miércoles, 7 de marzo de 2012

Sonata de Otoño

Hay muchas películas sobre música y músicos, con biografías más o menos rigurosas. Y lo que me suele gustar más es poder oír las obras interpretadas en una sala de cine, a todo volumen. Pero hoy he recordado una del año 1978, Sonata de Otoño, con dos protagonistas femeninas de talla: Ingrid Bergman y Liv Ullmann. La recordaba vagamente de hace tiempo, pero tuve la ocasión de volverla a ver el año pasado. Básicamente trata de la relación de una concertista de piano con su hija.
Por supuesto, es de esas concertistas de largas giras mundiales que antepusieron todo a su profesión (ojo, lo mismo sirve si hubiera sido el padre, no es cuestión de sexos). Eso significa relaciones difíciles, ausencias y falta de cariño, entre otras carencias (para muestra, un botón). Se analiza el drama psicológico, intentando el acercamiento tras un largo periodo sin verse. Hay escenas de una fuerza impactante, de tremendo dolor. En cualquier momento puede estallar todo.
En el mundo artístico se ha justificado siempre el desencuentro familiar debido a los frecuentes viajes. Parece obvio. Y no digamos si el triunfo acompaña a dicho artista. Quizás sea más fácil compararlo con los cantantes modernos o los actores. También hoy los medios de comunicación facilitan que la distancia sea más llevadera. Pero el concertista de piano, para colmo, aún estando en su casa, suele estar aislado si los programas que debe preparar le desbordan. A los niños se les inculca que nunca deben interrumpir el estudio. La habitación del piano es sagrada e impenetrable. Puede parecer exagerado, pero es así.
Afortunadamente, yo pude sortear este obstáculo de la manera más sencilla: mi hija, en la cuna o en el parquecito, dormía como un lirón junto al piano. Llegamos a pensar que era sorda e ¡incluso se lo consultamos al pediatra! Y creció jugando al lado del piano sin problemas. Y cuando tenía algo que decirme me lo decía y yo le respondía. Estaba claro que esto iba a ser sólo una etapa y no toda la vida, así que tuve claro que era mejor no perdérmela.
Por desgracia, conozco casos en los que la relación ha sido mucho más distante, dejando ciertas secuelas en el comportamiento, por decirlo de una manera sencilla. Incluso conozco un caso extremo con final trágico del hijo. Pero es eso, extremo.
Retomando la película, esta vez me quedé de piedra con la escena final. Perdonad si lo cuento, pero no estoy desvelando el desenlace de una intriga sino un comportamiento. Después de hora y media de tensión, de discusiones, de encuentros y de soluciones, cuando parece que va a acabar bien (y, en efecto, lo parece) la concertista realiza una llamada a su representante que, a la vez, es su administrador. Es impresionante ver cómo se transforma cuando empieza a hablar de dinero, de cuánto tiene en la cuenta, de que el coche que le iba a regalar a su hija va a ser el viejo y el nuevo se lo compra para ella... En fin, tras el drama humano sólo había dinero. Ni siquiera música. Conciertos, más conciertos para ganar más dinero.
No deberíamos dejar que, en nombre del Arte o de la Música, las personas que nos rodean puedan sufrir. Es compatible la vida familiar con el concertismo. Incluso los viajes se pueden realizar acompañado, las fechas se pueden ajustar en bloques, se puede rechazar lo que no tengamos muy claro. ¿No os habéis preguntado alguna vez, viendo a las grandes glorias, qué se les había perdido por aquí? ¿Nunca tienen bastante?
Me gustaría pensar que, al menos en un principio, el motor de esta vida fue la música y su amor a ella, y no únicamente el de ver subir la cuenta corriente.

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