domingo, 26 de febrero de 2012

Maestro

Esta carrera es muy larga y lo normal es que hayamos pasado por las manos de varios profesores. El último suele ser el que más huella nos deja, pero pienso que no somos conscientes de la influencia que ejerce sobre nosotros hasta pasado, como poco, el ecuador, lo que suele coincidir con nuestro crecimiento emocional. Aunque el sistema de la clase puede variar, es obvio que la enseñanza que recibimos es individualizada, al menos, en el momento de tocar, ya estemos solos o rodeados de compañeros. Esta relación tan estrecha da lugar a un fuerte lazo del que va a depender nuestro futuro.
En un estado ideal, nuestro profesor es una persona formada, con experiencia, equilibrada, generosa y observadora, sólo pendiente de nuestra formación y progreso. Es un pianista que va por delante en este sinuoso camino. Que, incluso, ha ido y vuelto para transmitirnos sus conocimientos. Tiene la obligación de hacernos mejorar, de señalarnos los defectos y de anotar las faltas de cara a sacar lo mejor de nosotros mismos.
Pero, ¿qué ocurre si sólo se queda en eso, en la parte negativa? Pues algo tan evidente como que sólo nos va a crear desánimo, inseguridad, ansiedad y..., miedo. Sí, miedo a equivocarnos, a no dar la talla, a dejarle en mal lugar, a decepcionarle, a no tocar como él quiere y a hacer el ridículo. ¿Es posible que medio interpretemos una obra con esta carga?
El profesor tiene el deber de crearnos el ambiente propicio en el que podamos exteriorizar, lo más naturalmente posible, la obra estudiada. ¿Cuántas veces hemos llegado a la doble barra incómodos, conscientes de que no estamos logrando ni la mitad de lo ya conseguido? Y, cómo no, sabemos perfectamente lo que nos va a decir y lo que nos va a corregir. Da mucha rabia. Pero esto lo tiene que advertir esa persona que antes también fue estudiante, que nos conoce, que nos ve crecer y que maneja nuestros puntos fuertes y débiles.
Este profesor es el que nos orienta por un repertorio infinito, que quiere llenar los posibles huecos o carencias, que define los autores que mejor nos van, que calcula nuestro nivel de resistencia, en definitiva, nos tiene en sus manos, entregados.
Me recuerdo estudiando en función de lo que sabía se me iba a exigir, por mucho que la teoría fuese bien distinta. La personalidad de cada alumno es distinta, bien distinta, y el profesor ha de estar atento para que, al moldearla, no se rompa. Está tratando con material altamente sensible. Deberíamos llevar una pegatina amarilla que pusiera "FRÁGIL".
¿Por qué caen tantos por el camino? He visto demasiados compañeros que abandonaban estando llenos de cualidades. ¿Es tan alta la cima que el miedo nos paraliza? Creo que no. En realidad, no hay cima. Más bien hay una meseta en la que nos podemos desenvolver muy a gusto. Eso sí, no todas las mesetas están a la misma altura. ¿Y qué? Meseta, al fin y al cabo.
El profesor, forzosamente, debe inculcarnos valor, optimismo, seguridad, energía, ilusión y conocimientos; debe guiarnos de la mano para, poco a poco, ir soltándonos; debe estar pendiente ante el más mínimo desequilibrio que nos pueda hacer caer; y, por último, cuando nos vea preparados, debe saber soltar amarras para que naveguemos nuestro propio océano. Y podrá disfrutar de su obra, seguro de la fidelidad de su alumno (qué raro sería que pudiera sentir celos o incluso temer por su competencia). 
Si todo esto se ha cumplido, cuando en la travesía encontremos temporales sabremos capearlos adecuadamente. Incluso, para esos casos más difíciles, podremos encontrar en el antiguo profesor a ese amigo que ya supo salir airoso del mismo trance.
Entonces sí, por fin, podremos decir, orgullosos, que nos guió un maestro.

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