números. Y no hace nada he tenido esta misma discusión con un presidente de una asociación al que le obligaban sus patrocinadores a gastar una gran cantidad de euros en sólo cuatro conciertos de bulto teniendo que suprimir sin más la programación anual, la de los aficionados de verdad.
Hasta ayer, las cajas de ahorro tenían una Obra Socio-Cultural (ahora se ha quedado en Obra Social) que les obligaba a financiar distintas manifestaciones artísticas como exposiciones, recitales, conferencias, etc... Hace tres o cuatro años, cuando se negaba lo que venía, los músicos, de nuevo, nos enteramos antes que nadie de la situación real de la economía. Ya se sabe, la cuerda siempre se rompe por el punto más débil. De golpe y porrazo quedaron suprimidas ayudas, subvenciones, programaciones propias, circuitos, ciclos y tantos eventos que podíamos disfrutar, generalmente gratis, porque, a estos niveles, lo único que se mantenía con entrada libre era la música. Una obra de teatro, por ejemplo, siempre necesitó de la taquilla. ¿Por qué un recital no? Ahora nos vemos en una situación que es la que más triste me deja. No es cuestión de dinero, no van los tiros por ahí, que sólo he intentado hacer un breve resumen del funcionamiento de la cultura. Lo que me preocupa de verdad es que en todos estos años se ha seguido viendo la música como un entretenimiento y no como una necesidad. Aquí se intentó hacer negocio rápido, como en todos lados, sin invertir en futuro, en que los sonidos formaran parte de nuestro ser y no pudiésemos vivir sin ellos, hasta el punto de que, igual que paramos a comprar un helado cuando tenemos calor, pagásemos casi lo mismo por oír a un pianista dejarse los dedos cuando nuestra mente necesitara deleite.
Se vuelve a hablar de iniciativa privada y de mecenazgo a la vez que vuelven ideas como 'el arte por el arte'. ¿Y qué significa esta frase para mí? Muy simple: que nadie me compre, que nadie me obligue a hacer el pino además de tocar, que un cateto no me dicte el programa que he de interpretar, que un analfabeto no pueda cobrar como sueldo más de la mitad de un presupuesto cultural, que no se sigan despilfarrando cantidades enormes en un sólo acto para no ser menos que otros, que no se siga viendo a los músicos como sirvientes... ¿Ya nos hemos olvidado de Mozart o de Beethoven? ¿Tan poco nos va a costar volver a la librea y a la reverencia, o a amenizar las cenas privadas de los que nos han llevado al desastre? ¿La cultura y el saber no nos han hecho más libres?
Hasta que la sociedad no necesite la música como algo vital esto no va a cambiar. Mientras, aguantaremos esta enésima crisis como podamos, pero, por favor, no retrocedamos tanto en tan poco ni con tan poca resistencia.